VERÓNICA HERNANDEZ JACOBO
El goce del cuerpo se produce siempre en el cuerpo del Uno, pero por medio del cuerpo del Otro. En este sentido, el goce siempre es autoerótico, siempre es autístico. Pero al mismo tiempo es aloerótico porque siempre incluye al Otro, incluso en la masturbación masculina, en la medida en que el órgano del que se trata está «fuera del cuerpo» -como lo subraya Lacan- y está marcado de alteridad. (Jacques-Alain Miller El Partenaire-Síntoma pág. 411)
Nuestra modernidad no puede ser leída sin analizar las adicciones, de hecho el sujeto que es movido por el placer extiende este placer hasta que lo placentero se hace adictivo, el placer extendido produce la adicción, va desde lo genital, los alimentos, las bebidas y otras tantas raras costumbres. Sabemos que el placer se intensifica desde que el bebe se alimenta del pecho materno o del biberón, el pecho aparece como un objeto privilegiado que causa una satisfacción que instala una ligazón mama-bebé produciendo lazos fuertes.
Las adicciones son tan imposibles de eludir porque pueden ser incluso un soporte a lo pulsional, podemos afirmar que toda adicción desborda al yo, siendo este yo sometido el exceso adictivo convirtiéndolo en su esclavo, de tal manera que cuando las terapias psicológicas pretenden fortalecer al yo, a buen árbol se arriman ya que el yo es la estructura más mortificada por el placer, incluso cierto placer es constitutivo de ese yo.
Las adicciones también comprometen al cuerpo, por ejemplo los bulímicos hacen experimentar tanto placer alimentario al cuerpo que casi lo hacen estallar, ya que la pulsión acéfala empuja a atragantarse unas buenas hamburguesas hasta que el cuerpo desfallece en dolores gástricos, ahí el placer adictivo le deja su lugar al goce, ya que en el adicto se presenta una ausencia de la palabra y es la exigencia biológica convertida en necesidad quien galopa ese cuerpo hacia el abismo de la insatisfacción.
La pulsión implica una semántica sobre el cuerpo, una resonancia lingüística que como eco recorre los intersticios de la lengua, de ese modo deja marcas y huellas por el cuerpo, cuerpo pulsional para decirlo más claro, si la adicción atrapa al cuerpo en las mayas del exceso de goce, nadie está libre de esa dimensión imaginaria, que devora la carne volviéndola siempre sensible y necesitada de más dosis de adicción, podemos decir entonces que lo adicto cambia la posición de sujeto amarrado al desborde y al desmadre, ahí donde la posición fálica flaquea, y en su lugar el tóxico toma su lugar.
No sé aun si la adicción rompe la singularidad, o bien si la adicción pluraliza los goces y si los puede universalizar, ya que tal parece que la droga que le sirve a unos en mayor o menor dosis sirve para todos. La experiencia adictiva es de lo singular, la droga del adicto es un goce que le viene del otro, tal como lo plantea Jacques-Alain Miller un goce tóxico, hay por lo tanto un frenesí del consumo de esa droga adictiva iterándose el goce como una constante, de hecho la adicción es una manera de condescender al goce por vías placenteras sin fin.
El adicto vive sometido a la demanda, todo lo que se le ofrezca en el orden de su consumo escasea, limitado para su demanda acuciante, de ahí que frente a lo imposible de conseguir es posible que este sujeto tomado por la adicción aparezca en algunos momentos como peligroso, pero si al adicto no le ofrecen la lathouse necesaria desbarranca cualquier estado de civilidad. Vemos las campañas contra las adicciones, en ellas se intenta convencer con argumentos salutogénicos de no ser adictos, del daño que las drogas hacen, pero el adicto no deja de consumir, cualquier sermoneo se le resbala, en otras ocasiones se usa la amenaza, la cohersion, pero bien sabemos que la compulsión no tiene orejas de tal modo que no escucha por su buena salud.
Recordemos que para Freud la adicción primordial era la masturbación de ahí que está lejos de desaparecer, toma nuevos caminos en el sujeto, empujándolo a una pequeña muerte coloreada de exceso de placer.
* Doctora en Educación