FÉLIX BRITO RODRÍGUEZ
En nuestra civilización Occidental, durante el siglo XVIII, los avances científicos y descubrimientos médicos relacionados con la conveniencia de que muertos y vivos estuvieran separados, constituyó un parteaguas con respecto a la entonces dominante cultura funeraria de enterrar a sus muertos en el interior del casco urbano, ya que fue en esta centuria cuando las ciudades dejaron de ser el lugar donde yacían en igual territorio lo mismo seres vivos y muertos. Avances en la práctica higienista aclararon que la descomposición de los cadáveres originaba e irradiaban horrendos hedores o miasmas, y cuyas partículas contenidas en el aire se convertían en agentes transmisores de enfermedades. De esta forma las autoridades, decretaron el destierro de los difuntos lejos de los cascos urbanos, separando así a los muertos de los vivos.
En el imperio español, las autoridades virreinales siguiendo lo establecido en la emisión de cédulas reales, como la formulada el 3 de abril de 1878 por el rey Carlos III de España y la real ordenanza de 26 de abril de 1804 de Carlos IV, con motivo de la hambruna y epidemia de fiebre amarilla que se presentó en el reino entre 1800 y 1804, fue que comenzó la separación entre el mundo de los vivos del mundo de los muertos, prohibiendo el entierro de cadáveres en las iglesias y mandatando la edificación de cementerios localizados extramuros de la ciudades, es decir fuera del casco urbano; sin embargo la enraizada práctica de inhumar cadáveres en el interior o atrio de las iglesias persistió con motivo de la reticencia mostrada por la población en continuar con su tradición, además de la pobreza con que se manejaba la Iglesia católica y las propias autoridades en el estado.
Tres aspectos de diversa índole: uno de estamentos, otro económico y otro del orden jurídico, limitaron el avance en la construcción de las ciudades de los muertos. En una sociedad de marcadas castas sociales (estamentos) resultaba necesario que los restos de españoles, criollos, mestizos e indígenas descansaran en panteones apartes. Los dos últimos aspectos, el de orden económico y el de orden jurídico se puede resumir en las dos siguientes preguntas ¿Quién sufragaría los gastos de edificación de un camposanto? Cuestionamiento que vinculaba de forma inmediata otra pregunta: ¿En qué orden jurídico recaería su administración: el orden eclesiástico o el civil? Así que transformar las tradicionales prácticas mortuorias conllevó su tiempo.
No fue sino hasta la consumación de la independencia de México que autoridades impulsaron con mayor ahínco un discurso y práctica sustentada en una política higienista, tal y como se puede constatar en el informe rendido en 1828 por el gobernador del Estado de Occidente Juan M. Riesgo, al señalar lo siguiente: “También debe influir el Gobierno en el pronto establecimiento de cementerios, arrojando de la casa de Dios la podredumbre contaminante de los muertos que se entierran en las Iglesias. Solo la ciega superstición, el orgullo más anticristiano, y la ignorancia más vergonzosa, pudiera oponerse a desterrar del Santuario… los despojos mortales, que con su putrefacción corrompen el aire vital, y llenan de luto a las familias…El Rosario es tan mortífero, a causa de lo insalubre de sus aires y de su costumbre de enterrar los cadáveres en la Iglesia, que en el cómputo de nacidos y muertos…suele resultar mayor el número de los segundos que el de los primeros”.
Fue en esta década que en Sinaloa aparecen los primeros cementerios extramuros, correspondiendo en 1830 al importante centro minero y poblacional de El Rosario la inauguración del hasta hoy conocido como panteón español. Un año después vecinos y autoridades de la ciudad de Culiacán organizaron un panteón que el historiador Antonio Nakayama sitúa entre las actuales calles Álvaro Obregón y José Aguilar Barraza.
Fue en esta década que en Sinaloa aparecen los primeros cementerios extramuros, correspondiendo en 1830 al importante centro minero y poblacional de El Rosario la inauguración del hasta hoy conocido como panteón español. Un año después vecinos y autoridades de la ciudad de Culiacán organizaron un panteón que el historiador Antonio Nakayama sitúa entre las actuales calles Álvaro Obregón y José Aguilar Barraza.
En febrero de 1838 arribó a Culiacán Lázaro de la Garza y Ballesteros, designado obispo de la diócesis de Sonora y Sinaloa, promotor de algunas señoriales edificaciones urbanísticas que perduran al día de hoy (Panteón San Juan Nepomuceno, catedral, hospital del Carmen). A los pocos meses de su arribo Lázaro de la Garza promovió la fundación de un colegio dedicado a San Juan Nepomuceno y Santo Tomás de Aquino y para remunerar los costos de su edificación, compró un solar en las goteras de la ciudad, en el que construyó un panteón, al que puso el nombre de San Juan Nepomuceno y que inauguró el 13 de mayo de 1844. En sus inicios contaba con “calles primarias, calles secundarias, lotificación para las tumbas, vegetación y cierta infraestructura”.
Fue así como el Obispo, mediante el importe obtenido tras la venta de lotes a perpetuidad entre las principales familias avecindadas, destinó recursos para el financiamiento de la construcción de catedral. En su superficie fueron inhumados únicamente los restos de practicantes de la fe católica e integrantes de familias cuya solvencia económica les permitieran cubrir los costos que implicaban las suntuosas exequias –vigilia, misa de cuerpo presente y cruz alta. Los cadáveres de personas pobres tenían como fin una fosa común o el primer cementerio civil que documenta Nakayama para Culiacán.
La erradicación de la cultura mortuoria correspondientes a entierros al interior casco urbano de las poblaciones y el posterior enterramiento en cementerios extramuros ayudaron a mejorar las condiciones higiénicas de las propias poblaciones.
El panteón San Juan contiene tumbas de diferentes diseños y estructuras donde reposan los restos de numerosas e importantes familias y personalidades en la historia de Sinaloa y de Culiacán, así por ejemplo, podemos encontrar las tumbas que contienen los restos de próceres de la historia de Sinaloa, como es el caso de dos gobernadores declarados beneméritos por el Congreso local, nos referimos a Rafael de la Vega y Rábago y Francisco Cañedo Belmonte.
En el interior del camposanto existen tumbas peculiares y en cuyos epitafios se pueden leer apellidos de distintas nacionalidades que muestran el crisol de nuestro mestizaje, así por ejemplo encontramos apellidos de origen alemán (Haas, Timmerman), griego (Canelo, Demerutis); se encuentra también una tumba colectiva que pertenece a la comunidad china (tiene inscrito el año de 1899 en la tumba), los restos que contienen corresponden a migrantes chinos que a finales del siglo XIX comenzaron a establecerse en Culiacán.
Existe una tumba cuyo epígrafe contiene el nombre de Margarita Gautier y la leyenda “Tu padre no te olvida”, obviamente corresponde a un homónimo de la protagonista de la novela “La dama de las camelias” del escritor francés Alejandro Dumas. Margarita era originaria de la Ciudad de México y radicaba en Culiacán debido a que su padre Ernesto Gautier Delpy, empresario dedicado a la venta de vino y originario de Burdeos, Francia, estableció su residencia en la capital sinaloense. Margarita contrajo nupcias con Francisco Salazar Uriarte en 1918 y un año después falleció a consecuencia de neumonía complicada con fiebre puerperal.
Las edificaciones de una arquitectura mortuoria expuestas en criptas y formas escultóricas que datan del siglo XIX, que aún persisten y que año tras año fueron haciéndose más ostentosas nos formulan una clara representación de cómo el poder económico y la distinción social traspasan aún a la propia muerte. Si cunas y alcobas no son lo mismo en pobres y ricos al nacer y al morir, no tendría porqué ser distinto mortaja, caja y sepulcro en los camposantos.
Las diferencias sociales se trasladaron pues a las moradas de los muertos, observables en los diferentes tipos de sepultura: fosas, nichos, criptas y esculturas. El panteón San Juan cumplió con el planteamiento higienista de la época y trasladó a la ciudad de los muertos las jerarquías de la sociedad de su tiempo estructurada en diversos estratos socioeconómicos.
Profesor e investigador de la Facultad de Historia de la UAS
Excelente reseña