Nacional

Una tarde con Juan Manz

Por domingo 12 de junio de 2011 Sin Comentarios

Por Juan Diego González*

Llegué a la casa de Juan Manz ubicada en la colonia norte de Ciudad Obregón. La tarde, si bien soleada y brillante, era sumamente agradable. Juan tenía una lectura poética en el museo “Lombardo Ríos” de Navojoa y hacia allá nos dirigimos. Tomamos la avenida Nainari hasta que topara con la Jalisco para meternos en el tráfico que sale de la ciudad hacia el sur. Es muy reconfortante viajar hacia el sur, porque se ve todo el valle, con sus campos extensos y llenos de vida. Algunos ya estaban levantando el trigo y las pajitas sueltas corrían ena­moradas por el viento.

Conocí al poeta Juan Manz allá por 1999, cuan­do fue a Hermosillo a presentar el libro “Violento el mediodía” (UNAM 1998), una edición de la colección El ala del tigre dedicada a cuatro poetas del norte. Desde entonces empezamos a cultivar una amistad muy estrecha. En esa edición Manz participó con su li­bro “Ciudad de siempre”. En el camino aprovechamos para hablar de la familia, los viajes, el campo y sobre los proyectos de Escritores de Cajeme A.C., asocia­ción de la cual somos integrantes (Juan Manz es el presidente), sobre todo de la muy cercana posibilidad (sueño) de publicar un libro con el sello nuestro.

Dejamos atrás los tractores, las chivas, los vaque­ros a caballo, las sillas preciosas de guásima y la tar­de nos condujo a otro mundo o quizá otra dimensión. Juan mencionó que le gusta visitar Navojoa porque sus raíces son de ahí. Su madre nació en la llamada Perla del Mayo. Le contesté que cada vez, cuando pasamos el puente para entrar a la ciudad, es como cambiar de realidad y entrar a otra diferente.

Seguimos la avenida principal y en la famosa cu­chilla de Navojoa dimos a la derecha y seguimos una rotonda (nueva para mí, hace veinte años que no venía), Juan me dijo que tomara la avenida No Re­elección y siguiera al sur, siempre al sur diría Borges. Por si acaso, nos detuvimos a preguntar en un OXXO (benditas tiendas establecidas para salir de apuros y refrescar la garganta). “Dos cuadras adelante está el museo” dijo el chavalo.

Al llegar, el lugar desprendía vitalidad: unos muchachos ensayaban danza tipo jazz en una ex­planada. Como tres intentaban sacar una pieza con sus guitarras. Bajo un tejabán, un grupo de danza folclórica le metía energía a sus pasos bajo la dirección de un joven maestro. Juan se adelan­tó, mientras yo estacionaba el auto. Definitiva­mente me gusta Navojoa, como si la vida se que­dará estática, como crecer si envejecer, como los peces de una pecera, con colores esplendorosos pero detenidos en un cubo de agua cristalina.

Resulta que el edificio del museo es la anti­gua estación del tren, lugar lleno de historia. En eso, escuché la voz de Juan que me llamaba. Entramos a un salón pequeño. Todo estaba listo para el programa “Luna Azul”, coordinado por Elía Casillas (poeta y amiga nuestra), en el cual invitan diversos conferencistas y escritores. Es cada dos miércoles y se extiende la invitación a todo público. En esta ocasión, el salón se saturó de jóvenes del Cobach. Los asistentes inquietos, hacían sonar la cortina de la entrada echa de puros caracoles hasta que Elía dio la pauta para iniciar y presentó a Juan Manz como el laureado poeta de Ciudad Obregón.

Después de los aplausos tímidos, la voz de Manz se volvió poesía para atrapar a los jóvenes, quienes qui­zá esperaban aburrirse, pero para su sorpresa, la pa­labra los hechizó por espacio de una hora pasadita.

Así, a cada verso del poeta pegado a la tierra, por­que igual que su padre y ahora sus hijos, todos son agricultores, hieren la tierra para sembrar semillas de esperanza, porque al final de la siembra, el producto se vuelve alimento. Los minutos iban y venían, como vals en primavera y las flores de la palabra emergían potentes.

Por momentos, Juan interrumpía su lectura para interactuar con el auditorio. Le preguntaban sobre su inspiración, cuando se dió cuenta que era poeta, sus temas principales. A todo esto, el bardo de Obregón contestaba con modestia y precisión. Con el caminar de la poesía, llegó la noche temprana. La despedida se hizo, promesa de volver.

Se apagó el día para encenderse las farolas. Juan Manz estaba contento con el brevísimo viaje a Navo­joa. Nos regresamos por el mismo camino para volver a la realidad, nomás en cuanto cruzamos el puente del río Mayo. Las luces de los otros carros pasaban como gigantes cocuyos. El regreso a Cajeme fue más corto. Dejé a Juan en la entrada su casa. Nos des­pedimos, me subí a mi carro (se me olvidó decir que fuimos en el carro de Manz) y enfilé por la avenida California, rumbó a mi casa, en Cócorit.

*Docente y escritor sonorense

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