GILBERTO J. LÓPEZ ALANÍS
La villa de San Miguel de Culiacán, fundada en el mismo año en que “apareció” la virgen de Guadalupe (1531), siempre mantuvo conexión con la diáspora minera zacatecana.
Enmarcada en el disputado reino de la Nueva Galicia, sus actividades formativas desde el punto de vista institucional, se vieron protegidas por disposiciones reales de la Corona Española, con instrucciones a la Audiencia de la Nueva España y normadas por las autoridades coloniales asentadas en la Guadalajara mexicana.
Muy pocos años después, en 1536, este conglomerado, fue testigo del primer pacto político entre los nativos huidos por las actividades esclavistas de los señores de la tierra de esas latitudes; el artífice de tal acuerdo, fue Alvar Núñez Cabeza de Vaca, después de su increíble travesía desde la península floridana hasta las costas del Mar de Cortés.
Convertido en Chaman y en medio de gran alborozo arribó a Culiacán, participando como intermediario para atraer la mano de obra nativa que se encontraba levantada y dispersa por la sierra. Llegó a la villa san miguelina, constatando el deterioro de las actividades productivas instrumentadas por los españoles; el acuerdo pudo lograrse por su buena fama entre los naturales motivados del comportamiento de largas convivencias, enfrentado múltiples peligros, asumiendo algunas costumbres de los naturales, fama que se extendió hasta estos confines.
Alvar Núñez siguió su ruta hacia la capital de la Nueva España dejando pacificada la villa que para entonces contaba con 100 o 150 habitantes. Su llegada a México fue espectacular, produciendo una fiebre especulativa al anunciar la existencia de las ciudades doradas de Cibola y Quivira y desde entonces comenzaron a fraguarse sueños expedicionarios promovidos por fray Marcos de Niza y el mulato Estebanico, por lo que en 1540 Francisco Vázquez de Coronado, habilitado como jefe de la empresa hacia aquellos imaginados tesoros por el Virrey Antonio de Mendoza, entró a la villa de San Miguel, combatiendo al levantado indígena Ayapín que asolaba la región del valle de Culiacán.
La expedición de Coronado al norte novohispano fue un fracaso, vista desde la codicia por las míticas riquezas. Sin embargo el descubrimiento de nuevos territorios y sus recursos naturales provocaron diferentes expectativas en la Corona Española.
Tiempo después en 1545 con los descubrimientos mineros de Cristóbal de Oñate cerca de Culiacán, la villa se convirtió en punto de partida de nuevas expediciones mineras hacia la sierra, figurando como vecino de oportuno apoyo el conquistador Juan de Labastida y su familia al intercambiar bestias y alimentos por enseres valuados en marcos y tomines de plata y oro.
En esa cauda expedicionaria, Don Pedro de Tovar y doña Francisca Guzmán, junto con su familia apoyaron en todo al joven conquistador vasco Francisco de Ibarra en su paso por la villa de Culiacán rumbo a la ocupación de los territorios de Chiametla, para incorporarlos al reino de la Nueva Vizcaya. Es digno de mención el que algunos acompañantes de Francisco de Ibarra, se quedaran a vivir en la villa de San Miguel de Culiacán.
Después de violentas confrontaciones con los nativos, en 1582, en la villa quedaban 14 hijos de conquistadores y la tributación fue de los productos de la tierra y la recolección de frutos silvestres; aparte de la manufactura de mantas de algodón confeccionadas por mano de obra femenina, que era mucha y notable. Para 1583, se registraron 66 familias teniéndose como una de las villas más consolidadas en el Noroeste Novohispano.
En el año de 1591, después de sufridas experiencias evangélicas en la levantisca chichimeca, arribaron a la villa de San Miguel de Culiacán los sacerdotes jesuitas Gonzalo de Tapia y Martín Pérez, se alojaron en la casona colonial de Doña Isabel de Tovar y Guzmán, de amplios patios y corrales, soportales a la calle, los cuales unidos a los de los vecinos servían para guarecerse del sol y la lluvia, donde además encontraron ambiente sosegado y compañía ilustrada. Su presencia motivada por la necesidad de apaciguar el extremo norte de Sinaloa, ante levantamientos indígenas, los obligó a permanecer en la villa hasta encontrar los modos de traslado a San Felipe y Santiago de Sinaloa, adelante de Mocorito, desde donde Martín Pérez el criollo del emporio argentífero, y exrector del Colegio de San Pedro y San Pablo, escribió sus impresiones en latín en diciembre, al incluirlas en la primera carta annua del noroeste novohispano en 1591.
Culiacán con sus escasas 30 familias de españoles caracterizados por su austera vestimenta, convivían con miles de mestizos y nativos; sus calles eran anchas, mostrando su febril actividad productiva al construir su centralidad basada en búsquedas mineras, ranchos agrícolas y ganaderos, bajo la egida de la segunda generación de hijos de encomenderos avalados por las iniciales disposiciones de Nuño Beltrán de Guzmán.
Así las cosas, surge la interrogante: ¿Cual fue la motivación del traslado de Bernardo de Balbuena a la villa en 1602 desde la pujante Guadalajara? ¿Motivos de su ministerio? ¿Apoyar a doña Isabel como futura monja y confirmar la dote de ingreso?
El SJ Martín Pérez ya había escrito su Relación de Nuestra Señora de Cinaloa en 1601, donde da cuenta y razón de una provincia jesuita que abarcó desde el río Mocorito hasta el río Yaqui. A finales de 1602 y principios de 1603, el Obispo de Guadalajara Alonso de la Mota y Escobar, en compañía de cuarenta soldados de escolta había hecho un agotador viaje de reconocimiento del territorio a su mando, levantando inventarios y confirmando el estado de su rebaño.
Se reconoció que las actividades comerciales las efectuaban 5 o 6 pudientes; existía poco tributo, y los productos de Castilla o la China alcanzaron demanda. Las casas eran de muros de adobe, bajas y sin altos, con una iglesia parroquial dedicada al arcángel San Miguel, según lo describe el Obispo.
Balbuena, ya entrado en letras, llegó a la villa de San Miguel de Culiacán, asiento español de la frontera norteña de la Nueva España, la cual lindaba a unas cuantas leguas otra más inestable, la villa de San Felipe y Santiago de Sinaloa, asiento de la primera y la madre de las misiones del noroeste mexicano; en tan apartados confines conoció y trató a la hermosa Isabel de Tovar y Guzmán, de acendrado linaje. Hija de Don Pedro de Tovar, fundador del Culiacán norteño y expedicionario de los viajes de descubrimiento de las famosas y míticas ciudades de Cibola y Quivira con Francisco Vázquez de Coronado.
Soberana en su hermosura y acostumbrada al trato cortesano, Isabel, lindó en la fama de excelente anfitriona de personalidades eclesiásticas y militares que vieron en la rustica villa la posibilidad de refresco y avituallamiento en las grandes travesías en pos de la conquista de los territorios norteños del virreinato de Nueva España, así que su morada fue frecuentada por franciscanos y jesuitas que impartieron cátedra en la austera mansión culiacanense.
Lleno de novedades y sugestiva argumentación, el de valdepeñas estaba por concluir su obra máxima El Bernardo o Victoria de Ronsesvalles, que seguramente lo comentó con Isabel, ante su avidez por conocer la ciudad de México, donde se formaba su hijo Bernardo de Tovar, ya entrados a los 21 años y futuro mártir de los tepehuanes en 1616.
La recientemente viuda del que fue potentado señor de tierras y minas Luis de los Ríos Proaño, fallecido entre 1599 o 1600 y con el proyecto de ingresar al Convento de San Lorenzo de la ciudad de los palacios, refrendó su amistad, confirmando algo más, según las buenas lenguas después de su convivencia en la villa de los tres ríos, lo cual se vio manifestada públicamente en el ofrecimiento del poema de La Grandeza Mexicana a tan singular mujer, aunque las especulaciones de los críticos e historiadores no terminan en la búsqueda de otros acercamientos. Son tan evidentes los arrumacos y ansiedades literarias de Bernardo por Isabel que no es menester repetirlos, solo ultimar que la villa de San Miguel de Culiacán, asiento natural del compromiso que inspiró La Grandeza Mexicana, fue de singular importancia en la expansión de una frontera que como se ha visto, tuvo un destacado impacto cultural.
*Director del Archivo Historico del Estado de Sinaloa