Por Juan Cervera Sanchís*
Cenizas. Él acababa de ser reducido a un puñado de cenizas. Salimos todos del crematorio. Ella abrazaba la urna donde él descansaba. No cesaba de llorar. Sus grandes ojos negros eran dos ríos de lágrimas. Viejo amigo, trataba de consolarla. La tomé del brazo. Sin decir palabra. Para qué. A veces las palabras salen sobrando.
Ella apenas susurró: “No me dejes sola”. Todos se fueron yendo. Hasta sus cuñadas.
Cuando nos dimos cuenta estábamos los dos solos. Ella con la urna entre sus manos. Yo con mi mano tomando su brazo.
Nos miramos. Sus ojos estaban rojos como dos ascuas. Sentí su desolación. Su infinito abandono. Me acorde de él, ya tan distante, como a años luz de nosotros. Así es la muerte.
-Te llevo – le dije.
Subimos a mi auto. Silencio sobre silencio. En una curva puede ver como las cenizas del difunto se agitaban. Ella se abrazó con más fuerza a la urna.
Llegamos al edificio donde vivía. La acompañé hasta la puerta de su departamento.
-No te vayas todavía – me dijo. Entramos. Esperé. Dejó la urna sobre el televisor. Sentí rarísimo. Fue por una vela. La puso al lado de la urna. La encendió. La llama comenzó a cintilar.
Era todo tan extraño.
-Espera. No te vayas todavía – insistió. Y se metió en su recámara.
Al volver ya no traía su vestido negro. Se había puesto una bata azul. Se veía más relajada. Se había mojada la cara y sus ojos ahora rebrillaban con una enigmática intensidad. Nos sentamos en la sala. Ella en un extremo del sofá, yo en el otro.
-No tengo nada que ofrecerte –me dijo. Y luego:
¡Ah!, sí, creo que por ahí hay una botella de brandy que dejó…” No completó la frase. No dijo el nombre del difunto.
Se levantó. Trajo la botella y una copa. Todo aquello era cada vez más raro para mí. La llama de la vela centelleó. Las plomizas cenizas de él recogían la luz amarillenta y hacían que rebrillara el gris de una manera extrañísima.
-Fue tan repentino. Tan inesperado. ¿Qué voy hacer?. Yo no he trabajado nunca. Si al menos me hubiera dejado un hijo…
No le contesté. No sabía que contestarle. De repente y sin saber por qué todo cambió en mi mente.
No sé qué diablos se introdujo en mi cabeza. Miré la urna. Sentí como remordimiento, pero… ¡qué terrible es la mente humana!
Sí, comencé a desear frenéticamente a la joven viuda, a la esposa del que fuera mi mejor amigo, fallecido brutalmente en un accidente automovilístico:
“Dios mío, Dios mío, ¡debo estar loco!”, me dije para mis adentros.
Las cenizas del difunto debieron leer mis pensamientos. Creí ver que se revolvían en la urna. Un hilo de aire inesperado apagó la llama de la vela.
Ella, la joven viuda, se veía cada vez más nerviosa.
-Me voy – le dije.
-No, no, por favor, no te vayas todavía. No me dejes aquí sola – suplicó.
Experimenté una sensación de locura. Sí, todo aquello empezaba a ser una locura y una imperdonable irreverencia. Así lo sentía yo, cada instante más dominado por el deseo y la atracción que comenzaba a ejercer sobre mí la joven viuda.
Es por eso que después de lo que sucedió me siento desesperadamente culpable y aunque por más que pretendo olvidarlo no puedo. No, no puedo. Me es imposible poder olvidarlo.
Por una parte me sangra la conciencia al recordar las cenizas del difunto agitándose ciegas de celo en la urna, mientras imaginaba que el muerto era yo y me llenaba a rebosar el corazón de odio, al tiempo que, por otra parte, no ceso de experimentar aquella sensación de éxtasis que compartí con la joven viuda, pues nunca jamás antes había saboreado los deleites del sexo como en aquella irrepetible ocasión.
*Poeta y periodista andaluz.