Por Iván Escoto Mora*
El pasado 3 de marzo estuvo en México Amartya Sen, filósofo y académico de la India, Premio Nobel de Economía en 1998. Recordó una de las grandes contradicciones de la humanidad: la insostenibilidad del desarrollo en unos cuantos polos y la difusión de pobreza en gruesas franjas planetarias.
En torno a estos temas surge la gran interrogante: ¿realmente no hay suficientes recursos para satisfacer las necesidades básicas de la población mundial? La respuesta parece advertirse como una contundente negación para el autor de “Pobreza y hambruna: un ensayo sobre el derecho y la privación”. La problemática más grande en el acontecer humano quizá no es la carencia tanto como la desequilibrada distribución de la riqueza, hoy podríamos precisar: la desequilibrada distribución de la riqueza alimentaria.
¿De dónde viene semejante desigualdad? A lo largo de la historia los relatos de explotación cunden por los continentes de la tierra. América, África, Asia, el lejano y cercano oriente han sido objeto de incesante saqueo. Los países imperiales han dejado a su paso por la historia una estela de miseria gobernada por voraces ciclistas dispuestos a inclinarse ante el poder y patear a los desposeídos, pero: ¿cuánto es capaz de resistir la desesperanza antes de incendiarse en ira?
El 17 diciembre de 2010, desesperado por el cúmulo de imposibilidades, harto de la indolencia de su gobierno, hastiado del dispendio oficial frente a la miseria generalizada, Muhammad Buasisis, tunecino de 26 años decidió prenderse fuego ante las autoridades que, acostumbradas a la indiferencia, quedaron conmovidas por el enérgico reclamo.
La llama que prendió Buasisis ardió en la dignidad de sus hermanos, de sus vecinos, del pueblo homologado en abandono. La presidencia enquistada de Zine El Abidine Ben Ali fue depuesta y el dictador forzado retirarse.
El hambre y la indignación han sido el combustible que tras la protesta de Buasisis derivó en una lucha generalizada por varios países: Egipto, Yemen, Liberia, Arabia Saudita. Se espera que éste sea sólo el inicio. Ante el hartazgo de una vida postrada en hinojos, el caldero de la represión no podría sino estallar.
De dónde viene esta necesidad de acumulación que justifica en la mente del explotador toda suerte de procesos represivos, cómo defender el lujo estridente dentro un sistema de vida que no hace sino precipitar la muerte.
Desde el materialismo se afirma: “Los cambios de producción importan cambios en la historia”, pero de pronto pareciera que toda la historia es siempre igual y los procesos de producción sólo cambian para sofisticar la explotación y volver más eficiente la concentración, más pronunciada la acumulación, más abundante el exterminio.
En el estado esclavista el “pater familias” era dueño de vida y muerte de su prole. En el Estado moderno, los dueños de capitales aprovechan las condiciones de globalidad para asentarse y desaparecer caprichosamente de un punto a otro de la tierra, sus pasos siembran miseria bajo promesas de prosperidad relumbrante.
Emporios altamente tóxicos se asientan en países donde la ambición vuelve permisivas todas las prácticas y a cambio del precio de la corrupción se devastan poblaciones, se extinguen bienes naturales, se depreda la existencia.
Toneladas de divisas flotan de un lugar a otro en tanto que el hambre se empantana. Los pueblos se vuelven fantasmas habitados sólo por tolvaneras y silencios. La gente muere o huye; el exilio por razones de precariedad se transforma en constante entre las regiones explotadas y explotadoras. En este juego de servidumbre y desprecio, surge un mecanismo de enriquecimiento sostenido en las espaldas de la marginalidad: se recurre al mercado de extranjeros en tiempos de necesidad; se les persigue y deporta en tiempos de crisis.
Amartya Sen señaló en su visita a México un hecho que nos resulta palpable: Hoy mucha gente comerá menos o dejará de comer, otros en cambio comerán más y mejor. El derecho a la alimentación se ha vuelto un lujo, la hambruna una constante.
La dignidad en la condición humana no puede ser exclusiva de sultanes y potentados, sino patrimonio común en el ser que exige recobrar su vida. Cuántos hombres con la piel vuelta carbón hacen falta para asumir la existencia como patrimonio común y compromiso colectivo. Hannah Arendt señala en “Los orígenes del totalitarismo” que en la contemporaneidad: “Parece como si un hombre que no es nada más que un hombre hubiera perdido las verdaderas cualidades que hacen posible a otras personas tratarle como semejante”. ¿Será que después de tanta civilización, para tener derecho a lo fundamental, se debe volver a la barbarie? En el fondo de la historia nada cambia, todo es la prevalencia del más fuerte.
*Lic. en derecho y filósofo/UNAM.