FRANCISCO TOMÁS GONZÁLEZ CABAÑAS
La mayoría, por no decir, todos, los actos documentados, incluyendo lo supuestamente excluyente de historias de vencedores y vencidos, parten desde el axioma, para culminar en la operación lógicamente aceptable, de que prima en el ser humano, el valor del raciocinio y la razón, por sobre todo lo otro que no sólo constituye nuestra esencia, sino que es lo más determinante y primordial. Desde hace tiempo, el inmemorial, se describen las compulsas, entre la hybris y la sofrosine, el caos y el orden, lo apolíneo y lo dionisíaco, la certeza y la incertidumbre, la civilización y la barbarie, el consciente y el inconsciente, oriente y occidente, y las mil y una, de las distintas escisiones, o grietas, en las que comprendemos mejor, nuestras propias contradicciones que nos hacen seres humanos. Sin embargo, en la mayoría de los momentos, en los que concluimos, acerca de las diferentes perspectivas, siempre tendemos, a querer estar de lado de la «razón», de la razonabilidad, es decir, disolvemos la nominalidad, y así seamos partidarios, por ejemplo de la barbarie, o de lo que fuere, le brindaremos una lógica o razón, a lo que precisamente, no es que no la tenga, sino que no lo sustenta desde su primordialidad o centralidad.
El acto de concebir, el fornicar, el acto sexual, es decidida y definitivamente irracional, más luego, su resultante, es la elaboración de constituir una racionalidad, que se convertirá en una vida, que tal vez tenga, incluso, como producto de tal encuentro, el híbrido, de lo irracional y racional, que llamamos amor.
Tal vez nos sea más soportable, nuestra humanidad, escondiendo, ocultando, nuestro origen como nuestro destino irracional. Sabemos, a ciencia cierta (expresada con sarcasmo esta metáfora) que no existe nada más allá de nuestra muerte, sin embargo nos empeñamos, en «estirar», «poetizar» nuestra racionalidad, y creamos, en un nuevo encuentro romántico, la fe, la creencia ciega en ese algo que no podemos dimensionar, pero que intuimos o que dogmatizamos en nuestra espiritualidad, bajo la tutela de una superioridad que se ubica siempre arriba nuestro, o comprendiendo esa falta de razonabilidad, de la que no queremos hacernos cargo.
Nuestra historia, nos habla, no de lo que hicimos o de lo que pretendimos, sino de nuestra falta de autenticidad. Dejamos los rastros, las huellas, la fechas, los nombres y apellidos, de ese afán pretensioso de que la racionalidad es lo que nos mueve, nos impulsa, nos determina y conmina a haber hecho lo que se hizo y en el caso de no haberlo conseguido, por esas vueltas del destino o porque se impuso una racionalidad mayor que, desconocíamos y desconocemos o no nos fue, ni nos es, dado comprender.
Nuestra relación con el poder, es una muestra cabal de lo que expresamos. Mediante la política, pretendimos instaurar la racionalidad tan pretendida y anhelada. Precisamente esto no es lo objetable, es decir que pretendamos y avancemos hacia tal destino. Lo recriminable, es que no reconozcamos, que nos determina aún más, todo lo otro que no es racional. La política dispuso y dispone, la institucionalidad democrática, cuál sí fuese la receta mejor lograda, para que nos entendamos y convivamos, en una armonía, que no contempla que los seres que componemos el sistema pensado, somos más o menos, es decir otras cosas o expresividades, que lo puramente, eminentemente racional.
Que no indaguemos en todo lo otro que, nos dispone como más allá de lo racional (o irracional, que no es precisamente anti-racional) es la mayor de nuestras faltas para con nosotros mismos, lo que nos hace inauténticos y tal vez nos dispone aún más a una suerte de infelicidad imposible de mitigar.
La tan pretendida «actitud tecnológica» va en este sentido, es una respuesta cientificista, al error de cálculo de creer que todo va de ello.
Creer en la resurrección del hijo de un dios que propone igualdad entre los hombres, es un acto de fe, que trasciende lo racional, tal como la democracia cuando, mediante sus gobernantes nos propone que los arribados al pináculo, trabajarán por los que no están en el mismo sitial.
La historia de la humanidad, la nuestra, es una historia de irracionalidades, por más que consignemos y consagremos, al recuento oficial de lo acontecido, como la suma o disputa de elementos de actos y dinámicas racionales.
Una vez que abandonemos la razón como deber ser, como imperativo categórico, cómo el punto de fuga, donde se hace presente la falta, nos estará esperando para constituirnos, para completarnos, para que nuestra historia no deje pliegues y tampoco imponga, prioridades, que no están dentro de nuestra naturaleza, por más que pretendamos dotarlas de un sentido, siempre fabricado, ajeno e inauténtico.
* Filósofo argentino