JAIME IRÍZAR
Quiero decirles que pertenezco a una generación en la que por lo regular participaban en la formación de los hijos, además de los padres y familiares muy cercanos, los maestros, curas, médicos, vecinos y amigos muy cercanos de la familia. Aclaro que todos ellos lo hacían con frecuencia de una manera directa y con la anuencia de los padres, pero sobretodo casi todos con muy buena intención.
Eran los tiempos en que en los hogares utilizaban estrategias no muy ortodoxas para modificar las desviaciones de conducta de nosotros los hijos. Época en la que además de los regaños, los consejos y los gritos de alerta, privilegiaban los chanclazos, cinturonazos y las amenazas, sin olvidar, los castigos propios de los encierros y la prohibición de algunas de las actividades que más nos gustaban.
Cierto es también, que siendo una sociedad muy influenciada por los preceptos religiosos, la noción del pecado y el temor a ser condenado al infierno que describió Dante en la Divina Comedia, ayudaban a corregir algunas anomalías conductuales de los inquietos chamacos de ese entonces. Mas no conformes con lo anterior, nuestro entorno familiar se auxiliaba vertiendo al seno de las conciencias infantiles e inmaduras, creencias, mitos, leyendas, cuentos etc., con una carga moral y emocional tal, que pocos podrían pasar a otra etapa de la vida, sin llevar en sus espaldas un temor infundado, alguno que otro trauma, o de perdida más de un prejuicio que la ignorancia se encargaba de fortalecer, para que en la etapa adulta nos siguiera influyendo en nuestra manera de pensar y actuar.
Señalan los especialistas, que los mejores modificadores de la conducta humana son la culpa, la vergüenza, el miedo a la soledad y la idea del pecado, mismos que eran más efectivos en las sociedades con gran influencia religiosa como la nuestra.
Nuestros padres, al margen del nivel cultural que tuvieran, se pasaban de boca a boca y de generación en generación, esa información didáctica para que de manera pragmática ella hicieran más leve la complicada y nada fácil tarea de formar y educar a los hijos.
Recuerdo bien, que las historias de aparecidos, de diablos que escogen la noche para atentar con los mal portados, el nahual que besa tu cara en la noche y te maldice con ello, sin olvidar las mujeres vestidas de blanco que por la noche salían para advertirnos, sin decirnos nada, que lo mejor era portarse bien.
Todas estas folclóricas historias tenían, creo yo, una gran carga moralizadora y compartían una característica en común: todos los eventos de dichos relatos sucedían por las noches.
Tal vez por ello, desde niños relacionamos la noche con lo obscuro de la vida, con lo malo, lo negativo y por ende empezamos a temerle de manera inconsciente o consciente a la misma. Este temor, se afianzaba en virtud de que muchos de nuestros padres influenciados por una marcada formación religiosa, por costumbres, tradiciones, o por la simple ignorancia, reforzaban estas prácticas, pues sabían que eran un útil mecanismo en el intento de modificar nuestras conductas en las edades más tempranas de la vida.
Cabe mencionar, que hoy por hoy, este escenario está completamente modificado, los temores a los traumas, los complejos, los derechos humanos de los niños, mismos que han permeado todos los estratos sociales como consecuencia de la gran difusión de la información pertinente que psicólogos, psiquiatras, conductistas, y demás especialistas en la materia han hecho a través de los medios masivos de comunicación, lo cual, lo digo con respeto, han maniatado las manos de padres, maestros y vecinos, haciendo más compleja la educación y la formación de nuestros hijos, al hacernos sentir muy culpables si realizamos cualesquier medida disciplinaria con carácter punitivo.
Pero este artículo no pretende abordar temas que están fuera de mi alcance profesional, sino más bien, lo referí, para definir un contexto que me ayude a describir el miedo que a la noche, le tienen algunas personas.
En mi calidad de médico, de amigo y familiar, con frecuencia me topo con alguien que casi a diario me platica del insomnio que sufrió la noche anterior. Hay veces que me parece que lo hacen hasta con un tono de presunción cuando me lo informan. Invariablemente, al externar esta situación personal, se muestran muy preocupados, algo enfermizos, y con cierta ansiedad.
Trato, con fines terapéuticos o como amigo que sabe escuchar, de indagar detalles sobre su mal, sobre su salud y su estado mental. Me llama mucho la atención que varios de ellos, pese a la cronicidad de su dolencia, no reflejan ninguna afectación física, lo cual me intriga aún más y anima a seguir escudriñando sutilmente en su personalidad para encontrar los hábitos y conductas que me ayuden a definir las formas en que se les pudiera ayudar.
Tras interrogarlos, me topo casi siempre con que, si bien es cierto que no duermen por las noches, invariablemente descansan las horas suficientes durante el día, ya sea de manera continua o con intervalos, pero le dan al cuerpo el descanso que requiere. Con esta conducta van fortaleciendo un círculo vicioso que les servirá como dije antes, más bien para presumir su condición de insomne crónico, tirarse al suelo y llamar la atención de quienes lo quieren, o tal vez, para esconder algunos de los temores infundados, o traumáticos que nos trae la noche, mismos que venimos arrastrando de pequeños.
Después de descartar en ellos una dolencia física que realmente esté mermando su salud, continúo en la búsqueda suponiendo que muchas pueden ser las causas de este tipo de insomnio, sobre todo en las personas de la tercera edad, pues esta condición rara vez se presenta en las etapas tempranas de la vida, en virtud de que su energía desbordante es muy compatible con la cargada agenda de sus actividades y por ello el sueño, acude puntual a su cita.
Pero cuando se es mayor, el acumulado de experiencias de la vida es grande también, las enfermedades y el proceso de vida y muerte son mejor entendidas, los miembros de tu generación, cual granos de una mazorca se van desprendiendo uno a uno del olote; los achaques y las limitaciones físicas propias, conscientemente nos orillan a pensar que nuestro fin se aproxima y como burro noriero, seguido le damos vueltas y vueltas al asunto, ganando tan sólo con ello que se nos espante el sueño, principalmente por las noches, que es cuando por costumbre arraigada todo lo más malo se asocia a ella. Dormir, dicen poetas y médicos, es un algo muy parecido al morir. La siempre anhelada luz del nuevo día trae la tranquilidad y la esperanza renovada a nuestra mente, lo que sumado al agotamiento de la noche anterior, orilla fácilmente a la conciliación del sueño reparador.
De verdad que es muy estresante el insomnio nocturno, porque desde tiempo inmemorial, nuestras vidas están regidas por los ciclos de vigilia y sueño. Y actualmente, salvo contadas excepciones, la gran mayoría sociabiliza durante el día y por las noches duermen. Cuando esto no ocurre así y se nos va el sueño, sufrimos al ver que nuestros seres queridos duermen plácidamente como si no debieran un peso en la Coppel, y además porque no podemos alternar en ese momento con ellos.
Es curioso que la gran mayoría de los insomnes, en lugar de aprovechar las horas de vigilia nocturna para realizar actividades productivas o recreativas como lo puede ser el leer un libro, ver una película, etc., más bien se dan a la tarea de escoger los temas más negativos que la historia personal cargada de culpas y temores le puede construir, haciendo por ende de la experiencia del insomnio, un látigo fuerte con el que puedan auto flagelarse.
Es común que los insomnes se la vivan preocupados por la muerte, sus enfermedades o sus traumas y problemas personales, en lugar de ocuparse en vivir realmente. Olvidan que un día ensimismado, es un día no vivido.
Tengo la impresión de que algunos insomnes, son también algo hipocondriacos. En mi familia, tan numerosa como lo es, no podía faltar ninguna de las dos condiciones. Una de mis hermanas, cuyo nombre omito, porque si me llega a leer se enfermaría de verdad, era tan sensible que con tan sólo escuchar los signos y síntomas de una enfermedad, la sufría pero con cuadros muy floridos para que no cupiese la duda. Ya sea epilepsia, rabia, tétanos, la peste, viruela, en fin, ella era todo un compendio de medicina interna y una gran artista para interpretar fielmente los síntomas de todos los padecimientos. Siendo como éramos una familia pobre, y al ver que con cada cuadro hipocondriaco que sufría mi hermana se alteraba el equilibrio emocional y económico de la familia, mi madre ya empachada de ésto le dijo una vez a mi hermana: mira mija, no te quejes, ni te andes inventando enfermedades, no vaya a ser que Dios te castigue y te mande una enfermedad de verdad, para que se te quite esa mañita que a todos por igual nos afecta. Sé muy bien que lo dijo de buena fe, pero la “enferma”, no lo tomó así.
Les comento esto porque ella (mi hermana), tras cada una de las enfermedades ficticias que tenía, le aterraba dormir por las noches y durante el día mientras dormía, quería tener siempre la compañía de mi madre. El miedo a no despertar, era su mayor pesadilla.
Un maestro de la universidad en donde estudié, con suma frecuencia me invitaba a su casa para tener charlas de gran contenido filosófico. Tal vez su esposa, hijos y amigos ya se habían cansado de oírlas y en mi encontró un alumno que sabía escuchar.
En uno de tantos encuentros, recuerdo que me dijo que la vida debe de entenderse como una aventura, con sus goces y los riesgos que ella implica, mismos que hay que afrontar con inteligencia para que valga la pena vivirla. Únicamente quien conoce los riesgos y toma decisiones sensatas puede ser feliz. Pero en realidad solo si se ama, vives con alegría, aunque también puedas sufrir por tal razón. Se es feliz por partida doble cuando se aprende a expresar sin limitación alguna tus sentimientos y a confiar, en quien sincera y espontáneamente te los regala. Pobre de aquel que no tiene en su historia un gran amor. Un grato recuerdo que le sirva para salvar tempestades, ahuyentar miedos y temores y superar crisis existenciales.
Dar amor, aunque no lo parezca, es un camino de ida y vuelta y en ambas direcciones hay suficientes motivos para ser feliz. Quien ama de verdad, da siempre muestras claras de honestidad, integridad y de vida intensa. Bien decía mi tía, “se ocupa muy poco para ser feliz, y no tener miedo y siempre estar enamorado” es lo más importante. Con miedos y temores, la vida es un infierno, pero sin amor, no vale la pena vivir.
No temas nunca a la noche, ella como el día, son partes muy importantes de la vida.
* Médico, Escritor