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LOS CUIDADORES

By sábado 15 de agosto de 2020 No Comments

CRISTINA IRÍZAR

Se conocieron cuando tenían veinticuatro años. Joel llegó a la pequeña ciudad movido por los sueños de superación heredados de su padre, quien anhelaba para su hijo una vida distinta a la que tuvo él rodeada de tanta miseria. A Miguel, el trabajo en la institución mental se le presentó como una oportunidad tan buena como cualquier otra para obtener un salario lo suficientemente decente que le permitiera cubrir la renta y beberse sus pocas preocupaciones cada fin de semana. A pesar de compartir la edad en el momento en que sus vidas coincidieron, sus personalidades dejaron claro que eso era todo lo que tenían en común.

El primero en ser contratado fue Miguel, su madre era amiga de la infancia de la recién nombrada directora del nuevo y único hospital psiquiátrico del estado, gracias a esto, ocupó la vacante de subdirector de admisión y contratación sin que su carrera técnica o nula experiencia jugaran en su contra.

Para Joel las cosas fueron distintas. Durante su entrevista fue recibido por Miguel quien para ese entonces ya llevaba trabajando más de seis meses y no lograba desarrollar las habilidades mínimas para desempeñar su puesto, esto irritó a Joel provocándole un rechazo casi inmediato, el cual se vio agravado cuando doña Griselda le comunicó que el hospital tenía cubiertas todas sus plazas para enfermero, pero que si de manera inmediata estaba dispuesto a trabajar como conserje, en un futuro le ayudaría. Joel consideraba el oficio de intendente bastante digno, no obstante, al compararse con Miguel sentía coraje pero sobre todo vergüenza de contárselo a su padre, como sí la falta de oportunidades fuera su culpa.

Con la suma de las semanas y luego de los meses, la tensión entre Joel y Miguel fue disminuyendo, en parte porque el hospital contaba con escaso personal con el cual convivir. Por otro lado, gracias al esfuerzo de Joel, que más temprano que tarde entendió que la vía rápida de ver cumplida la promesa hecha por doña Griselda, era a través de una buena relación con su protegido. Además, ingresar a los pacientes y leer expedientes sobre sus diagnósticos le resultaba mucho más gratificante que estar encerando los pisos. Miguel le retribuyó la disposición y antes de lo previsto, Joel portaba con orgullo su uniforme blanco. Curiosamente este suceso coincidió con la primera noche que pasaron de guardia en el hospital, o quien sabe, tal vez ocurrió primero lo último, de esto ya han pasado varios años y mis recuerdos se vuelven confusos.

Realizar guardias nocturnas no formaba parte de las responsabilidades de ninguno de los dos. A Miguel se lo pidió como un favor personal la directora. El único médico de planta adscrito a la institución se encontraba indispuesto, era un hombre mayor, amigo cercano de doña Griselda a quien la sola idea de que al frente del psiquiátrico quedara alguien que no era de su confianza, aun de manera breve, la ponía nerviosa, así que decidió acudir al segundo en su lista de incondicionales. En un acto de solidaridad o de gratitud, Joel decidió acompañarlo. A decir verdad, la idea de pasar la noche en vela en el hospital le resultaba igual de atractiva que irse a la soledad de su pequeño cuarto en el centro. Para su sorpresa y la de Miguel, la experiencia resultó mucho más emocionante de lo esperada.

Durante el día, el trato que los jóvenes tenían con los pocos internos, todos provenientes de otras partes de la región, era rutinario y pacifico a causa del constante letargo en el que los enfermos se hallaban inmersos. Sin embargo, la noche de la guardia, en el ala sur había tanto ruido que solo faltaba la música para simular una animada fiesta. Aparentemente el medicamento dejó de hacer su efecto y por más lógica que era la instrucción, ni a Miguel ni a Joel les recordó el doctor la importancia de suministrarles una segunda dosis. Abrumados por la situación atípica y en un intento desesperado por controlarla, Miguel corrió por los expedientes a su oficina mientras que Joel hurgaba afanosamente en el botiquín esperando encontrar los compuestos que posiblemente necesitaría para calmar a cada uno de los agitados pacientes.

-Ves a ese de ahí- comenzó a decir Miguel a la par que sus dedos recorrían las carpetas- pues ese viejo se llama Eulogio Castillo, tiene setenta y dos años y lo internaron sus cuatro hijos, ¿creerás que ninguno ha venido a verlo? No me sorprende que ahora se esté dando de golpes contra la pared.

-Tú qué sabes,- respondió Joel,- tal vez fue un mal padre, tiene finta de ser de los que no soltaba el cinto, capaz y este es su castigo divino.

Nombre qué castigo Joel, ¿qué me dices de esa que está por acá? con esa carita de quien no rompe un plato, ¿no me digas que esta vieja que se muerde las uñas y pega de gritos, también está pagando algo? aquí dice que la trajeron su esposo e hija y le dieron la vuelta no hace más de dos semanas.

Tú qué sabes- insistía Joel- no siempre fue vieja y no siempre fue madre, a lo mejor fue una mala mujer por allá de chamaca cuando todavía era bonita.

Inventando, observando y discutiendo el pasado de los presentes, las horas se fueron en un pestañeo, se enfocaron en sus manías y lejos de intentar controlarlas como era la intención original,comenzaron a disfrutar el espectáculo. A dos horas de concluir su turno, notaron que el número de camas vacías y destendidas no correspondía a las almas reunidas en el ala, faltaba alguien y si no querían meterse en problemas valía más encontrar apresuradamente al ausente.

La tarea no fue difícil, caminando por el jardín en línea recta estaba Martina, la luz de la luna resaltaba las pocas canas que ya poblaban su cabeza y contrastaban con su espalda erguida, vista de lejos portaba la gracia de una gimnasta rebosante de vitalidad.

-¿Y de esta qué me dices?- Preguntó Joel-

-Pues de esta nada, no hay nada en el papel, vino con el hospital y no se sabe de dónde, tampoco hay registros de familiares.- Respondió Miguel.

-Pues como que ya lleva varias vueltas y no se cansa ¿no?, mírala que curiosa, con tanto espacio en el jardín y solo caminar en la misma dirección, si nos descuidamos nos va a venir haciendo una zanja- dijo Joel soltando una risa burlona.

Cuando la llamaron, Martina giró su cabeza como si entendiera la orden, les dirigió un vistazo sereno e inmediatamente los ignoró sin emitir sonido alguno. Así era siempre, en todo el tiempo que llevaba recluida nadie le conocía la voz. La observaron ir y venir hasta que ya no les quedó ningún minuto disponible para gastar. Conforme le trazaban un abanico de posibles antecedentes, apostaron cuántas vueltas lograría completar antes de cansarse, ambos perdieron, porque de no ser obligada a regresar, Martina hubiera podido seguir caminando por horas.

A la mañana siguiente la vida en el manicomio siguió como de costumbre, el doctor encontró sedados a sus pacientes y a la hora indicada les proporcionó la subsecuente dosis. No pasó mucho tiempo para que volviera a incapacitarse, por lo que Miguel y Joel sin pensarlo se ofrecieron nuevamente como cuidadores. Por supuesto que la paga extra era un buen incentivo pero no servía de nada negarse entre ellos que juntos habían pasado un rato agradable.

A partir de esa noche cada que podían asumían el rol de cuidadores nocturnos del psiquiátrico, durante sus guardias prohibieron secretamente las drogas y pasaban sus horas contemplando a los internos, fantaseando eventos cada vez más creativos sobre las causas que los trajeron aquí. Martina sin esfuerzo logró volverse el flanco favorito de estas historias. Hubo jornadas enteras que se dedicaron a verla caminar al son de su charla.

Con el paso de los años, los cuidadores llegaron a forjar un lazo que sobrepasó las paredes del hospital. Miguel presentó a Joel con Gisela, la muchacha de ojos color miel que se convertiría en su esposa y cuando nació el primer hijo que Miguel tuvo con María, le pidieron a la pareja de amigos que lo bautizaran. Fuera de la clínica formaron un círculo social extenso que llegó a reunir a varios integrantes del pueblo con renombradas y distintas profesiones.

En las tertulias de fin de semana era habitual que Joel y Miguel tomaran el protagonismo para contar una y otra vez ficciones vendidas como ciertas de la gente del nosocomio. No siempre eran los mismos relatos, algunas veces se vertían con aires de tristeza y lástima, otras se decoraban con tintes de humor negro para arrancar carcajadas a los oyentes y si el clima era adecuado, se volvían humanitarias pretendiendo que Miguel o Joel quedaran retratados como valientes héroes. Incluso, en repetidas ocasiones lograron escabullir a algún curioso, deseoso por conocer en persona a la mujer caminante que las lenguas sueltas habían envuelto en un halo de misterio; el invitado de ocasión era entretenido por los anfitriones quienes le ofrecían una cerveza contrabandeada y se ponían de acuerdo a través de miradas furtivas para indicarse cuál de los dos empezaría con la mentira que el otro habría de continuar.

-Cuando tenía quince años fue esposa de un político- decía uno- sí- seguía el otro- pero cuando se hizo vieja se cansó de ella, la tachó de loca y la recluyó en otro hospital, luego terminó aquí y desde entonces no habla con nadie.

-Era bailarina, una muy famosa, pero le mataron al esposo y a su hijo- Así es- decía en otra ocasión uno de los jóvenes- la noticia le hizo perder la cabeza.

Como supervisora del hospital, vi llenarse de arrugas esas caras que conservaban aún rasgos infantiles cuando cada uno me fue presentado. Me acostumbré a recibir y leer semanalmente los reportes que firmaban Miguel y Joel sobre el estado de salud de los internos. Muchos murieron dentro de esa habitación en el ala sur pero Martina envejeció junto con la institución. En el trascurso de esos años la dinámica no cambió mucho, Joel y Miguel seguían ofreciéndose a cubrir las guardias nocturnas con regularidad y Martina mantuvo su silencio caminando hacia un rumbo que no la llevaba a ningún lado.

Fue un día caluroso de agosto cuando Martina que ya rondaba los ochenta y tantos, me abordó repentinamente en una de mis visitas al hospital, me pareció lúcida así que supuse que no estaba medicada, al andar por el pasillo me sujetó sin previo aviso del antebrazo y logré lo que nadie había conseguido antes, escuchar su voz.

-Tú eres la que toma las decisiones en este lugar.- Me dijo con una tonalidad áspera con tendencia hacia la afirmación y no tanto a la pregunta.

-Soy la supervisora- le dije sorprendida- quien toma las decisiones es doña Griselda.

-Bueno, necesito que le digas que me deje salir, ya no dilato en morirme y quisiera hacerlo junto al mar.

Me parecía increíble que la anciana con la que conversaba fuera la misma de la que hablaban los reportes escritos por Miguel y Joel, y avalados por el viejo doctor, en ellos Martina era descrita como una persona incapaz de valerse por sí misma para realizar siquiera las funciones elementales. En un arrebato sospecho que se lo mencioné porque nunca olvidaré la forma como me relató los sucesos que les acabo de narrar donde empleó las palabras que a la fecha siguen resonando en mi memoria:

-¿Loca yo? Pero sí son ellos los que noche tras noche han pasado su vida entera encerrados aquí por puro gusto, se han dejado a las esposas y a las criaturas afuera, todo por ver a una vieja ir y venir en línea recta.

Supe en ese instante que yo tampoco había hecho mi trabajo como debía y no me quedó más remedio que gestionar su alta. Griselda no puso inconveniente, temía ser objeto de alguna sanción administrativa.

Antes de ser liberada, Martina caminó el mismo trayecto del jardín tan acostumbrado a sus pisadas, pero en esta ocasión lo hizo bajo los rayos del sol; al dar los últimos pasos sintió cuatro ojos familiares fijos en su nuca y en un acto tal vez de burla, de simpatía, o quién sabe, quizás hasta de lástima, se detuvo en el centro, giró para plantarles la mirada y alzó su mano en un gesto de despedida hacia aquellos hombres que le habían inventado no una, sino miles de historias para construir un pasado que no tuvo.

Partió del hospital y no volví a saber de ella hasta unos meses después cuando apareció la noticia en el periódico; su cuerpo fue encontrado tendido sobre la arena, la fotografía no era muy nítida pero alcanzaba a mostrar las facciones de su inerte rostro. Si se prestaba la atención suficiente podía verse como se dibujaba en sus labios una leve sonrisa que a mí ver, no podía ser de otra cosa que de satisfacción.

Abogada y escritora

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