ANDRÉS GARRIDO DEL TORAL
Se tiene noticia cierta el 4 de julio de 1867, de que al día siguiente (5 de julio), llegará a la ciudad de Querétaro Benito Juárez (la primera en su camino a México pero la segunda en su vida) y el gobierno local acelera los preparativos. Se han adquirido nuevos muebles para la habitación de él y para las de sus acompañantes, pues se piensa que se quedará una o dos noches en el flamante nuevo Palacio de Gobierno.
El día viernes 5 de julio por la tarde está la ciudad en espera del hombre de Guelatao y en dicha vigilia cae un fuerte aguacero a eso de las diecisiete horas, duró mucho tiempo y empapó a todos pero no acabó con el entusiasmo de un pueblo voluble que lo mismo recibía a gritos y sombrerazos a un monarca cuatro meses antes y ahora daba la bienvenida a un sobrio republicano con las venas hinchadas de sangre zapoteca. Al fin llegó a San Pablo Querétaro el inteligente indio de San Pablo Guelatao, alrededor de las nueve de la noche, desde cuya garita y hasta el Palacio del Gobierno estatal no dejó de recibir vítores recordando su triste paso del 4 de junio de 1863 rumbo a Guanajuato llevando como equipaje solamente su famoso carruaje, su levita, la Constitución de 1857 y el archivo de la nación, o el ya lejano viaje del 15 de enero de 1858 al iniciar la guerra de Reforma y en el que se alojó en la humilde casa del general Arteaga, el cual vivía en los anexos del ahora (1867) Palacio de la Corregidora (desde 1981 palacio de Gobierno) en la calle de Guadalupe 3 (hoy Pasteur). En medio de farolas y “gallos” de los diferentes barrios citadinos, se le condujo a la sala principal donde departió con lo más selecto de la sociedad queretana, ochenta personas en total, contando a Escobedo y a sus oficiales de más alto rango, a los miembros del Club José María Arteaga, a Julio María Cervantes, quien se quedaría con la gubernatura. Dentro de los triunfales discursos que se dieron esa noche, destaco los de Luciano e Hilarión Frías y Soto por hacer la defensa de esta prócer ciudad ante Juárez y sus ministros Lerdo e Iglesias. Después de esto pasan a degustar un sencillo y severo banquete amenizado por una banda militar.
Aprovechando Escobedo que ya no hay visitas indiscretas, aborda al presidente y le da pormenores graves del sitio, cuando de pronto la charla se encamina en torno al asunto de Tomás Mejía. “Pero hay otro secreto que sí me pertenece porque es mío y puedo comunicarlo a usted: yo quise salvar a Mejía; le ofrecí la vida porque le debía atenciones y grandes favores” dijo Escobedo, a lo que Juárez preguntó: “¿Y qué contestó?”, “Me preguntó cuál sería la suerte de Maximiliano, y como en mis palabras advirtiera la verdad, me dijo terminantemente que no aceptaba nada y que correría la suerte de sus compañeros de infortunio” respondió a su vez el neoleonés. Ante esta verdad, el Patricio del Sur quedó pensativo y sólo atinó a decir lacónico: “Era indio y era leal”. La casa de gobierno estatal se ha convertido por una noche y dos días en Palacio Nacional y por ello lo guarda una imponente fuerza militar. A fuerza de voluntad, un adolescente queretano de apreciable familia, descendiente del primer gobernador constitucional del Estado, ha logrado que lo dejen quedarse a dormir cerca del presidente al que tanto admiraba; su nombre era José María Diez Marina, al que acompaña el mayordomo de la hacienda de Miranda, un tal Terrazas.
Apenas despuntaba el alba de ese 6 de julio y ya está en pie el zapoteca refrescándose en el corredor de la casona gubernamental. Es visto por el gobernador Cervantes, quien lo alcanza en compañía de Lerdo de Tejada, Terrazas que los alumbra con un farol y Diez Marina, dirigiéndose los cinco al descanso de la escalera principal para introducirse a una pequeña estancia donde se haya un largo ataúd que reposa sobre cuatro bancos de madera. Todos se acercan y, como la tapa de la caja fúnebre está levantada, contemplan la mortaja del que un día soñó heredar el trono de Moctezuma. Se acerca un poco más el presidente Juárez, alumbrado por el poblano coronel Cervantes, y puede observar durante diez minutos el rostro que refleja la rigidez cadavérica, el embalsamamiento deficiente y uno de los ojos de vidrio azul desviado. Ni una sola palabra se pronuncia. Salen del oscuro cuarto los tres próceres y Diez Marina y Terrazas cierran caja y habitación, mientras que el Patricio se dirige nuevamente a sus habitaciones a tomar un frugal desayuno, tal y como su espartana forma de vida.
El 9 de septiembre de aquel año de 1867, el gobierno juarista decidió trasladar el cuerpo de Maximiliano de este Palacio de Gobierno de Querétaro a la Ciudad de México.
*Doctor en Derecho, Cronista de Querétaro