PRIMAVERA ENCINAS
Aún puedo recordarlo. Permanecía sentada en el diván de terciopelo, cuando se quebrantó el silencio que se produce después de los aplausos. Masajeaba mis sienes, cerrando los párpados para no contemplar los pliegues prematuros, cuando escuché el ruido exterior y salí del camerino. Todos corrían presos del pánico. Abrochándome los botones de la bata, huí de los encajes y brillantes que me embellecían en las noches de gala. Fue tan confuso. Las paredes se venían abajo, las lámparas tronaron, los muebles fueron pisoteados. Todos empujaban. Hasta las ratas huyeron esa noche y apenas pude ponerme a salvo, subiéndome al coche de algún anónimo. Díez días duraría la revuelta contra Madero, y en esos diez días, perdería la juventud y la cordura.
Cuando todo acabó, me encontraba sucia y aterrada. Veinte años de belleza yacían por los suelos. Sin adornos me veía más vieja. Nada quedaba de la estrella de opereta, la Gran Carmela. Me peiné como pude y abrigada con un rebozo, salí de mi madriguera para tomar un poco de aire. Volteando a mi alrededor, lo único que percibí fue muerte. Cadáveres esparcidos, sangre derramada, niños llorando, edificios agujerados, residencias destruidas. El centro de la ciudad latía moribundo, por lo que preferí cerrar los ojos y no ser testigo de esa masacre.
Caminé hacia mi casa. Observé los vidrios rotos y la puerta abierta. Encontré muebles descocidos, telas carcomidas, paredes manchadas, pisos sucios y orinados. Ni siquiera mis elegantes vestidos lograron salvarse. Me habían sustraído los objetos personales. Mirando alrededor, experimenté una rabia profunda. Los tintes y polvos ya no ocultarían mis carencias. Las lágrimas me invadieron, hasta que arribó la noche, y tuve que respirar hondo y levantarme a tapar los agujeros.
El viento fue implacable al llegar la oscuridad. No me daba abasto con los trapos sucios. Helaba de frío, helaba de miedo. Las paredes me parecían amenazantes. Fue como adentrarme a un mundo confuso y burlesco. Sólo la muerte se asomó. Esa muerte que deambulaba afuera, curiosa, atrevida, tocando de puerta en puerta, para ver si había algún un sobreviviente, que prefiriera dejar de existir a soportar la realidad. Me parecía oírla de cerca, la olfateaba al sentarme junto a la ventana o al tocar el piso. Entonces empezaban los balazos y comenzaba a pedir disculpas por mis pecados anteriores. Me apreté contra las cobijas, llorando de terror. Ni el fantasma de mi madre se dignó a aparecer. Estaba sola, indefensa. Sentía pavor al escuchar los disparos. Luchaba contra mis temores interiores, a la vez que me debatía mentalmente contra el ruido. Cuando faltaban unos minutos para que salieran los primeros rayos de sol, de tanto temblar me quedé dormida.
Tal vez hubiese permanecido sollozando, pero el hambre es pragmática, y salí de mi escondite. Todo fue en vano. La compañía de opereta terminó abandonando la ciudad. Únicamente deambulaba uno que otro empleado que no podía reconocerme. En tan sólo doce días, había envejecido. Se me notaban mis cuatro décadas, con la tez áspera, arenosa. Las canas poblaron mi frente. Antonio, mi amante, había muerto. No tenía dinero, ni parientes, así que regresé a casa. Ante la desesperación, tuve que aceptar a tres huéspedes para sobrevivir. La casa era grande y mi estómago estaba vacío. ¿Qué más podía hacer? Asistí a estudiantes que prometían hacer reparaciones y llenar la alacena. Seis meses después, ya tenía ocho huéspedes.
Me transformé completamente. De ser una estrella del escenario me convertí en cocinera, repostera, afanadora, costurera. Había engrosado, perdiendo mi figura. Aprendí a aceptar mi lugar en la vida. Los representantes, no estaban interesados en una cuarentona. Carmela desapareció, ahora sólo quedaba Carmen Corrales. Dejé de extrañar los aplausos y el roce suave de la seda. “Simple vanidad” pensaba al recordar el brillo de los diamantes, mientras tendía la ropa o despellejaba una gallina. Mis manos tomaron la forma rasposa del trabajo diario.
La variedad de los visitantes me ofrecían un sin fin de anécdotas. Relataban las victorias de Obregón, Zapata y Villa. Ninguno sabía que pertenecí a la compañía de opereta y mucho menos que en mis mejores años, fui una mujer seductora repleta de admiradores.
En 1914, cuando los villistas llegaron a la capital tras el derrocamiento de Huerta, sentí temor de la revolución. Los recuerdos de la decena trágica me llenaban de pánico. Aún podía recordar el maléfico ruido de los cañonazos, la incertidumbre de las balas, el hedor de los muertos, el deceso de Antonio. –No se apure doña Carmelita no va a pasar nada malo, nos traen libertad y progreso –explicó uno de los estudiantes.
“Progreso” repetí internamente. Cómo decirles que adoraba la antigua época, aquellos años cuando mi belleza floreció, ofreciéndome suculentos frutos. Que añoraba los días cuando viajé con la compañía, cantando las coplas más hermosas. Cómo compartirles aquel gusto por el teatro, aquellos sonidos divergentes, colores alucinantes que engañan la visión y despiertan el ánimo. Cómo explicarles la emoción ante los aplausos, los viajes en carretera.
Con la llegada de las tropas, la ciudad fue un hervidero. Arribaron inquilinos a la casa, repletos de palabras altisonantes, que disparaban al aire. Jesús y Marcelo tuvieron que ayudarme con Felipe, un villista embrutecido por el alcohol, que se tropezó con los baúles. Varías fotografías llegaron a sus manos, donde una mujer mostraba una insinuante sonrisa. Quedaron atónitos al verme. Acaso tenía diez o doce años menos. Con rubor, alegué que era parte del pasado y no tenía importancia. Felipe se detuvo ante la fotografía.
–Es igualita a la que tiene mi coronel.
Fingí no oír, pero sentí escalofríos. Nadie mencionó el asunto, sin embargo, dos días después, se presentó bien aseado.
–Dice mi coronel que si puede recibirlo esta tarde.
Escuché a Felipe sorprendida, sintiendo una ráfaga de ansiedad. Me estudié a mi misma, tenía las mangas del vestido arremangadas, las uñas rotas, mantequilla en los dedos y diez kilos de más que en aquella fotografía.
–No me reconocería. Esa foto tiene como trece años. He cambiado mucho, además,¿qué gano con verlo? Ya no estoy para esos trotes.
Felipe salió con la cabeza gacha y yo me encerré cuando el coronel pasaba a caballo, ante la mirada atónita de los demás. Una mañana Marcelo me encaró:
–Oiga Carmelita, ¿qué no piensa salir? Ese pobre hombre está haciendo una zanja.
–Está esperando un fantasma. Hace tiempo que no soy Carmela.
–¿Pero no piensa ni hablarle? Mejor atiéndalo y que se vaya.
¿Qué se vaya? ¿Decepcionado? Yo que siempre fui vanidosa no podía permitirse decepcionar a un admirador. Primero muerta. Me dirigí hacia mi habitación, enfrentando al espejo. Recordé la noche de los cañonazos. Aquella vez en que me estiraba las sienes y pintaba mis pocas canas. Seguía siendo hermosa, con ese cuerpo esbelto y las manos suaves que sólo tocaban jabón perfumado. Esos días lucía bella… ¿y ahora? Mi rostro perdió la tersura por el trabajo agotador. Se me habían ensanchado la cintura y las caderas. Me sentí vieja y peor aún, fea. Ya no luchaba como contra el inevitable paso de los años. Al estar lejos de los reflectores, olvidé el gusto por mi arreglo. Comencé a llorar porque enterré mi existencia demasiado pronto, sin meditar si quería separarme de la esencia de Carmela. Esencia que estaba cocida a mi espíritu, a mi ser más infinito. Carmela no había muerto. La artista que llevaba adentro, se resistía a perecer. El coronel me enfrentaba a una realidad que no podía negar, porque al negarla, me negaba a mí misma.
Acaricié mi rostro con la yema de los dedos. Me estudié al espejo y así de noche, ante la tenue luz de la luna, me percibí distinta. Fue como si mi sangre comenzara a fluir de nuevo. Soltando el cabello de los broches, pasé mi mano por el pecho, escuchando los trotes de caballo. Era el admirador que me recordaba que era una mujer capaz de despertar calor en un hombre. Respiré profundo, y de mi ser, emergió una energía olvidada deleitándome corporal y espiritualmente.
En la calle, el coronel Hernández cabalgaba furioso. Debía irse e ignoraba cuándo podría retornar. Nada había funcionado para acercarse, por lo que miraba el balcón con frustración. Esa ventana jamás se abriría.
Entonces escuchó una potente voz y pudo contemplarme como una diosa, envuelta en un sedoso camisón blanco, mientras entonaba una melodía de ópera. Quedó maravillado con las notas, transportándose a un espacio donde no había tiempo. Era nuevamente una diva inalcanzable.
Al terminar, se acercó con un clavel rojo en la mano y lo miré a los ojos. Ni los kilos de más, ni los años me arrebató la idea que lucía hermosa. Recibí la flor con una sonrisa.
–Es usted maravillosa Carmela, nunca olvidaré esta noche. Debo partir a Chihuahua, pero hace que valga la pena cualquier espera.
No sabía si lo volvería a ver o si habría un lazo en el futuro. Sólo entendí que era admirada como antes, las reverencias no acababan. Permití que el coronel me besara la mano, quedando con la firme convicción, de que yo siempre sería Carmela.
* Licenciada en Psicología