CRISTINA IRÍZAR
Nunca ha dejado de sorprenderme lo cíclicas que pueden ser las tragedias. A veces pienso que la vida me obliga a repetir caminos una y otra vez en los mismos meses, quizá optimista de que en esta ocasión logre hacerlo mejor.
Recuerdo vagamente la fecha, solo estoy segura del año. Transcurría el 2009, hacía calor como de costumbre pero sin llegar a sentir de cerca el infierno. Repentinamente unos vientos fuertes revolvían el cabello y levantaban la esperanza de unas vacaciones próximas a la orilla de la playa, por lo que debió ser marzo o abril.
La casa de mis papás era ruidosa, afortunadamente también amplia, el patio se convertía los fines de semana en mi refugio constante, el árbol de roscas me daba el pretexto perfecto para encontrar un poco de frescura y alejarme del trajín de mis tías en la cocina, quienes se inventaban cualquier excusa para estar metidas todo el día en los asuntos de la familia.
No eran malas personas, o al menos ellas ni nadie del pueblo les habría dado ese calificativo. Iban a misa de doce todos los domingos como les educó mi abuela y ayudaban siempre que podían a enfermos y pobres a través del club social al que todas pertenecían; claro, siempre y cuando hubiera foto del evento protocolario de por medio, plasmado en alguna plana que las señalara como miembros activos de la sociedad.
Yo por ese entonces comenzaba a cuestionarme por qué se jactaban de haber renunciado a su apellido materno para sustituirlo por un “de” que las volvía más objeto que personas. Pero las quería, vaya que las quería, a las cuatas, Lucía y Laura con los cinco primos que entre las dos me dieron y por supuesto a mi mamá, su hermana pequeña, que aunque jamás lo admitió buscaba la aprobación de sus hermanas mayores tanto como yo anhelaba la de ella.
Nuevos acontecimientos nublaban el cielo y obligaban a pensar diferente. La crisis comenzó como inician los verdaderos problemas; de manera inesperada.
En la semana uno se habló de casos aislados en otros países, a la siguiente, de la capacidad contagiosa del virus así como la rapidez con que aumentaban los diagnósticos mortales; para la tercera cerraron las escuelas, nos mandaron a casa y la gente acabó en unas horas con los desinfectantes de manos y cubre bocas de todo el estado.
Lejos de la histeria colectiva, en mis adentros crecía la ilusión de ver que el destino nos regalaba a Carla y a mí la oportunidad ideal para pasar unos días de descanso en mi ciudad; ambas estudiábamos el primer año de la facultad de arquitectura en la capital, con la diferencia de que su lugar de nacimiento y residencia, no se encontraba a una hora de distancia como era mi caso.
Cuando le pregunté a mi papá si podía invitar a mi compañera de clases, le pareció lo más natural del mundo. Al poner sus maletas en mi habitación y cerrar la puerta tras nosotras sentí que estaba lo más cerca al paraíso terrenal que en cualquier otro día de mis diecinueve años. Me pareció este simple hecho, de lo más extraordinario.
Las personas en lo general, se preocupaban obsesivamente por la muerte y yo nunca me había sentido tan viva. Por un lado, la televisión aconsejaba a chicos y grandes mantener una sana distancia para evitar contagios, y por el otro, el mío, no podía ni estaba dispuesta a desaprovechar un segundo de la fortuna que implicaba tener a Carla en la misma cama, para entre risas nerviosas e inexpertas irnos descubriendo poco a poco bajo las sábanas.
El verdadero miedo provenía de la posibilidad de que en cualquier momento Julián, mi hermano, entrara a mi cuarto sin avisar como era su costumbre a pesar de los múltiples reclamos que le hacía, o de la angustia generada al sentarnos en el comedor y que alguno de los presentes notara una mirada impropia o un inocente comentario que dejara al descubierto nuestro más íntimo secreto.
Pero eso no nos detenía. Ninguno de mis temores era lo suficientemente grande para evitarlo aun cuando más tarde comprobé a la mala que eran totalmente justificados.
Once años después, desde la gran ciudad en donde las jacarandas florecen cada marzo, ya forzada a estar en cuarentena, el sonido del teléfono y las noticias de pandemia nuevamente se pusieron de acuerdo para jugarme lo que en fondo deseaba desesperada fuera una broma cruel.
Un virus nuevo golpeaba el planeta con tanta fuerza e intensidad que hacían ver a aquella enfermedad grabada en el recuerdo, como una simple travesura de niños.
A casi 1050 km de distancia escuché la voz de Julián ya convertida en la de un hombre que daba en un tono triste y penoso una amarga noticia. La ironía de la vida me impidió tomar un avión para despedirme de aquella señora que una década atrás, a gritos e insultos, me corrió de mi casa cuando nos descubrió en aquel intenso beso.
Ese día, con gran energía y determinación exigió mi retirada y aunque con el paso de los años regresé un par de veces, en realidad nunca logré volver del todo.
El salir sin maletas, aterrada, humillada, dolida y dañada por quienes más deben cuidarte, cambió por completo mi forma de ver la vida. Hasta ese incidente, jamás hubiera pensando en describir mi existencia como una tragedia, sin embargo en ese momento no me parecía otra cosa.
Vi desmoronarse cada idea sobre las que crecí y creí y a pesar de que Carla sujetaba fuertemente mi mano,me iba sumergiendo en una inmensa soledad. Sobre mis hombros cargaba la vergüenza de mis papás y con cada mirada de reproche, me iban apagando lentamente la esperanza de un día poder ser ante ellos, yo.
Movida por el amor que es más fuerte que el orgullo y otras veces por la culpa de saberme la causante de los males que aquejaban la salud de mi papá, entré y partí de esa casa tantas veces que perdí la cuenta. Sólo sé que cada ocasión fue más desgastante que la anterior con el inevitable y conocido final.
La que cruzaba la puerta era una Cecilia orillada a renunciar a mi felicidad para callar las voces de los que mucho juzgan, poco entienden y nada aportan. A pasar por doctores y terapias dirigidas siempre para mí, enfocadas en que yo cambiara pero ninguna en que ellos comprendieran. Era una Cecilia sobornada con regalos, con viajes o una coaccionada con amenazas cuyo único fruto fue el traerme hasta donde estoy de manera definitiva.
En medio de esa nueva crisis, después de escuchar las palabras que sacudieron mi universo, pensé en lo frágiles que somos y abracé ya no a Carla sino a Rocío. Cuando sus manos rodearon mi cintura dejé caer todo mi peso sobre ella y tras cuatro años de relación, la identifiqué plenamente y para siempre como mi familia.
Absorta en la desesperación me quedé muda por un buen rato, al lograr salir del trance agradecí el tener un hermano eternamente dispuesto a defenderme delante de todos, a costa incluso de su propio beneficio, recordarlo me llenó de impotencia por no poder estar allá ahora que él más me necesitaba.
Lloré aislada la partida de mi madre, en una coincidencia desafortunada mientras muchos otros también despedían a sus muertos a causa del padecimiento letal que azotaba al país y que nada tenía que ver con la partida de mi ser querido. Los compadecí y me compadecí, sentí lastima por mí misma y por segunda ocasión en treinta años la palabra tragedia se apoderó de la situación.
Rocío intentaba mostrarse comprensiva, a lo lejos viéndola fijamente y todavía en silencio me serví una copa de vino. Mi mente divagaba en lo efímera de la vida y sobre como el tiempo se mueve en círculos y sin previo aviso se detiene, en algunas ocasiones justo en el punto donde comenzó. Su muerte me dolió en el alma.
Al levantar el segundo trago, la cordura dejó mi cuerpo y la idea del tiempo y sus ciclos precisos se materializó por completo en mi cabeza: perdía a una madre que por varios años voluntariamente decidió estar ausente. El laberinto de lo absurdo me llevaba a recordar aquel día tan lejano y tan parecido a este, ese donde ella me perdió a mí.
Entendí que no fue su muerte lo que nos separó, pues hace mucho no estábamos juntas y entre mis lágrimas reconocí que por cada dos de dolor había también una de paz.
El líquido de la botella y el de mis ojos se agotaron al unísono, así me fui tranquilizando. Me miré al espejo y por primera vez en muchos años, me sentí ligera.
Las siguientes noches las dormí con la profundidad de un sueño adolescente.
Esos dos días calurosos de años distintos, separados por una decena, ocurrieron en una era donde la ignorancia y la desinformación marcaron al país, el miedo que se expande incluso más rápido que el virus y siembra pánico entre todo lo que toca hizo más daño que la enfermad misma.
Las causas que cimbraron la ciudad en esa pandemia vivida años atrás en la casa familiar, se quedaron con nosotras por el resto de nuestros días. La propagación del virus se contuvo, pero ese aislamiento que surgió como medida de contención y que se alimentó del rechazo a lo desconocido, no nos abandonó.
Con el invierno llegó la calma y con la calma la reflexión que inevitablemente deja a su paso el desastre, necesaria para buscar las piezas imprescindibles para la reconstrucción.
Quienes sobrevivimos al confinamiento obligatorio, nunca volvimos a ser los mismos.
Alejada de los tumultos ya por voluntad y no por obligación, trayendo el pasado a este presente caótico, hoy por fin me doy cuenta que la distancia en vida y no la muerte, fue realmente la única verdadera tragedia de mi existir.
*Abogada, Ciudad de México