PRIMAVERA ENCINAS
El reloj caminaba despacio, frustrante, se escuchaba el minutero. Aún no llegaba. Normalmente lo hacía a las seis, y ya eran las seis y cuarto. Volteando de un lado a otro, busqué alguna distracción sin encontrar ninguna. Por más que lo intenté, no pude evitar pensar en lo insoportable de mi vida, sintiendo como la soledad quemaba mis entrañas.
Últimamente, no teníamos muchas cosas de que hablar, pese a que el matrimonio era irreprochable, teníamos tres hijos y si bien la cuenta de banco no era extensa, al menos había para pagar las cuentas a fin de mes.
Me paré en seco y volví a mirar hacia la ventana. ¿Por qué tardaba tanto? Llamando a mi amiga más cercana y a dos de mis vecinas, comprendí que nadie estaba disponible.
Mi hijo mayor de siete años, pidió permiso para salir a jugar con sus amigos. Estelita miraba el televisor y el pequeño Manuel, dormía después de llorar la noche entera por un intenso dolor en las encías.
Mirando a mi alrededor, observé todo en su lugar. Por la mañana llevé a los niños a la escuela, recogí los uniformes de deporte; pasé las horas en el supermercado batallando con el peque de seis meses, haciendo cola en el cajero automático, para recoger la casa después.
Mas faltaba algo. Cuando por error observé el espejo, me percaté de mi sombrío aspecto. No me gustó lo que vi. La tez era pálida y opaca, los ojos envueltos en unas horribles ojeras, mis labios ya no sonreían. ¿Dónde quedó aquella joven que conquistó a su marido? ¿Se la llevaron acaso las horas de insomnio frente una cuna, tres embarazos y diez años de una interminable rutina?
Me sentía miserable. Al casarme, pensé tener la vida resuelta. Era el hombre ideal, que me sacaría de trabajar de ese aburrido comercio. Pero, ¿por qué no podía sentirme plena? Algo debía estar mal, aunque ignoré qué era.
Llegó. Sin saludar como siempre. Dando por hecho, la inquebrantable solidez de nuestro matrimonio. Cómo si no fuese necesario enamorar, seducir, o siquiera agradecer el cuidado de los niños. ¿Para qué lo haría? De todas formas llevaba muy bien la casa, como un robotito invencible que no ocupara aceite o cualquier otra reparación.
Mientras lo veía cenar, como todas las noches, con su calma eterna, esa inaudita paciencia rodeada de abandono, lo detesté, responsabilizándolo de mis desgracias.
Él tenía la culpa por hacerme creer que era especial, cuando tal vez no lo era. Por decirme que era su máximo amor, llevándome al placer más extremo, a la calidez más absoluta, para después olvidarme.
Lo odié, porque prometió el paraíso, haciéndome sentir segura, a pesar de ocurrir lo contrario. Prometiendo que no experimentaría fuertes sensaciones de angustia cuando me encontrará en la oscuridad, con dos niños peleándose y otro llorando por el mencionado dolor de encías. ¿No se supone que me casé para no sentir ansiedad ni dolor de ningún tipo, salvándome de mis indecisiones y la fragilidad de mi existencia?
Terminó de cenar, parándose sin decir palabra, sin agradecer siquiera el delicioso platillo, que llevó dos horas. Mi frustración era tal, que quise asesinarlo.
Entonces llegaron a la cocina los niños, hablando de los disfraces para el evento navideño, pidiendo dinero a su padre para comprar unos dulces. Él sacó unas cuantas monedas y recordó:
–Ah, por cierto, se me había olvidado, el fin de semana vamos ir a la cabaña con los compadres, encárgate de los preparativos.
Los niños gritaron de emoción, contando las cosas que deseaban llevar. Al escucharlos, distraje mi ira, empezando a hacer planes sin entusiasmo.
De tal sentimiento, pasé a estar ocupada, dedicando los siguientes tres días a prepararlo todo, como si se tratase de alguna campaña militar. Sistematizando la agenda propia y la de los vecinos, ordenando los alimentos, las cobijas, los impermeables, las botas de montaña….y lo que se me pudo ocurrir en ese momento y en las setenta y dos horas siguientes.
Al llegar la fecha señalada, partí repleta de preocupaciones sobre el viaje, que me distrajeron por tiempo indefinido.
Pasaron los meses, luego los años. Los niños fueron creciendo, llenando gran parte de mi día a día, aunque las frustraciones aparecían de tanto en tanto. A veces tímidamente, en ocasiones, entrecortadas por el llanto u ocultas en una sonrisa muda o un silencio amargo.
Pero cuando me sentía infeliz, aparecía alguna distracción que me sacaba de la abulia y el abatimiento, poniéndome en marcha.
Mirándome en el espejo, me decía: Bueno Estela, allá vamos. Conforme me maquillaba, cubría horas y horas de ensimismamiento, dejando que la cabeza pensara en todos los deberes, sin detenerse un segundo en más tonterías o cualquier sentimiento que me hiciera retroceder.
Un día, cuando los hijos se fueron y la nena se casó por fin, me senté en la sala, soltando el aliento.
Volteé a todos lados, la casa estaba impecable como siempre, no había polvo en la mesa, las fotografías familiares ocupaban su lugar, en la cocina olía sabroso, y los cubiertos formados sobre el comedor esperaban cualquier movimiento del minutero. Eran más de las seis, no tardaría.
Cuando por fin apareció, después de media hora de larga espera, nos saludamos sin palabras, con una sonrisa tenue, bastante familiar. Comimos pasivamente como lo habíamos hecho por más de veintiocho años. Entonces él dejó su cuchara y dijo:
–Hemos tenido una buena vida, ¿verdad?
Fruncí los labios con suavidad, lo miré a los ojos, y después de unos eternos segundos contesté: –La verdad…no sé qué decirte.
Licenciada en psicología