Por: Irma Bustillos
Soy un pequeño objeto de metal que algún desocupado con mucho ingenio me inventó hace muchos años. Soy una tijera, yo soy pequeñita, bueno, antes era más grande pero de tantas veces que me han afilado me han ido haciendo chiquita.
No creo que mi dueña deje que cualquier persona me afile, ella es muy especial. Yo he compartido con ella muchos ratos de penas y también de alegrías porque siempre me ha traído en su bolsa. Ella es modista y trabaja en una gran empresa, ahí nada más les dicen “operadoras”, pero a ellas no les importa mucho el nombre. Cuando me compró me hizo grabar sus iniciales en uno de mis lados. Me dio mucho gusto, pues sentí que desde ese momento le pertenecía por completo.
A ella le gusta mucho soñar, es muy romántica y más de una vez ha vivido historias tristes o felices sentada trabajando en su máquina. A veces cuenta, antes contaba más. Cuando me fui a vivir con ella se la pasaba contando, ahora se le ha hecho una arruga en la frente y está mucho tiempo callada. Yo creo que piensa mucho, porque a veces está muy contenta cantando y de repente se calla y trabaja más rápido. A mí no me gusta eso porque me deja tan rápido sobre la mesa que ya me he caído más de tres veces al suelo, claro que me recoge rápido, me pide disculpas; no le gusta que pase eso porque me desafilo y es cuando tengo que ir al afilador. Ahí es donde me hacen más chiquita.
En ocasiones, el ruido de las máquinas cuando trabajan los obreros es tan rítmico que llega a ser musical. Una vez me perdí, duré como dos meses en un lugar muy oscuro y estrecho; lo bueno es que no necesito del oxígeno para vivir, si no, no les pudiera estar contando mi vida. En ese tiempo que duré perdida pasaron muchas cosas de las que no me enteré. Cuando, por fin, me sacó de ese lugar oscuro no se puso tan contenta como yo esperaba, solamente sonrió, me hizo una caricia y me dejó sobre la mesa.
Después la oí llorar muchas veces y repetir entre dientes el nombre de un hombre que yo ya había oído antes. Otras veces la oí reír y gritar feliz el mismo nombre, pero siempre así: apasionadamente. Yo quería decirle algo, reír con ella o consolarla cuando estaba tan triste, pero aunque estuviera cerca de mí no me miraba. Un día llegó a casa más triste que de costumbre, pero no venía sola, alguien la acompañaba. Él venía muy serio, se sentó en el sillón de la sala, como quien se ha sentado en el mismo sitio muchas veces. Ella le trajo una copa sin preguntar cómo la quería, como quien ya sabe lo que le gusta a la otra persona. Yo miraba todo eso atónita en el mismo silencio que estaban ellos.
Cuando mi dueña iba a tomar de su copa, de repente puso la copa sobre la mesa y comenzó a llorar con un llanto silencioso que hasta mi corazón de acero se estremeció. Lo que más me dolió fue que él no trato de consolarla, se quedó muy serio y apuró su copa de un sorbo, se levantó y le preguntó si lo tenía decidido.
Mi dueñita dejó de llorar y muy seria dijo que sí, que ahora estaba más segura que nunca. Él la miró un momento y con las manos en los bolsillos se dio la vuelta y salió de la casa con paso lento, yo comprendí que no regresaría, mi dueñita también lo sintió así y no trató de detenerlo. El llanto comenzó de nuevo a caer silencioso por su cara, a esas alturas mi pobre corazón ya no aguantaba más y comenzó a llorar una pequeña gota de aceite.
Mientras yo lloraba no me di cuenta a qué hora mi pobre dueñita llegó hasta mí y me apretó muy fuerte, acercó mi filosa punta a su muñeca y empezó a presionar, quise gritar, volverme blandita para no penetrar en su delicada piel, pero empecé a sentir un líquido viscoso llenando mi pobre cuerpo, y todo se volvió oscuro, de pronto me aventó lejos de si y fui a dar al suelo con mis ensangrentados brazos. Al mismo tiempo que mi dueñita gritaba con un gemido que me hizo temblar: “¡No!” No nos destruirán, tenemos que vivir con él o sin él, yo lucharé por ti y por mí, no nos destruirán, marcó un número de teléfono y al poco rato llegaron unas personas y se fue con ellos, no supe cuánto tiempo tardó en regresar, pero cuando volvió venía muy tranquila, pero muy triste.
Ya les he dicho que de un tiempo para acá no me hacía mucho caso, en esta ocasión fue igual, no sé cuánto tiempo pasé tirada con la sangre reseca en mis pobres bracitos hasta que por fin un día me encontró; creo que me buscaba, pues me limpió muy bien, me aceitó, me puso en su bolsa y nos fuimos a trabajar.
Desde ese día ya no la oí llorar, se miraba triste, pero cada día menos. Empezamos a confeccionar unas pequeñas prendas y fue cuando volvió a sonreír; entonces yo empecé a comprender y me puse un poco celosa, pero muy contenta. Un caos, yo sirvo para todo desde para hacer un pequeño agujerito en la mamila como para cortar cintas adhesivas, cordones, listones, en fin, el pequeño bulto que trajo un día ha ido creciendo y llora a cada rato.
Pero yo estoy feliz de ver a mi dueña tan contenta, la otra tarde temblé pues el hombre que la hizo llorar aquél día, ¿se acuerdan?, llegó y hablaron un rato, ella muy firme le dijo muchas veces que no y cuando se fue, corrió a buscar a nuestra pequeña, la abrazó con tanta ternura que mi feliz corazón palpitaba como loco.
* Integrante del Circulo de Lectura CECUT, Tijuana, B.C.