Nacional

Llénate la boca de plomo

Por sábado 15 de octubre de 2016 Sin Comentarios

plomo boca

Por: Miguel Alberto Ochoa García

Dicen que el amor mató a mi padre, yo digo que lo mató la desgracia. Según cuentan en el pueblo, una mañana se fue a vender guayabas y no regresó. Mi abuelo, quien en ese entonces podía caminar, dijo que se fue corriendo detrás de la hija del sargento San Juan. Los amigos de la familia dijeron que fue amor a primera vista, que se trenzó de sus cabellos vírgenes en el mismo instante en que la miró y que luego, ya no pudo desatarse.

Ese fue el primer día que tu mamá estuvo en San Jerónimo. Estoy seguro que enamoró a más de un pobre diablo cuando desembarcó en el puerto. ¿Te dijo cómo fue que se enamoró de mi padre? Sabes, todos los días mi abuelito me decía el lugar donde llegarían más turistas al pueblo, después, muy rapidito, me iba corriendo hasta mi padre y mientras lo despertaba, le susurraba al oído lo que mi tata me había revelado. Yo fui el que le dije a mi papá que se fuera a vender guayabas a “donde los barcos duermen”, qué pendejo, de niño pensaba que los barcos se iban a dormir al muelle.

Se hizo tarde y mi madre lo quiso ir a buscar. Al salir de casa se encontró una amiga que le dijo que miró a Juan subiéndose a un barco en el muelle, que iba bien agarrado de la mano, y vestido como nunca lo había visto junto a la hija recién llegada del sargento San Juan. Mi mamá quedó estupefacta, para rematar, Martina se acercó y le dijo que había un tumulto de personas despidiendo el barco. La miré a los ojos, en ellos no encontré enojo, sino desconsuelo.

Me acuerdo: fuimos solos hacia el puerto. Una multitud de personas bien vestidas, de esas que gobernaban San Jerónimo con sus negocios, se despedían de los suyos. Mi madre alcanzó a mirarlo y comenzó a gritarle: ¿Nos vas a abandonar, Pedro?, ¿Dejarás solo a tu hijo? La voz de mi madre empezó a quebrarse en gajos. Las personas ahí reunidas nos miraban como si no fuéramos nada. No supe qué hacer, imagínate querido hermano, mi madre abrió los brazos y se puso de rodillas, mientras susurraba —o rezada— “No te vayas, Pedro”. Como tratando de convencer a Dios para que nos hiciera algún milagro, o nos hiciera milagro e irnos para siempre.

El barco tembló un sonido grave desde el fondo del mar para anunciar su viaje. Mi madre levantó su rostro y aun con su cabeza roja de tristeza miró a través de sus dos ojos la escena donde, sin saber por qué, mi padre se iba.

¿Mi padre y tu mamá, la hija del Sargento San Juan, agarrados de la mano? ¿Sordos entre la multitud? Parecían como en otra dimensión. Me tomó fuerte de la mano, nos abrimos paso entre las personas y gritó por última vez “¿Por qué te vas?” La hija del sargento San Juan volteó, nos miró brevemente, una mano la tomó del brazo; la mujer se resistió, sorprendida y la mano se hizo el cuerpo de un hombre al salir de la sombra. Miramos por última vez a mi padre.

No es necesario que me expliques nada, en cambio, yo te explicaré la historia. Mi madre se levantó del piso, se arrancó sus lágrimas y enjutó los labios, me dijo: “Hijo, cuando yo me vaya, ve con tu padre, y pídele lo que es nuestro.” Clavó sus ojos en mi alma, y escribió sobre ella una promesa que pienso cumplir. Nos quedamos detrás del horizonte, ahí en el muelle de las guayabas, mirando el barco irse. El barco se llamaba La Media Luna. Y me dijo: “Cuando llegues allá, Juan, tráeme un hijo con padre.”

Y aquí estoy, buscando hasta debajo de las piedras por un pedazo de respuesta, preguntándole a los fantasmas si conocen al esposo de la niña San Juan. Aquí estoy, con las respuestas que le saqué a los fantasmas. Mi Tata nos ordenaba ir a ciertos lugares a vender guayabas, según nos presumía, un desconocido le decía en qué muelle iba a llegar el barco más cargado de turistas. Una mañana fue diferente, diferente para toda la vida. Me encontré al Sargento San Juan, se acercó y susurró cual cómplice: “Como eres un niño muy bien portado, te voy a decir dónde tú papá y tú venderán más guayabas que nunca” Cuando terminó, desaparecí. Corrí muy rápido, ni cuenta me di cuando llegué a casa y le dije: “¡Despierta, despierta, despierta! ¡Despierta, Papito! ¡Viene un barco del tamaño de tres barcos juntos en el muelle! ¿Sabes dónde es, papá?”, amplió sus ojos madrugados y se fue.

Mi madre, antes de morir, me dijo que viniera. Nadie ha querido responder. ¿Si te desato la boca podrás decirme dónde encontrar a mi padre, hermano? Si gritas, disparo; si tratas de correr, disparo; si intentas golpearme, te disparo dos veces hijo de tu chingada sanjuana madre. Así que más vale que me digas dónde está mi papá.
—No dispares, Juan. Ya entendí.
—¿Qué entendiste?
—Te diré en dónde está, pues.
—En dónde, pues, dime.
—Tu papá está en Comala.
—Señálalo en el mapa.
—No te puedo decir, Juan: no está en el mapa. Hay otro Comala pero es en otro lugar.
—Señala ese lugar, Jorge, o te mato ahora mismo.
—Pues ahora mismo me voy con tu papá, gracias a tu disparo. ¿Quieres ir por él, de verdad? Llénate la boca de plomo.

* Escritor y director de pagina en blanco

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