Aún están de pie alguno de tus viejos locales, pequeños puestos de madera de pino rustica que parecen desafiar al tiempo. En ellos continúan encerrados una diversidad de sonidos y olores que al pasar muchos años y regresar, disparan en mi un torrente de recuerdos. Ahí están los ganchos herrumbrosos donde se exhibían los trozos de carne al aire libre, pedazos expuestos al polvo y a la temperatura quemante de mi tierra desde luego que sin algún recato sanitario.
Al caminarlo escucho de nuevo el zumbido de las moscas al levantar el vuelo, asustadas por la llegada de algún cliente madrugador. Moscas que nublaban los establecimientos. Conservo el extraño y desagradable siseo de estos insectos. Veo la alfombra negra de moscas muertas alrededor una cacerola del veneno rojo, tratando el comerciante eliminar aunque sea algunas ya que venían como nubes negras contra la carne. Abajo siempre, un tropel de perros callejeros mirando hacia los trozos sostenidos en el metal oxidado; quizá envidiando al enjambre de voladoras que si lograban chupar la sangre de los chamorros o esperando la compasión del carnicero y que les arrojara un pedazo cualquiera.
Resuena en mis oídos el ruido amenazante que produce el frote del cuchillo contra la chaira de acero en busca de filo para lograr mejores cortes. Este sonido era continuo, intenso como si fuera compulsión del tablajero que en afán de matar el tiempo o de cautivar el oído de la mujer de los obreros que a diario hacían las compras por carecer de aparato enfriador para conservarla. Desde las cuatro de la mañana eran desfiles de comensales buscando llevar el alimento a las mesas de Costa Rica. Cierro los ojos y viene a mí el colorido abigarrado y fascinante de la diversidad de frutas, verduras que iban del amarillo hasta en verde en sus distintas tonalidades. Muchas de ellas casi frente a mi vista, colgadas en cordeles o en depósitos al alcance de mis manos pequeñas cuando niño.
En estos ixtles colocaban racimos de plátanos en diferentes estados de maduración y por lo mismo en varias tonalidades de color, además chiles anchos, hojas de maíz secas para envolver tamales. Todo lo tenía frente a mí, tan cerca estaban que si te acercabas sin precaución podían lastimar tu vista.
Todo era ofertado por comerciante, como unos señores de apellido Leal, Modesto Zambada, Librado Nevarez, Manuel López todos ellos en la variedad de cárnicos. Otros, como Manuel Parra, Beto Paredes en frutas y verduras, Chema Lara, Tulita Elenes, el güero Monarrez Chuy Reyes y Pancho Leal en abarrotes y desde luego muchos que se me escapan de momento. Aún rechina en mis oídos la carreta de mulas que estaba a cargo del Goyo Hidalgo y de su compadre Mayo Zambada que desde las primeras horas del día arrastraban la carne desde el Rastro Municipal hasta los puestos de venta.
El Mercado Viejo sigue sin cambios estructurales, compuesto de tres tiras de locales colocados de manera paralela, construidos con pino y techo de lámina de cartón, con pasillo a lado y lado. Las columnas se extienden del oriente hacia el mar y de vecinos tiene aún al Billar «El Toro Manchado» y al poniente la calle de los camiones y la Refresquería Espinoza El piso como el de todo el pueblo y, para no desentonar era barrial puro que en tiempo de secas polvo y en lluvias lodo; Barrial que batíamos los de la comunidad con los pies calzados, otros descalzos y bien parecía champurrado. Sigue de pieesperando que lo derrumbe el tiempo El Mercado era simplemente espectacular por sus perros flacos, moscas, el bullicio, la calidez de su gente, sus olores, colores, sonidos todo ello lo hacían especial ¿Cómo olvidar todo esto?.
En los mercados municipales se muestra el rostro del pueblo, las costumbres y el folclore, por supuesto que en este lo había a raudales, pero del lado poniente había de más, ya que era donde estaban los puestos al aire libre. En ellos se vendía gran diversidad de productos entre otros, jugos de naranja, toronja, zanahoria que muchos obreros compraban antes de entrar al Ingenio en el turno de las seis. También había mesas con Menudo y ahí se podíasencontrar a los «amanecidos» que tras noche larga de juerga llegaban a desayunar. Había a la venta pescado, mariscos frescos, atole de pinole, churros, hot cakes, generalmente estos productos los encontrabas en tiempo de frio y, desde luego que no faltaban los merolicos ofertando medicina para las lombrices, para los callos, para el cansancio y otros remedios milagrosos por lo que no cesaban de gritar. Las ollas de menudo eran enormes y estaban montadas en braceros que las mantenían calientes a base de carbón de mezquite que ardía, tanto que si te acercabas mucho recibías las chispas que de repente despide este vegetal carbonizado. El menudo lo servían con caldo y grano o con pata y garra desde luego que eran de diferentes precios, pero eso sí, siempre acompañado de chile chiltepín molido, cilantro o yerbabuena al gusto. Allí atendían la Naty del Moreño, Martha Salazar que además de llenarnos la panza hacían su labor social; curar crudos que no éramos pocos. Otro puesto que adornaba de manera especial la mañana era un local semifijo contiguo al abarrote del Pelón Monarrez y a las mesas del menudo. Este estaba adornado de garrafas de vidrio que contenían aguas frescas de diversos colores, entre otros horchata que es blanca, Jamaica de color rojizo, tamarindo de color café, sandia, de color rosado, limón de color verde; otros que el Popochas Cárdenas anunciaba a los comensales mañaneros de la manera siguiente Horchata, elaborada con hielo de Culiacán y agua de San José- remataba con lo siguiente ¿Va a querer agua? lo repetía de manera compulsiva tanto que al final parecían letanías.
Las mesas de pescado, los puestos de atole, gorditas, churros, hot cakes, jugos, aguas frescas, menudo y la disposición abigarrada de las mesas, sillas, cables de corriente eléctrica que muchas de las veces representaba un riesgo de electrocución, focos, gritos, locos, cuerdos, marihuanos, crudos, borrachos, limosneros, trampas que bajaban del tren carguero, obreros en tránsito hacia el Ingenio azucarero, Don Evaristo cobrando impuestos municipales a los vendedores, moscas y perros callejeros hacían única e inolvidables esas mañanas.
¡Te extraño mercado de mil colores, mercado de mil olores y mercado mil sabores!
Tomado de mi libro «Se va a saber… Dijo Barrón
Nicolás Avilés González. Autor y médico.