Por Juan Cervera Sanchís*
Allá en la tierra caliente de Michoacán perduran los cantares de antaño, cantares que se niegan a morir. Son cantares, pues, nacidos para vivir en la memoria en llamas de las gentes con sentimientos y que viven a golpes de corazón. La verdad sea dicha esas gentes, entre las que nos incluimos, no son pocas. Contra lo que pueda pensarse o creer el sentir amante y enamorado, y el dolorido sentir, son más cotidianos y frecuentes de lo que las estadísticas, tan engañosas, indican.
Nuestra humanidad de hoy, al igual que la de ayer, vive más con el corazón que con el cerebro. De ahí que los viejos cantares de ninguna manera nos sean ajenos a ninguno de nosotros.
Hacer un recorrido por los cantares de la tierra caliente no deja de ser una lección de vida permanente. Veamos lo que expresan y manifiestan las viejas coplas:
“Los que tienen que comer/ del pobre no son amigos,/ se hacen los desconocidos/ hasta sus propios parientes.”
Así es. Y, como decía Salomón, nada nuevo hay bajo el sol, por más que nosotros lo pongamos en duda. Los cantores de la tierra caliente no nada más se deleitan en las sentencias. Ellos nos revelan juegos verbales que superan en mucho a las enrevesadas letras de los raperos actuales, y con mucha más gracia. Veamos:
“Anteanoche a media noche/ salió el sol a mediodía./ Un ciego estaba escribiendo/ lo que un mudo le decía./ El sordo lo estaba oyendo/ para contarlo otro día”. Y continuaba así:
“¿Dónde estás maldita suerte/ que no te puedo encontrar?/ A solas quisiera verte/ para poder disipar,/ pues antes dame la muerte…/ me quitarás el pesar.”
Si hablamos con la gente de hoy, de tacón y dedo gordo, que va por esas sendas urbanas arrastrando sus pesares, descubriremos que el alma de estas coplas está más viva que nunca. Nada es ayer en la emoción del cantar:
“Que triste me considero./ No encuentro ningún consuelo/ ni quien se duela de mí./ Ya la figura perdí/ porque créditos no tengo,/ con muchas calamidades/ yo en el mundo me mantengo.”
Coplas, raras vueltas de la vida, que hoy siguen cantando ciegos y lisiados en los vagones del Metro de la ciudad de México. A la salida de la estación de Bellas Artes, nosotros hemos oído cantares como este:
“Soy pobre de nacimiento./ Una limosna, por Dios,/ un pesito que le sobre/ en su cartera, Señor./ Sé que hoy no sobra nada/ a nadie, mas pienso yo,/ que aún sin sobrar bien se puede/ dar algo si es que hay amor.”
Curiosamente se trata de una copla de la tierra caliente que vaga por la gran ciudad en los labios de un pordiosero cargado de años y de penas. La gran ciudad suele ser refugio de exiliados perennes de todas las tierras y todas las provincias. De ahí que en ella nos encontremos, donde menos se piense, con semejantes primicias poéticas-musicales.
Las coplas de la tierra caliente se arraigan, sobre todo, en el corazón de su gente y allí donde nacieron. Es ahí donde, a campo abierto, uno puede escuchar cantares que dicen:
“Cielo para que nací/ en tan crecido conflicto,/ como me ven pobrecito/ ya no me quieren hablar./ Todos se han de imaginar/ que algo les iré a pedir,/ no tengo más que sufrir,/ pues así me convendrá.”
Hay una suerte de resignación ante el dolor en esta copla, como en todas las que nacen directamente del corazón del pueblo. El pueblo siempre ha cantado así y no de otro modo. Su canto se hunde en el drama de la pobreza o se ríe de esa pobreza. Veamos:
“Soy pobre y me convencí/ que ya nunca seré rico,/ pero ya que estoy aquí/ ¡viva el jarabe de pico!/ No me voy a acongojar/ porque no tengo dinero/ tampoco voy a robar/ ni andarme de pero y pero/ yo me voy a divertir/ a mi sencilla manera,/ pues al fin me he de morir/ como el rico, aunque no quiera.”
Filosofía. Resignación. Saber y sabor. Todo eso y más nos enseñan estos cantares, de ninguna manera enterrados por las efímeras baladitas y otros soniquetes del momento, que pasarán sin pena ni gloria, mientras que esos viejos cantares seguirán emocionándonos donde quiera que los escuchemos.
* Poeta y periodista andaluz