SERGIO UZÁRRAGA ACOSTA
Los habitantes de Altata estaban acostumbrados a usar productos de varias partes del mundo. Como había atraso en la industria se tenían que importar, y del puerto se trasladaban a Culiacán y sus alrededores. Toda novedad comercial entraba por Altata, y de este puerto llegaba a la capital del estado y a muchos pequeños poblados de la sierra. Así es que cuando el puerto de Altata estaba abierto al comercio extranjero había un gran movimiento comercial del que en otros tiempos no se podía disfrutar, y los viajeros se sorprendían con frecuencia al visitar rancherías muy humildes porque encontraban bajo las chozas cubiertas de palma los muebles y los trajes que estaban formando el lujo de la vieja Europa. Era para los habitantes de esas poblaciones una necesidad y, por lo tanto, para satisfacer sus gustos y necesidades el puerto de Altata debía estar abierto al comercio de altura.
En 1853 el puerto de Altata era reducido. Se deseaba que se tomaran algunas medidas para mejorarlo y ampliarlo, pero como estaba cerrado al comercio extranjero, no crecía, no aumentaba su población ni su caserío, y sólo contaba con pequeñas chozas. Era un asentamiento humano en el que no se ensanchaba la mancha urbana, “pero en cambio, hermosos lugarejos y grandes haciendas” florecían en el camino que conducía a la capital del estado y era un deleite hacer este recorrido.
Cuando aumentaba el movimiento marítimo en Altata, se provocaba un ir y venir de personas a pie, en burro o en carretas, y se daba un crecimiento económico en la ciudad de Culiacán. Si el puerto estaba cerrado, la capital sinaloense caía en ruina, y sus habitantes pensaban en emigrar. Por eso en los primeros meses de 1853 ellos estaban pidiendo al general Antonio López de Santa-Anna que sacara al puerto de la situación política que lo oprimía y que una vez más lo abriera al comercio extranjero. Decían que los argumentos que se hicieron para cerrarlo no eran justificantes, y en agosto de este año la prensa dijo: “Declarado ese puerto abierto solo para el comercio de cabotaje, siguen en la aduana los mismos empleados que había cuando estaba habilitado para el de altura. Llamamos sobre esto la atención del señor ministro de hacienda.” Así se trataba de convencer a las autoridades federales de que se crearan las condiciones para que el puerto de Altata se mantuviera abierto al comercio de altura y ahí se siguieran nacionalizando mercancías extranjeras, y no sólo en el de Mazatlán a como se estaba haciendo.
En los primeros días de octubre de 1853 salió de Mazatlán con rumbo a Altata la lancha nacional número 16. Llevaba efectos extranjeros nacionalizados, y fue de las pocas embarcaciones que arribaron al puerto en este tiempo. No hay noticia de grandes embarcaciones porque las convulsiones políticas del país no permitían que entraran, y más se agravó la problemática porque a principios de marzo de 1854 se rumoraba que cuatrocientos americanos habían llegado a Altata a bordo de la barca Anita, creándose, así, alarma en la sociedad sinaloense porque se creía que el conde Raousset, que al mando de varios norteamericanos habían invadido puertos del norte, podía penetrar ahora por Altata. El diario oficial, sin embargo, desmintió este rumor, y a nivel nacional se dio la noticia de que el señor Blancarte, con las tropas de su mando, había tocado el puerto de Altata por haberse visto en la necesidad de remontarse hasta ese punto los buques de la expedición para dar la abordada sobre La Paz, en la Baja California, puerto que ya había sido invadido por el conde Raousset, y los pobladores de Altata estaban atentos a tales sucesos. Aunque la invasión del conde francés y sus seguidores ya se había dado en la ensenada de Todos Santos, en La Paz y en Guaymas, en Altata, sin embargo, no pasó de ser un rumor que alarmó momentáneamente a los pobladores.
A principios de 1856 Altata seguía reconocido como puerto de cabotaje, y había, como en años anteriores, quienes realizaban comercio y quedaban mal con la autoridad aduanal. Uno de ello sera el comerciante francés Julio Patte, que no era de confianza porque se sabía que no era muy cumplido y que estaba endeudado en la aduana marítima de Mazatlán. Esta aduana la administraba el señor Mariano Ortiz Montellano, y de esta dependía la de Altata, cuyo administrador, el señor Santos Jáuregui, ya estaba advertido de esta situación y tenía la orden de no aceptar la firma de dicho comerciante. A finales de abril de 1856 Julio Patte se presentó en este puerto queriendo valerse de su capacidad persuasiva para llevar a cabo su actividad mercantil: “quiso usar de su crédito en Altata para los derechos de algunos efectos que desembarcó en aquel punto; pero el administrador obró conforme á las instrucciones que tenía, y le manifestó la comunicación del Sr. Montellano. Pidióle el Sr. Pat [sic] una copia de ella, y se volvió á Mazatlán” a intentar negociar con el administrador de la aduana, y lo hizo pero aun así tuvo fuertes enfrentamientos con él.
A fines de mayo de 1856, procedente de Mazatlán navegó por las aguas de Altata, en el pailebot Giuletta, el literato José María Esteva. Su viaje fue muy accidentado, y el 28 de mayo de este mismo año dijo: “recorrimos toda la costa de Sinaloa hasta Altata, bordejeando constantemente por los vientos contrarios, y cuando atravesamos el Golfo, las calmas más insoportables detenían la marcha de nuestra barca, que se entretenía en dar tumbos […].” A estas dificultades se enfrentaban muchos viajeros, pero aun así, por necesidad o placer, recorrían las aguas marinas de Altata.
Con altas y bajas en su desarrollo, golpeado por distintas circunstancias naturales y políticas, el puerto de Altata en este tiempo sufrió algunos incidentes. El 14 de junio de 1856, tiempo en que el administrador de la aduana marítima seguía siendo el señor Santos Jáuregui, la población tuvo un horrible incendio ocasionado por la explosión del parque que, a bordo de la balandra Ventura, se estaba embarcando. El incendio “fue ocasionado por la cocina del buque que al estallar estruendosamente, incendió el resto de parque de la playa, comunicando de allí su acción voraz á las casas del puerto […].” A las doce del día ardían varias construcciones sin esperanza de que fueran apagadas, y los pobladores estaban horrorizados. La pólvora al explotar cubrió de fuego las aguas marinas y a la población, y en esos percances hubo varios muertos, entre ellos Juan Lugo, Eduardo Cárdenas, Antonio Gil, Felipe Casillas y Anacleto N. El teniente de artillería Blas Gutiérrez fue uno de los heridos, así como también J. Montejo, Pedro Montejo y Albino López. El gobernador, desde Culiacán, mandó “un médico con un botiquín bien provisto,” víveres, herramientas y gente para que auxiliara a las víctimas, y ayudaron enormemente el prefecto del distrito de Culiacán, señor Miguel Ramírez, y el teniente coronel Ignacio Martínez Valenzuela, entonces comandante militar en la capital sinaloense. Los pobladores que sobrevivieron quedaron alterados emocionalmente por tan horrible suceso, y en medio de circunstancias como ésta el puerto posteriormente siguió recibiendo embarcaciones y era lugar de paso para viajeros que, procedentes de distintos lugares del noroeste mexicano, lo tenían como la mejor puerta para trasladarse a cualquier parte del mundo.
BIBLIOGRAFÍA
Buelna, Eustaquio: Apuntes para la historia de Sinaloa, 2ª. Edición, México, Universidad Autónoma de Sinaloa, 1966, 250 págs.
HEMEROGRAFÍA
Siglo Diez y Nueve, El
* Maestro de Historia del Arte UNAM