JAIME IRÍZAR
Un buen día, Mario Arturo Ramos, gran poeta, mejor amigo, me hizo una pregunta tal vez tras analizar un texto familiar que hacía tiempo yo había escrito. Lo hizo, creo yo, porque tenía francas dudas de si en realidad era un escrito biográfico objetivo o el producto del cariño familiar que me influenciaba e impulsaba a la imaginación creativa y a la pretensión de dar realce e interés a la historia que describía. ¿Oye Jaime qué porcentaje es real y cuanto es inventiva, me dijo de manera tajante e inquisitiva? Mira Mario le contesté sereno, yo me precio de ser miembro de una familia muy numerosa, pero mucho muy numerosa, te lo digo con gran orgullo, en virtud de lo cual te puedo garantizar que somos muy conocidos en todos los barrios y ciudades en que hemos vivido. Nuestra pobreza, despertó en nosotros el ingenio y nos hizo desarrollar la habilidad para crear buenas relaciones humanas y ello permitió que en breve, mis 19 hermanos, físicamente muy parecidos, tuviéramos presencia notable en la escuela, el trabajo o en la calle misma. Parecíamos unos Volkswagen todos, pero de diferente modelo, según el decir de nuestros vecinos y amigos. Te comento esto, para argumentarte que muy poco podría yo inventar en las historias familiares que elaboro, cuyos pasajes no apegados a la verdad, no pudieran ser fácilmente desmentidas por tanta gente que tuvo a bien regalarnos su afecto, comprensión y amistad.
Soy un convencido de que toda persona es en sí misma, una fuente de enseñanza profunda y digna para plasmar de él los aspectos más positivos de su vida en una biografía, que bien pudiera servir para ilustrarnos y ampliar nuestro criterio, mente y visión del vivir, lo que en realidad nos acercaría y ayudaría a encontrar la felicidad que todos, de una manera u otra buscamos sin cesar.
En esta entrega quiero traer a la memoria a un personaje muy singular de nuestra familia, misma que dejó gran huella afectiva en quienes tuvimos el privilegio de convivir con ella.
La razón y motivo de este escrito, está en virtud de que considero que no olvidar a los que quisimos y nos quisieron, es la mejor forma de honrarlos, pero además, seguro estoy que dentro de las muchas virtudes que tenía este personaje, destacan de manera muy clara el optimismo, el entusiasmo, la fe, la esperanza y una clara convicción de que había que levantarse sólo para ser feliz. Un día perdido o desperdiciado, sería no hacerlo de esta manera, según ella.
Ignacia López Elizalde, era el nombre completo de la protagonista de este relato, originaria y avecindada en la ciudad de guamúchil Salvador Alvarado, hermana mayor de mi señora madre y miembro de una numerosa familia de hombres y mujeres muy longevos.
Solo para contextualizar y citar unos ejemplos, les digo que de 101 y 102 años fue la duración de la vida de sus padres, a quienes fielmente imitaron hasta alcanzar los 98 años tanto ella como mi señora madre, suficiente edad para regalar gratas y aleccionadoras historias de vida.
Es mi tía Nachita, un personaje digno de describir porque además de haber vivido casi todo el siglo pasado, le tocó lidiar con unas costumbres y tradiciones propias de una población pequeña con arraigada religiosidad, misma que le daba el toque característico a la vida de todas las mujeres de esa época, principalmente a las pueblerinas. Casada con Pedro, hombre muy trabajador, responsable, pero también muy enamorado, que se ganaba la vida vendiendo calzado en abonos, casa por casa, lo que tal vez le facilitaba el conocer otras mujeres a quienes sin duda cortejaba. Era mi tío, el más puro ejemplo del macho mexicano que tenía en un sitio preferencial a esposa e hijos, pero que requería de amores extras para sentirse realizado. Serio, reservado, desconfiado y muy celoso como corresponde a todo ser que conoce de la vida y de los amores. Durante los 67 años que vivió le impuso a su familia una rigurosa disciplina. Era un hombre proveedor puntual del sustento familiar, pero en cambio a mi tía la limitaba de efectuar múltiples acciones que hoy por hoy, serian la bandera más emblemática para iniciar una revolución por las mujeres que pregonan a grito abierto la equidad de género y la liberación femenina. Los viajes, las fiestas, la alternancia con familiares y amigos, por decir sólo algunas cosas, estaban no permitidas a mi tía Nachita. Pese a ello, su rostro siempre bondadoso y sonriente, no evidenció señal alguna de amargura, su fe en dios la ayudaba a saltar todo obstáculo que en su camino la vida le ponía. Pasó el tiempo y para colmo de males, el Alzheimer o la demencia senil agravó sustancialmente la conducta desconfiada y procelosa de mi tío, para después pasar a morir sin haber cambiado en lo más mínimo su forma de pensar y de sentir.
Recuerdo muy bien a ese buen hombre, recorriendo todos los días en bicicleta las polvorientas calles del Guamúchil de antaño, llevando amarradas a la parrilla de su vehículo, dos o tres cajas de calzado mismas que tenía que vender o entregar para poder sacar el día. Siempre con una sonrisa y un palillo de dientes a flor de labios.
Parecerá cruel decirlo, pero con frecuencia encierra una gran verdad, el dicho que reza que la desgracia de uno, es la felicidad de otro. Les digo esto, porque tras la muerte de su esposo, mi tía Nachita empezó a vivir plenamente, así, dicho con todas las letras. Por fin se le hizo viajar y conocer Culiacán, ciudad distante a 100 km de su pueblo natal y uno de sus sueños más acariciados de joven, donde a la sazón vivía doña Amalia mi madre y su única hermana.
Recuerdo a la perfección como apareció una chispa hermosa en sus ojos ese mismo día que tuvo el privilegio de realizar ese “gran viaje”, misma que no desapareció hasta el día de su muerte, en que las cataratas nublaron su visión más no su alegría.
Empezó a alternar con la familia, amigas y vecinas de mi madre, con quienes siempre tenía en agenda temas agradables que tratar. Conquistaba a todos con su bondadoso rostro y esa sonrisa fácil de aspecto infantil, de tal suerte que parecía que todos los días le acababan de enterar que se había sacado la lotería. De ese tamaño era la luz que le iluminaba su cara.
En ese primer viaje a Culiacán mis hermanos la llevaron al cine por primera vez en su vida y ello fue suficiente motivo para crearle una emoción tan grande que hizo que se le espantara el sueño por más de tres días, lo que le hacía platicar a propios y extraños lo grande de su primera experiencia visual. Acudía puntualmente a cuanto festejo la invitaban, gozando siempre intensamente, incluso más que el mismo festejado, se deleitaba con la comida, los arreglos, las charlas, las muestras de afecto que le regalábamos, sin olvidar la emoción desbordante que le provocaba la música. No se quería ir a dormir, hasta que le pusieran o tocaran “la basurita”, su canción preferida y “el jibarito” la canción que se convirtió en un himno para mi madre.
Su optimismo y entusiasmo era tan contagioso que inconscientemente los sobrinos la buscábamos para despejar inquietudes y tristezas. Cabe mencionar que mi tía era la excepción que confirma la regla en cuanto a lo expresiva y sentimental se trata. Todos en su familia son más resecos que un pinole. Aarón mi hermano, cuando veía a mi madre triste y melancólica por la paradójica soledad en que a veces vivía, mandaba a por ella a Guamúchil, para que con permiso de sus hijos, pasara una temporada larga al lado de mi madre, pues tan sólo su grata compañía revitalizaba a mi madre. Comer churros, tomar nieve, dar un paseo alrededor de la manzana, detenerse en un jardín y contemplar extasiada el verdor del césped o el intenso color y olor de las flores, mismos que ella describía en voz alta mucho mejor que cualesquier poeta. Una abeja, una mestiza de pericos, o una visita a un restaurant, eran suficientes motivos para despertar en ella una larga charla y una alegría que rebasaba expectativas. Muchas veces, nos preguntamos los hermanos, de donde sacaba tanta energía, jovialidad y positivismo para ver la vida siempre de color rosa.
Como médico siempre me llamó la atención el observar su gran apetito, y sobretodo el ver que no tenía limitación alguna en su dieta, al grado tal, que después de los 92 años ella y mi madre aún seguían comiendo chicharrones de puerco y cenaban, poco antes de dormir, tacos de cabeza con salsa picante, platillos que les encantaban y no les provocaba la más mínima molestia gástrica, pesadillas, u otros disturbios del sueño. Sobra decirles que con menos que eso, muchos adultos jóvenes de hoy, toman a puños omeprazol o tienen necesidad imperiosa de internarse.
Retomando el tema, les digo que me gustaba, con mi humor negro característico, jugarle bromas a ella y a mi madre, teniendo como respuesta única e inmediata de mi madre un manotazo y un “baboso” dicho con enojo, pero de mi tía Nachita solo una sonrisa dulce, de niña, picaresca acompañada de un “vas a ver bribón o vaquetón”, frase que despertaba la hilaridad de los presentes.
Parió varios hijos, todos de un noble corazón como el de ella, pero finalmente, todos los hijos de mi madre fueron suyos también. A la fecha, no he conocido a ninguna otra persona que sepa proyectar cariño, comprensión y bondad tal y como lo hizo mi tía Nachita, de tal suerte, que casi puedo asegurarles que los sentimientos que externaba se materializaban y uno los podía coger con la mano de tan intensos, francos y espontáneos que eran.
Más allá del afecto y el grato recuerdo, quise compartir con ustedes esta historia, porque si bien es cierto que el personaje central de la misma nació justo después de su viudez, en los años posteriores a ella, nos enseñó una lección importante sobre lo que realmente hace falta para ser feliz.
Los especialistas en la materia, y aquellos filósofos que han abordado con seriedad el tema de la felicidad y el cómo conseguirla, coinciden plenamente que hay que incorporar a tu perfil, dosis suficientes de fe, optimismo, entusiasmo, esperanza y amor. Que hay que poner todos los días a funcionar correctamente todos los sentidos para poder oler, mirar, sentir, probar, y oír, tan sólo las cosas bellas y gratas que siempre a nuestro alrededor están. Que funcionen bien nuestras neuronas para que razonadamente no odiemos y además no dejemos entrar a nuestro archivero emocional a la envidia. Que aprendamos temprano a gozar lo que tenemos, lo cual no es tan poco como a veces solemos creer. Que nos detengamos a analizar seriamente el valor del tiempo y en consecuencia concluyamos que si la gozamos o no, la vida igual se va a terminar, aunque no lo queramos. Que no hay dinero, ni inteligencia que alcance para comprar otra existencia. Que hagamos del intentar ser feliz, la única rutina rigurosa. Recordemos que la alegría y el entusiasmo son los dos signos universales de la felicidad, razón por lo cual no deben de faltar éstos en nuestra persona y en nuestro hogar.
Sin exagerar, así era la tía Nachita, mujer que supo encontrar de manera original la felicidad, además fue un personaje que con su sola presencia, ayudaba a ser feliz a quienes le rodeaban. Dicen y coincido que la edad y la felicidad son cuestiones de actitud.
La historia personal de mi tía, me demostró categóricamente, que no se requiere más que de amor, para ser feliz.
Médico, Escritor