Por Faustino López Osuna*
Al terminar en 1980 el sexenio de Alfonso G. Calderón, terminó también mi trabajo como director de desarrollo integral de la comunidad rural del estado de Sinaloa, Dicres. Mientras encontraba un nuevo empleo, dediqué algunos meses para atender los pendientes personales postergados: visitar a mi hermana Waldina en Cholula, localizar en la ciudad de México a Jesús Monárrez para “montar” con guitarra algunas de mis canciones y llevarlas a editoras, entre otras actividades. Así que en 1981 recorrí, no recuerdo cuántas veces, la distancia de Culiacán al Distrito Federal y Puebla.
Como si fuera trailero, conocí palmo a palmo la carretera también llamada México-Nogales, en un Le Barón que adquirí en la capital del estado para pagar en dos años. Como tenía todo el tiempo para mí, igual manejaba de día que de noche y me gustaba pernoctar donde me sorprendía el oscurecer, ya fuera en Guadalajara o en Tepic. Viniendo de allá, saliendo muy de mañana, a veces paraba a desayunar en Tequila. Acompañado siempre de una micrograbadora, componía melodías durante el trayecto. Aún no había autopista.
Si me tocaba viajar en domingo, se me hizo costumbre detenerme a desayunar menudo en el primer pueblo que encontraba. Ya sabía que el estilo Jalisco, era rojo, con epazote y sin granos de maíz. En Tepic era como el de Sinaloa, pero ahí le agregan el bofe. En cambio, ahí mismo, existía un restaurante con pancita, estilo Oaxaca: blanco e igualmente sin maíz.
Cuando viajaba de noche, sintonizaba en el radio las estaciones locales por donde iba pasando. Eran muy similares. Alguien me había dicho que formaban parte de cadenas de radiodifusoras de ciertos consorcios y algunas las programaban en Guadalajara, por ejemplo, para toda la costa del Pacífico o para el Bajío. Pero en cierta ocasión, cruzando territorio michoacano, tuve la agradable suerte de sintonizar una estación de radio muy singular que se identificaba usando lo que llaman una “cortinilla” con trozos de las hermosas melodías del cancionero mexicano: No hagas llorar a esa mujer, Varita de nardo, entre otras. Una grabación decía: “Escucha Usted Radio XEZ, que transmite desde La Piedad Cabadas, tierra de Joaquín Pardavé”. Así fui escuchando aquellas obras inmortales, hasta perderse la señal cerca de Celaya. Del mismo modo supe de donde era originario Pardavé, el enorme actor del cine nacional e inspirado compositor.
Me viene a la memoria que, en una ocasión, habiendo salido de Culiacán hacia la media noche, me sorprendió el amanecer cerca de la ciudad de Amado Nervo. De pronto descubrí una casita sola, a la que jamás le había puesto atención, con un anuncio de letras irregulares en un sencillo cartón: “Restaurán”. Frené mi coche, automático, con sus poderosos ocho cilindros y me estacioné paralelo a la casita. Al bajarme, quedé ante un imponente paisaje que se agigantaba a medida que crecía la claridad del día.
Me introduje en la salita comedor, di los buenos días a una mujer robusta, de apariencia humilde y de aproximadamente cincuenta años de edad, preguntándole si tenía café. “Sí”, me contestó. Y de las hornillas con leña, de la cocina me llevó una taza con agua hirviendo para Nescafé. Me dijo que de desayuno tenía huevos y bistec ranchero. Le pedí huevos estrellados. Antes de prepararlos me percaté que se puso a hacer tortillas en el comal. En eso, de un coche que se paró a lo mismo que yo, bajaron tres personas. Luego, de otro, dos clientes más. La señora le dijo a un niño que estaba en la cocina, que le fuera a avisar rápidamente a una vecina, para que viniera a ayudarla. “Córrele”, le apuró.
El caso es que no terminaba de ofrecerles café a los recién llegados y de servirme a mí, cuando entraron otros cuatro viajeros, sentándose en la última de las cuatro pequeñas mesas que había, con sillas de plástico.
Llegó una muchacha, que era la que se había mandado llamar y de inmediato nos atendieron a todos.
Yo iba a la ciudad de México. Los demás, no sé, pero llevaban la misma dirección al sur. Rescato de la memoria que ninguno intercambiamos palabra alguna entre nosotros, como sucede en las terminales de autobuses, tan concurridas y tan incomunicadas, pese a que posiblemente sólo estaremos ahí reunidos por una sola vez en la vida.
Cuando terminé de desayunar, aguardé a que pasara la señora para pedirle la cuenta. ¿Me dice cuánto le debo, por favor?, le pregunté. Y nunca esperé la respuesta que me dio:
“¿Cómo te voy a cobrar, hijo, si tú me trajiste la suerte? No es nada. Que te vaya bien y que Dios te bendiga”.
Seguí yendo y viniendo a la capital azteca y tal vez por tocarme pasar de noche por ahí, nunca volví a detenerme a almorzar en aquél paraje. Luego se inauguró la autopista que desvió el tráfico para siempre y jamás utilicé la carretera federal.
De aquello ya transcurrieron 40 años. Cuando estoy escribiendo sobre su recuerdo, pienso que ya no ha de vivir la buena mujer nayarita que en aquella ocasión me alimentó gratuitamente y me encomendó a Dios. Ojalá haya tenido la buena suerte que me deseó a mí.
*Economista y compositor