Por: Teodoso Navidad Salazar
Fue don Francisco García Villegas, un hombre extraordinario. De buena estatura, blanco de piel y también lo fue en su anecdotario; chicos y grandes podían escuchar sin temor al doble sentido o la palabra altisonante. Siempre usó sombrero de palma económica. Por alguna razón siempre traía las piernas del pantalón, dobladas hasta un poco debajo de la rodilla. Tal vez para protegerlos de la cadena de la bicicleta, en la que a diario salía a ofrecer sus dulces. Estuvo casado con doña Consuelo Gamiño, con quien procreó a Santos, María, Juana, Guadalupe y Francisco, familia con la que me liga a la fecha una gran amistad.
Llegó a tierra sinaloense, procedente de Cuerámaro, Guanajuato, cuando la ola del reparto agrario cardenista, cubría gran parte del país. Fue amigo (como pocos), de mi padre, y ambos terminaros sus días siendo comerciantes: él, en la venta de los más ricos dulces; mi padre (varillero), llevando mercería a todos los rincones del valle, entre Costarica y Eldorado.
Don Pancho Dulces, se ganó a pulso el apodo. Cansado de trabajar de sol a sol, y con su numerosa familia, determinó ya no trabajar con patrón, según comentó un día. Se fue al monte y seleccionó una gran biznaga que, azucaró; fue la novedad entre chicos y grandes. Así inició su carrera de dulcero. Día a día, recorría rancherías cercanas al campo Mezquitillo, donde residíamos, ofreciendo sus golosinas, que no únicamente consistía en biznaga, sino también en cajeta de guayaba y membrillo, alfajor de coco, dulces envueltos en papel celofán, entre otros.
Exponía sus dulces primero en una gran canasta y posteriormente en una caja de madera, que adecuó a la parrilla de su inseparable compañera: su bicicleta. A diario guardaba sus ganancias en un bote de hoja de lata. Monedas de cinco, diez, veinte y cincuenta centavos, y alguna que otra de peso.
Cuando se repartieron las tierras del griego Chaprales, que dio origen al ejido Mezquitillo número uno, pero que alguien bautizó como El Chapeteado, un gran número de familias que se habían registrado como solicitantes de una parcela, fueron beneficiadas con dotaciones que fueron desde las ocho a las diez hectáreas. Se formó una nueva comunidad ejidal con gentes originarias no sólo de Guanajuato, sino también de Zacatecas, Nayarit, Michoacán, Jalisco, y de algunos municipios de Sinaloa (San Ignacio, Angostura, Mazatlán y Culiacán).
Los nuevos ejidatarios empezaron a sembrar sus tierras con créditos facilitados por algunos particulares. Sembraban, pagaban y se les volvía a otorgar financiamiento y así, hasta que a través de la banca oficial, hubo créditos financieros más blandos y pudieron sembrar con más holgura.
En cierta ocasión, un grupo de ejidatarios, entre ellos, don Pancho Dulces, vinieron a Culiacán, para cobrar la cosecha vendida a un particular a quien le habían vendido, quien les hizo el pago con cheque. Algunos acudieron al banco y lo cambiaron, luego decidieron ir a una cantina llamada Jardín Cerveza Guadalajara, ubicado por el boulevard Emiliano Zapata, insistiéndole a don Pancho Dulces para que los acompañara en la convivencia motivada por el cobro de la cosecha de ese año.
Ante tanta insistencia, el buen hombre, consideró que era un desaire negarse a la petición, por lo que no muy convencido se sumó al grupo. Todo era dicha y felicidad entre el nutrido número de campesinos, de ropa humilde, sombrero y huarache. Las horas transcurrieron entre risas, bromas botanas y cervezas casi a punto de nieve, en el citado Jardín, que de jardín, no tenía nada. Las guapas meseras en un interminable ir y venir, trataban de mitigar la sed de los sedientos parroquianos. Muy cerca de la mesa de los ejidatarios, convivían un grupo de jóvenes, que a leguas se veía eran estudiantes y que habían asistido a beber sólo un par de cervezas.
No faltó, quien del grupo de campesinos les invitara una tanda, y luego otra, cosa que agradecieron los chicos. Pero a estos les dieron la mano y agarraron el pie, y cuando menos pensaron los campesinos, aquellos muchachos ya estaban sentados con ellos, exigiendo beber como si fueran parte del grupo. Lo que molestó a algunos, por el abuso. Otros no dijeron nada, pero la alegría antes descrita, se acabó.
El ambiente se volvió tenso y empezaron las indirectas por parte de aquellos jóvenes irreverentes, que exigían se les siguiera invitando. El caso es que se hicieron de palabras y en un momento, no se supo cómo, empezaron los golpes, volaron silla, botellas, cubetas, y las mesas quedaron “patas parriba”. La gente empezó a correr rumbo a la puerta, las meseras y los cantineros se refugiaron tras la barra de cemento, esperando el desenlace. Agachándose y viendo pasar las botellas que se estrellaban en las paredes.
Aquellos pobres hombres acostumbrados a las duras faenas del campo, pero no a la lucha cuerpo a cuerpo o los golpes, no se arredraron y les hicieron frente a los peleoneros muchachos. Al final de la pelea, que se detuvo porque alguien gritó, con la idea de que aquel zafarrancho concluyera, que venía la policía, el cuadro formado por aquellos hombres del campo, era deprimente.
Algunos empezaron a buscar sus sombreros que aparecían sin copa o con algún ala destrozada, otros buscaban algún huarache perdido en la refriega; aparecía otro sin una manga de la camisa, o despretinados, mojados por las botellas derramadas en el piso, chorreando sangre de nariz y boca o la frente, por el impacto de algún vaso o botella; en fin el estado de sus ropas y sus caras, no era el mejor.
Cuando el humo de los cigarrillos se disipó un poco y la luz que había sido apagada, se encendió de nuevo, los que habían permanecido buscaron la salida, y los ejidatarios hicieron lo mismo. Al pasar por una de las puertas de salida, uno de ellos, apreció la fresca figura de don Pancho Dulces, que había observado el zafarrancho de pie en el quicio de la puerta, sin sufrir ningún rasguño y con una cerveza en su mano derecha.
Panchooooo- le gritó uno de sus compañeros- ¿dónde estabas? Aquí, parado- contestó don Pancho Dulces, muy serio. ¿Por qué no te metiste?, ¿Por qué no te metiste?- gritó muy enojado otro.
Don Pancho Dulces, efectivamente, cuando vio que los ánimos se caldeaban, se retiró discretamente y permaneció expectante. Observando el desarrollo de los acontecimientos. Allí permaneció capoteando el vendaval. Sus ropas modestas no habían sufrido deterioro alguno. Su persona tampoco, y su sombrero de palma, estaba en su cabeza, sin ninguna lesión.
Otro de sus compañeros que no encontró un huarache, se acercó a don Pancho Dulces y le gritó muy cerca de su cara: Pancho! no vales madre…sï, no vales madre, por qué no te metiste a defendernos? ¡Es cierto¡ gritaron sus demás compañeros al unísono. ¡No vales madre Pancho…!
¡Es cierto,-dijo don Pancho Dulces, respirando profundo: No valgo madre. No valgo Madre- a la vez que se empinaba una cerveza media Pacífico bien fría, que al pasar entre su pecho y espalda, hacía el ruido característico del gluglú glugluuu, mientras sus compañeros “bramaban” de coraje y de impotencia, después de aquella pelea desigual….
* La Promesa, Eldorado, Sinaloa, enero de 2017
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Gran señor don pancho dulces ,asi como cada uno de los que formaron el ejido mesquitillo , y que se an ido algunos ya,recuerfos muy buenos gracias