FRANCISCO RENÉ BOJÓRQUEZ CAMACHO
José Juliano recordaría en el resto de su vida, el día que su madre lo llevó por primera vez a ver cómo acomodaban a un muerto dentro de un ataúd. Recordaría en sus conversaciones cotidianas el momento en el que, a escasos metros de la caja mortuoria,como sus dos manitas se aferraban a la mano de la madre, cuando se iban abriendo paso entre el gentío, mediados por los gritos desgarradores de los deudos; iba espantado y su madre se percató de ello y se agachó un poco para hablarle quedito; “…no le tengas miedo, Cornelio el panadero ya pasó a mejor vida…”
Pero la imagen que siempre se le avivaba en su cabeza, eran las manos del muerto sobre su inerte pecho y con sus dedos trenzados a la perfección. Le llamó la atención, el rosario que le habían acomodado entre los dedos, como una antigua costumbre que tenían arraigada los moradores de Anchura. Observó que las cuentas remataban en una cruz y una medalla con la imagen de la Virgen de Guadalupe. Su madre se dio cuenta que los ojitos de José Juliano estaban a punto de salírsele de las órbitas de los ojos y entonces le dijo; “siempre vas a ver que a los que mueren les ponen un rosario entre sus manos.” No aguantó mucho ver al panadero muerto, si estando en vida le causaba temor dada su corpulencia y la manera de gritar al dar a conocer el producto;¡Pooooooooooooooonnnnn!
La imagen de esas manos aferradas al rosario fue una constante en la vida que llevó José Juliano. Las continuó viendo en los velorios a los que era muy proclive y cuando se daba cuenta que faltaba el rosario al occiso, él mismo se acomedía para que se fuera protegido a la nueva vida. Un rosario entre manos descansando en el pecho, para José Juliano sería siempre sinónimo de muerte.
El tiempo voló muy rápido y José Juliano ya se sentía satisfecho con la vida, porque ya se había casado, supo asimismo de las dificultades para la crianza de los hijos continuando con más ahínco con los nietos y ahora gozaba con cada sorbo de aire fresco en la etapa de la jubilación; pensaba así; “…ya no me importa morir, estoy más que contento con lo que mi Dios me regaló…” Y le daba vueltas a eso de la muerte en esos años que más felicidad le llegaba. Ya solamente le tenía una petición al Creador; “…llévame con una muerte serenita, sin hospitales ni operaciones, ni años prolongados como un vegetal, niguas con las sillas de rueda, nada de estudios de laboratorio, tampoco de yerberos que te dan agua pintada; quiero irme en el momento que duermo para ya no despertar en este Valle de Lágrimas.”
En esas cosas humanas pensaba cuando el sueño le fue ganando, se resbaló en una especie de tobogán untado con mantequilla, se iba deslizando suavemente hasta que allá a lo lejos miraba entre la bruma un espacio agradable, le vio forma de brazos, soltó más su cuerpo para que quedara a la deriva y fue cuando entró en acción el dios Morfeo. Éste lo abrigó entre sus tibios brazos que lo adormilaron aún más. Pronto los ronquidos denotaban que éste sería un sueño reparador. Soñó, soñó y soñó como doscientas veces que es la tarifa nocturna que tenemos los humanos, se dio vueltas varias en la cama, se desenredaba y enredaba en el cobertor y finalmente se aquietó en la madrugada grande.
Abrió los ojos despacito, quiso saborear poco a poco la luz sonrosada del Alba que entraba por el amplio ventanal de su recámara; sus manos estaban sobre su pecho como era la costumbre que tenía para dormir; la mano derecha arriba de la izquierda. De pronto sintió algo entre sus manos, como si estuvieran atadas y como dormía con una almohada grande, no tuvo necesidad de levantar la cabeza para descifrar esa sensación de manos prisioneras. Se quedó quieto y jaló aire con la boca a modo de sorprendido: un rosario estaba sostenido entre sus manos. Pensó sobre esa inédita situación que se encontraba y hasta alcanzó escucharse él mismo; “¡estoy muerto!” No tenía ninguna duda alguna al ver sus manos sosteniendo el rosario; el fin había llegado y ahora sonreía porque comprobaba una interrogante que en la vida terrenal no pudo resolver; ¿había vida después de la muerte?
Ahora miraba con atención sus manos y el rosario que las envolvían: Fue entonces que inició un rezo mental a la vez que colocaba sus dedos sobre una de las cuentas. Como católico que era, y más aún, que su esposa tenía una colección de cien rosarios de todas las partes del mundo, en donde se incluía uno bendecido por el Papa en El Vaticano; se aprestó al rezo porque sabía muy bien los veinte misterios de la vida de Jesús y de la Virgen María, sin olvidar que después de decir cada misterio, viene un padre nuestro diez avemarías y un gloria a Dios.
Le dio gusto saber que en “el más allá” la vida continuaba muy parecida a la terrenal, al sentir lo cómodo del colchón, lo fresco del ventilador puesto cerca de la ventana para que jalara el aire del mar. Oyó una alarma a lo lejos y se afianzó en él que la vida ultraterrena es similar a la de la tierra; al cuarto también entraban los olores de la cocina. “¡Chorizo con huevo y olor a café negro!”, “¡también disfrutaré mi desayuno preferido en este mundo!”
Se quedó totalmente quieto, no quiso hacer el intento por mover el cuerpo; consideraba inútil que al muerto, en posición de acostado y sosteniendo entre sus manos un rosario, le estuviera dado la posibilidad de movilizarse; desde niño, los que había observado en los velorios del pueblo nunca más se levantaron y él no podía ser la excepción. Pero en el ambiente captaba algo extraño que no hilvanaba bien,cuando escuchó con toda claridad la voz de su esposa que le ordenaba; “¡ el desayuno está listo, o vas a dejar que se te enfríe!” No entendía lo que estaba pasando y se ponía a reflexionar; ¿su compañera de tantos años había muerto al mismo tiempo?, ¿no estaré en el último sueño de la madrugada? También pensó; “… son los mismos regaños de mi mujer que me daba por las mañanas, ¿también en esta nueva vida voy a seguir siendo regañado?
Oyó pasos firmes caminando hacia la recámara; ahora abrían intempestivamente la puerta a la vez que se dejaba escuchar la voz de su amada; “José Juliano, ¿por qué estás rezando tan temprano?” Arriba, que te estamos esperando para desayunar.” Pudo destrabar sus manos, se incorporó y por un momento se quedó sentado en la cama, metió los pies a sus pantunflas y se movió guiado por el olor a café caliente y recargado como le gustaba, a la vez que se le vino una carcajada grande e interminable, cuando sacó la conclusión de que uno de los rosarios que usaba su esposa antes de dormir, se le había enredado entre sus manos en los momentos de tantos sueños nocturnos y de tantas volteretas en la cama. Llegó a la mesa contagiando con sus risas a la familia que reía sin saber las razones.
Cuando se apaciguó el ventarrón de las risotadas, él les contó con una inusual calma lo que había sucedido y cerró ese capítulo diciendo “sigo vivito y coleando”.
* Profesor Universitario y Escritor