Por: Teodoso Navidad Salazar
Eran las once de la noche. Apenas me había tendido en la cama, intentando dormir, cuando timbró el teléfono. Era mi hija Irma, la más chica. Papá- me dijo- se fue la abuela. Ella y una sobrina, habían quedado al pendiente muy cerca (hasta donde se lo permitió el personal médico), de terapia intensiva, donde mi madre yacía, después de que se le había puesto un marcapasos aquella mañana del frío mes de enero; algo sencillo, se dijo, y no sé, qué situación alteró su presión sanguínea y vino el infarto aquella noche, que se la llevó para siempre.
Mis hermanos y yo, habíamos permanecido todo el día desde que ingresó a la clínica, esperando que todo saliera bien; muchos de sus nietos, bisnietos y amigos de la familia, también estuvieron pendientes. Había entrado a la clínica, por su propio pie. Antes de internarse, le jugué algunas bromas y platicamos un buen rato.
Más allá de achaques propios de la edad, conservó siempre buen humor. Estuvo rodeada siempre de los hijos, gran número de nietos, bisnietos y tataranietos. Los fines de semana era la locura en la casa de mis padres. Mi madre siempre supo de quién era tal o cual nieto o bisnieto, en cambio mi padre se dejaba querer o apapachar pero en ocasiones estoy convencido de que no sabía quién era el que lo abrazaba; él mismo sacaba bromas de ello, cuando se le preguntaba -¿quién soy yo?, Tata- Mi padre solamente reía, buscando comprensión a sus momentos de olvido.
Creo que todos en casa reconocimos el liderazgo que mi madre ejerció en la familia. También creo que su fuerte carácter fue el escudo para conducirnos; era necesario hacerlo para no perder el rumbo. Estudiamos porque se aferró a que era la única forma de salir de la miseria en la que habíamos nacido y crecido. Fue de una inteligencia natural. No sé cómo adquirió tantos conocimientos; leyó mientras se lo permitió la buena vista; escuchaba programas informativos y recreativos en un viejo radio “Magestic” de baterías, manteniéndose al día sobre el acontecer diario, mientras realizaba tareas domésticas.
Las condiciones de vida de la comunidad eran deprimentes, pero ella fue limpia a decir basta; cuidadosa de la higiene en la comida, la ropa de sus hijos y su esposo. Hervía el agua para beber y con la que cocinaba, cuando se introdujo la energía eléctrica, presionó de manera sutil a mi padre (que se resistía a la modernidad), para que contratara el servicio y lo logró. Cuando sus ojos fueron perdiendo luz, su caminar se tornó inseguro, la percepción visual no mejoró, aun cuando le fue instalado un lente intraocular. Sin embargo, no perdió la emoción por la vida; creo que poco después de que mi padre se fue, empezaron a pesarle los años. Habían vivido unidos por más de setenta años, en las buenas y en las malas; sin papeles que ataran, hasta que los documentos oficiales, personales y de los hijos reclamaron orden en los apellidos y se casaron por el civil, después de haber tenido trece chamacos.
Escuché muchas veces cantar a mi madre. Era entonada y conocía el cancionero mexicano; tal vez su parentesco con viejos y empíricos músicos de El Limón de los Peraza, municipio de San Ignacio, Sinaloa (de donde era originaria), algo le había heredado. En la soledad de las comunidades donde vivió con mi padre, cantaba a pecho abierto melodías clásicas del cancionero mexicano.
En sus primeros años de vivir juntos fueron felices viviendo en los ranchos y les iba bien en las siembras de autoconsumo, pero cuando las lluvias dejaron de ser abundantes y con ello la buena cosecha desapareció, mis padres buscaron nuevos horizontes. Él, encargó a mi madre y a mis hermanos mayores, con mi abuelo materno, y se vino a la comunidad de Sanalona, municipio de Culiacán, donde le habían informado sobre la construcción de una presa, y abundaba el trabajo. Vino con la promesa de volver por los suyos en cuanto se estableciera.
Pero mi padre era campesino, no obrero; no se adaptó al trabajo que en aquellas circunstancias traía muchos riesgos, por el uso de barrenos para dinamitar la roca donde se trabajaba noche y día en la construcción de aquel embalse, sobre el cauce del río Tamazula.
Convencido de que aquello no era lo suyo, mi padre fue por su familia y bajó a la costa. Llegó a Costarica, un asentamiento en ciernes en los años cuarentas, donde se construía la fábrica de azúcar, que después se convertiría en un emporio, dando empleo a cientos de familias venidas de muchas partes del país. Pasado un tiempo mis padres se establecieron en el campo agrícola Mezquitillo, La curva, que albergaba a gente venida de los altos de Sinaloa, pero también de Guanajuato, Zacatecas, Coahuila, Jalisco y Michoacán.
Era importante esa comunidad; con movimiento económico. Por ese tiempo se había inaugurado la carretera Culiacán- Eldorado, y miles de hectáreas era sembradas de hortalizas, por los agricultores griegos y mexicanos. El Mezquitillo, tenía hospital, grandes abarrotes y tres cantinas, donde los hombres se solazaban después de las jornadas o fines de semana.
Mi padre trabajo en mil empleos, hasta que logró un pedazo de tierra en lo que después se denominó ejido Mezquitillo, en la sindicatura de Costarica. Entonces combinó la actividad del campo con la venta de mercería los fines de semana, en los campos aledaños al ejido, hasta que se dedicó por completo a la venta de mercería y ropa en menor escala. Siempre pensaron que estudiar era la única forma de que salir de la pobreza, por ello se empeñaron en que fuéramos a la escuela. Los más grandes no tuvieron la oportunidad, pero apoyaron para que los más chicos lo hiciéramos. En esa forma, empezó a labrarse el destino de la familia, que ha permaneció unida hasta nuestros días.
Pocas veces escuché discutir a mis padres. Sin llegar a la sumisión, mi madre siempre le guardó un profundo respeto, gracias a su responsabilidad con la familia y su trato considerado. Jamás escuché de los labios de mi padre palabras que la ofendieran. Sin ser un hombre “dejado”, transigía cuando él creía que mi madre tenía la razón y siempre llegaban a un acuerdo.
La Partida
Llegado el momento de la partida rumbo al cementerio, sentí que las fuerzas me fallaban y no pude o no quise, ver la etapa final del ritual de la muerte. Con la partida de mi madre, y la de mi padre hacía siete años, algo terminó por romperse en mi interior; mi alma de niño que los idolatró por siempre, supo que aquello no tenía retorno; así era la vida y esa era la muerte. Yo, que tantas oraciones fúnebres he dicho ante la tumba de compañeros y amigos que se han ido, fui incapaz de presenciar la desaparición terrenal de su cuerpo, aquel cuerpo que me dio la vida.
El cortejo fúnebre avanzó lentamente. Me quedé en casa, enmascarando mi dolor, recogiendo lo utilizado en dos noches en que fue velada, en su casa (porque hasta eso, había dispuesto ella, y aquello había sido una orden), no fui al panteón. No hubo despedida. Creo que nos habíamos dicho todo, en tantos años en que caminé cerca de ella y de mi padre; en que observé, cómo los años dejaban su impronta en su cuerpo. Disfruté sus alegrías y sus enérgicos regaños y muchas “cintariadas”; y me angustiaba cuando algo le afligía.
Fui de los hijos más chicos (no consentido), tal vez el más inquieto, el más aguerrido, el que tantos dolores de cabeza di a ambos, pero también, como mis otros hermanos, no defraudamos, ni nos fallamos. La vorágine de la vida no nos doblegó y sobrevivimos en las procelosas aguas en las que nos ha tocado navegar, para que nuestras familias tengan una vida más digna, sustentada en valores universales que le dan sustento al ser humano, que fue a lo que ellos aspiraban.
A tres años de su partida la recuerdo como si la estuviera viendo; llamando la atención a mis hermanos o a mí, porque así de viejos nos reconvenía siempre cariñosa. Ejerció su liderazgo hasta el final, sin perder su voz fuerte y su alegría; la sigo recordando con dolor que pulsa el corazón. Mi madre solía decir “Esta familia salió de la nada.
Nada teníamos cuando tu padre y yo nos juntamos. El mejor patrimonio son ustedes. Nada les dejamos, solo lo que han logrado a través de sus estudios y dedicación. Sus familias deben ser mejores que la que nosotros formamos; que vivan de otra manera”. Creo que al final del día, lo lograron; se cumplió su aspiración.
*La Promesa, Eldorado, Sinaloa, abril de 2017. Sugerencias y
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