Por Iván Escoto Mora*
Con su primer largo metraje Hana Makhmalbaf, realizadora iraní, logró el reconocimiento de la comunidad cinematográfica internacional. “Buda explotó de vergüenza” es un filme que se mira en estado de asfixia, la historia es simple, cotidiana, tan pura que corroe.
Baktay es una niña que podría habitar en Afganistán o en las sierras de Guerrero, en los barrios marginales de inmigrantes en cualquier punto del orbe o en guetos construidos al amparo de botas militares. Vive entre barracas montañosas con una madre siempre ausente.
A falta de guarderías, en la comunidad de Baktay, es costumbre amarrar a los niños, pero la pequeña protagonista está exenta porque cuida a su hermana apenas unos años menor. Niños cuidando niños, el drama de los desposeídos, el desgarro del abandono que tan frecuentemente, aún en las ciudades de acero, cunde las calles de jóvenes sin hogar.
Ante la carencia absoluta, un milagro: Baktay desea estudiar: “quiere aprender historias divertidas” como Abbas, su vecino, varón y por tanto privilegiado en un océano de miseria.
Con los pies vueltos piedra por el lodo, la niña corre por su pueblo de un extremo a otro, busca algunas monedas para comprar un cuaderno y una pluma. Sin otro apoyo que el de su inocente audacia, cambia un par de huevos por un pan, un pan por ilusiones.
No logra juntar todo el dinero, solo alcanza para una libreta. Por tinta usará su empeño y el labial de su madre, único lujo que guarda la desnuda cueva en que duerme su familia.
Armada de anhelos Baktay sigue a su vecino, busca escuela, pero entre aulas abiertas al cielo, solo halla puertas cerradas. Tendría que haber nacido hombre para estudiar frete a la pizarra, a la intemperie, con los otros chicos. Ella debe viajar aún más lejos, al final del río, por caminos desolados, sin recursos ni transportes: ¿Quién haría diario semejante travesía? En longitudes insondables, lo más elemental se vuelve un privilegio.
En su odisea por saber, Baktay es acusada de adultera por un grupo de niños que juegan a la guerra. A veces son talibanes, a veces son americanos; siempre buscan liquidar al enemigo.
La violencia es infiltrada muy temprano, en la infancia, en el primer recuerdo de un helicóptero surcando el cielo, en inspecciones aéreas que preludian una lluvia de misiles. Para Baktay y Abbas, para los niños talibanes, los sonidos de la destrucción se vuelven cotidianos. Las coronas imperiales, los autonombrados líderes, los extremos de un lado y otro del fundamentalismo, son defensores torcidos de una moralidad aplastante. En medio de intervenciones cíclicas, la muerte se cuenta por centenas. La tierra siempre húmeda de sangre es un hecho natural.
En la estepa, niños jugando a ser hombres, hombres jugando a ser dioses, todos juegan, todos matan, todos son vigías de la intolerancia.
Occidente ha bautizado al acoso escolar bajo el nombre de “bullying”; en el desierto oriental de Baktay, es simplemente un juicio pervertido de la fe. Baktay quiere estudiar y los niños talibanes la persiguen, la torturan hasta las lágrimas: “¡No quiero jugar con piedras!”, espeta con angustia. Los niños responden: “¡No es un juego, esta será para ti una tumba!”.
Persecuciones, capturas, lucha, de pronto no se puede más. Lo mejor es la muerte: “¡Déjate matar!”, grita Abbas desesperado, solo así se irán, sólo satisfechos en sus juegos de sangre, se irán. Cuando Baktay es derrotada, Buda estalla: lo humano ha muerto incluso en los niños. En la aridez apocalíptica no existen postmodernos pedagogos ni psiquiatras, no hay nombres rimbombantes para los juegos de violencia que imitan la realidad y la multiplican hasta que pierde sentido.
El mundo tecnócrata se cubre con reglas de orden y leyes de civilidad. El mundo teócrata se justifica en cada instante bajo la voz de la santidad. Sin embargo, con frecuencia enderezan ambos la violencia paranoide. La barbarie y la modernidad se distinguen sólo por matices. La mecánica de la cotidianidad facilita la aceptación frente a la rutina productora de bienestar aparente. En la vida hecha secuencia irreflexiva, se estandariza el sufrimiento hasta volverse cuenta corriente.
Benedetti presenta en su relato “Rutinas”, a un padre y su hijo en medio de la dictadura. El niño despierta asustando en la noche: “-¿Qué fue eso? -preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: -Fue una bomba. -¡Qué suerte! –dijo el niño- yo creí que era un trueno”.
Lo desgarrador del filme de Hana Makhmalbaf es quizá la exposición cotidiana de la violencia que incluso en la inocencia de los juegos infantiles, muestra la pesantez de la condición huma en su proclividad mecánica a destruir la vida.
*Abogado y filósofo / UNAM.