Sentados en un café del Paseo de la Reforma en la ciudad de México, cerca del actual y renovado monumento a la Revolución Mexicana, atónitos escuchamos la pregunta: “¿Cómo se armó la pirámide?”
Fernando recién recuperado de la sierra de Veracruz, el exmiembro del (CNH) Consejo Nacional de Huelga en 1968, que a punto estuvo de ser yerno de Raquel Tibol, me miró angustiado, más no hubo respuesta; aquella pregunta reveló el drama represivo de años cercanos. ¿Eso fue lo que buscó el Subdirector de la Federal de Seguridad, en aquel afán enloquecido de allanar domicilios por toda la ciudad?
La selección de los detenidos tuvo esos visos; José Revueltas quiso resolverlo todo en una frase, “Yo soy el responsable intelectual del Movimiento “. A estas alturas no sé si la expresión es literal, pero eso quiso decir y lo dijo, ya capturado ante los reflectores de los medios.
Nunca le creyeron, siguieron buscando, pero nunca encontraron visos de aquello tan arduamente buscado por el Santo Oficio del 68.
De Julio a Octubre, la herejía se había extendido entre miles de jóvenes que despreciaron al Tlatoani; el zócalo se estremeció y los corazones palpitantes siguieron desafiando los embates de la secreta.
El inquisidor seguía preguntando, añadió pasajes y nombres; pareció que nada podía detener aquel retrasado interrogatorio; con cierto temor fijé la atención en aquella fría y azulada mirada y vi el terrible drama de la represión y la tortura. Habían inventado una conjura armada y los operadores a dos años del 68 no encontraban la centralidad de aquella insurrección.
La dirigencia del movimiento estudiantil y popular había declarado su finitud con el manifiesto “2 de Octubre” leído en un mitin en la explanada de Zacatenco del Instituto Politécnico Nacional por el dirigente de la Vocacional de Ciencias Sociales Genaro V. López Alanís; la mayoría del (CNH), estaban confinados en el Palacio Negro de Lecumberry, pero eso no bastaba, todavía esperaban dar el golpe maestro. La pirámide insurrecta les parecía intocada en lo esencial. Argel no fue la ciudad de México, aunque el “Ángel exterminador” siguiera en tal creencia.
Buscaba indicios, hurgaba en los efímeros recuerdos de los dispersados; quizás los grupos insurreccionales que había detectado lo abrumaron de listas que fue tachando renglón por renglón.
Sentados en aquellos mullidos sillones del Samborns de Reforma respiré profundamente; como cassete en retroceso recordé los días hasta que llegué al 26 de julio del 68 y alcancé a ver el hilo de algo que ya era olvido. El inquisidor estaba activo y, expectantes, esquivamos las redes de aquel implacable inquisidor del santo orden del Estado policiaco de aquellos años.
*Director del Archivo Histórico General del Estado de Sinaloa.