FRANCISCO TOMÁS GONZÁLEZ CABAÑAS
«El sistema nos ha hecho creer que la violencia es la expresión de los antisociales y resentidos. Ha sido uno de los mayores triunfos del capitalismo: diagnosticar la furia como signo de inadaptación y locura, mientras una elite se entrega a formas de sadismo cada vez más extremas que se cotizan en bolsa». (Dessal, G. 27 octubre 2019)
Tal vez el sadismo sea que los mismos que pregonan libertad de pensamiento y por ende de acción, horas antes de que los ciudadanos se expresen en las urnas, consagren prácticas codicionantes como la dádiva, la prebenda, o que perpetren la continuidad de la pobreza, la marginalidad y la desigualdad, en nombre de la política y sus formas, supuestamente democráticas.
«Luchar contra la violencia mayor desde la violencia menor. Lo que puede ser traducido, según se pudo analizar, como la lucha contra la violencia oscurantista desde la violencia diferencial. La calificación de menor o mayor abre la discusión hacia cómo es posible establecer esta distinción, desde que lugar, y en resumidas cuentas, cómo juzgar la violencia. Si se asume que la violencia es irreductible, el problema de la posibilidad de su juicio no es menor, en tanto se deconstruye la oposición entre violencia y noviolencia. Es lo que tardíamente Derrida comprendió como tarea de una crítica de la violencia. Indicando que no se trata de juzgar desde un determinado fin a la violencia como medio, sino de pensarla en su inmanencia. Como si se dijera que el único lugar posible de una comunidad deseable se encuentra en esa lucha infinita de una violencia menor con una violencia mayor. Lugar inestable, precario, que reclama una tarea infinita, una guerra sin término, sin tregua.» (Biset, E. «Derrida político». Editorial Colihue. Buenos Aires. Pág. 49)
En este horizonte, en donde combatir la violencia, no deja de ser un combate, con lo que ello implica, se traza la posibilidad, no de desterrar del todo alguna práctica que se considere violenta (la resistencia por ejemplo) sino al menos reducirla, a una expresión mínima, tolerable o poco perceptible.
«Algunos escritores políticos pretenden que, habiendo nacido todos los hombre bajo un gobierno, no poseen libertad para instituir un nuevo: cada uno –dicen- nace un sujeto a su padre y a su príncipe, y consecuentemente está en una permanente obligación de sujeción o fidelidad. Jamás los hombres han contemplado alguna sujeción natural, en la que hayan nacido, respecto a su padre o príncipe, como un lazo que les obligue sin su propio consentimiento a someterse a ellos. La historia sagrada y profana nos suministra frecuentes ejemplos de un multitud de gentes que se han separado de la obediencia y jurisdicción bajo las cuales habían nacido, derivadas de la familia o de la comunidad en la que habían sido alimentadas, para establecer en otras partes nuevas sociedades y gobiernos.» (Artículos políticos de la enciclopedia. Diderot, D´Alambert. Editorial Tecnos. Barcelona. Pág. 71).
La generación que nació en democracia, enfrenta este desafío de poder pretender un sistema, al que lo atosigan o asedian, los reclamos, muchos de ellos, con la inevitable violencia que acarrean, que trascienda el mismo, que sea democrático en los términos que la democracia aún no ha cumplido, como por ejemplo el de reducir el número de pobre, de marginales o de achicar la brecha de desigualdad que impone en una supuesta democracia, los índices barbáricos que no dejan más alternativa, que una reacción, que una manifestación que prescinda cada vez menos de elementos cada vez más agresivos o violentos.
«El poder es siempre previo; nunca está afuera, no hay margen para que den el salto quienes están en ruptura con él. Pero esto no quiere decir que debe aceptarse como forma ineludible de dominación o un privilegio absoluto de la ley. Que no puede estar nunca <> no quiere decir que estemos atrapados de cualquier forma.»(Foucault, M. Un diálogo sobre el poder. Ediciones Altaya. Barcelona. Pág. 82)
Estar afuera, no atrapados por lo democrático, nos traslada a un ámbito, no sólo incierto, sino plagado de inquinas y sospechas, atestado de planteos suspicaces y abotagado de caracterizaciones que siempre terminan en evaluaciones injuriantes, que concluyen en señalamientos acerca de la sed de agresión o de violencia, que se pueda tener en caso, de contar con la sana intención de escapar de lo absoluto, de soñar y trabajar por ese sueño, que en nuestra calidad de seres humanos, podemos organizarnos, social y políticamente, mejor de cómo lo venimos haciendo. La iterabilidad de lo electoral, la consecución del hábito que hace costumbre y que se consagra en ley, no necesariamente nos debe llevar al parricidio, de asesinar al padre normativo, para tan sólo superarlo, para hacer algo, siquiera mucho más, de lo que nos han legado en estos términos democráticos en los que nos toca vivir sin el beneficio de inventario, de tener el derecho de ambicionar algo mejor por el simple hecho de considerarnos capaces de conseguirlo.
El deseo, por tanto se constituye en violencia. Desear una democracia mejor, que exceda lo electoral, que lo trascienda y que se encargue de los problemas que nunca se hubo de encargar (pobreza, marginalidad, desigualdad) lamentable, como necesariamente, se transforman en dagas filosas, contra aquellos que sienten y piensan, que lo mejor que podemos tener, es que cada ciertas jornadas electorales, un grupo de personas se imponga a otras, por el condicionamiento normativo de obligar a las mayorías a optar.
Así cómo en los cementerios reina la paz, en las urnas se manifiesta violencia, la democracia debiera ser mucho más, es nuestro deber el ir por ello y conseguirlo, tal vez, a cómo de lugar.
* Filósofo Argentino