Por Faustino López Osuna*
Recién terminados en 1966 mis estudios de economía en el Instituto Politécnico Nacional, becado por la Federación Mundial de la Juventud Democrática para hacer un posgrado sobre Historia Moderna y Contemporánea en Bulgaria, en 1967 enfilé, con un gran baúl de ilusiones a cuestas, rumbo a Sofía. Llegué, vía Montreal, al viejo continente, en un vuelo de KLM, la línea del país que tiene a los tulipanes como emblema nacional, haciendo escala en Ámsterdam. Por cortesía de la aerolínea, lo llevan a uno a un paseo a la ciudad, ofreciéndole alguna bebida. De Holanda se pasa a Austria. En Viena se tarda más para transbordar. En aquel tiempo del bloque socialista, aparte de utilizar la línea nacional del país sede, la capital austriaca era el último aeropuerto capitalista, donde se adquirían con dólares, al por mayor, los productos americanos, como cigarrillos, vinos y perfumes, que no se encontraban en los países socialistas.
Ajustando el horario, deduje que me quedaban dos horas libres para continuar a los Balcanes. En contraste con Ámsterdam, el paisaje vienés era extraordinariamente hermoso, con bosques de un esplendor único y palacios como obras de arte de los mejores pintores del mundo, que invitaban a permanecer más tiempo contemplándolos. Recordé escolarmente que el nombre de Viena es de origen alemán: Wien, antiguo corazón del Imperio Austrohúngaro y que se erige magnificente como puerto fluvial a orillas del Danubio o Donau, también en alemán, siendo el río más largo de Europa después del Volga, inmortalizado, como se sabe universalmente, por Johann Strauss. Haciendo tiempo, di por ambular por las amplias salas del puerto aéreo, observando infinidad de artesanías en porcelana, hasta topar con un restaurante con el techo volado más alto de cuantos había conocido hasta entonces. Inmenso. Impresionante. Saturado de clientes quienes, por su vocinglería en todos los idiomas, lo convertían en una Babel. Decidí tomar un café y sentí alivio que inmediatamente, casi a la entrada, estaba la barra. Me senté esperando servicio, pero nadie me atendía. Las empleadas, enormes vienesas, de blanco, con cofia, pasaban de largo con sus charolas y algo me decían en austriaco que yo no entendía. Hasta que noté que nadie más que yo estaba sentado ahí. Y comprendí que era la hora del café, pero en las mesas. Así que me cambié de lugar al primer asiento que quedó vacío y de inmediato fui atendido.
Ahí tuve dos experiencias inesperadas. La primera, banal, fue que en medio de aquel ensordecedor barullo, de pronto, desde el remoto fondo del restaurante alcancé a percibir palabras en español de un parroquiano de obvia nacionalidad, que platicaba a gritos, con muchas zetas. Me sentí como un náufrago rescatado de un encrespado mar de confusiones con violentas olas de alemán, inglés, ruso, francés, portugués, valón, serbocroata y quién sabe qué tantas otras lenguas pronunciadas al unísono. La segunda experiencia me resultó más que impresionante. Cuando me fui a sentar a la mesa, quedé de espaldas a la entrada. Pero cuando cubrí la cuenta y giré para salir, alcé la mirada y quedé asombrado al contemplar, cubriendo toda la parte alta de la pared, ampliado con la monumentalidad de un mural, el inmortal “Guernica”, de Pablo Picasso, de aproximadamente 20 metros, de izquierda a derecha, y diez de alto. Yo sólo lo conocía en reducidos centímetros en páginas de libros de arte o en diccionarios ilustrados.
Me sentí único, como dicen que se sienten los argentinos. Como si Europa me hubiera recibido a mí de esa manera. Mi admiración por aquella obra de Pablo Ruiz Picasso, su nombre completo, me había llevado a saber que el autor había nacido en 1881 en Málaga, España, y que vivía, de 86 años de edad, en Francia, creando aún obras inmortales, para bien de la humanidad, cuyo arte multiforme evolucionó con la diversidad de su genio, de la época azul (1901-1904) la época rosa, el cubismo y el surrealismo (1926-1936), hasta el expresionismo, en el que creó “Guernica”. Sabía, también, que Guernica era la capital política de Vizcaya, España, y que había sido destruida en 1937 por un bombardeo nazi contra los republicanos y en apoyo al fascista Francisco Franco Bahamonde, “Caudillo de España por la Gracia de Dios”, como se leía en la peseta española durante su larga dictadura. Conocía la anécdota de que, cuando irrumpieron en el estudio de Picasso los alemanes de la Gestapo de Hitler durante la ocupación de París, al ver su lienzo le preguntaron al artista si él había hecho eso, contestándoles: “Yo no. Ustedes.”
Contemplar la reproducción en mural del “Guernica” en el aeropuerto de Viena, aquel 1967, me hizo recordar que el célebre cuadro se encontraba en el Museo de Arte Moderno de Nueva York a partir de 1939, con instrucciones del propio Picasso de que no fuera llevado a España hasta que retornara allá la democracia.
*Economista y compositor.