JUAN RAMÓN MANJARREZ PEÑUELAS
Ahora estoy tras las historias de EL SOMBRAS, personaje de misérrima cuna y de un irreconocible sustrato ignaciano, famoso en la décadas de los 60 por su facilidad y propensión a hacerse amigo de lo ajeno y de cuyas historias ya hubiera querido Juan Orol para llevarlas al cine mexicano.
Apenas tengo un recuerdo de aquella tarde noche en que sigilosamente y haciendo honor a su mote, EL SOMBRAS se introdujo a la casa de los Torrijos y una vez adentro se escondió en un vetusto ropero porfiriano abandonado en un cuchitril, para esperar allí a que cortaran la luz eléctrica del pueblo, que puntualmente y con una precisión inglesa hacia Víctor Bernal todas las noches.
Lejos estaba nuestro personaje de imaginar siquiera que esta vez lo iba a traicionar su extremado cansancio derivado de haberse pasado veinte cuatro horas consecutivas vigilando todos los movimientos de los Torrijos. Había puesto los ojos en un par de garlopas que tenía tratadas previamente con el carpintero Miguelito Bernal y ya de retirada se robaría también un cartón de cerveza del expendio que estaba contiguo a la casa y con las que pensaba festejar el día de la virgencita de Colompo en desagravio por aquella vez en que entró furtivamente a la capilla y sustrajo una escasa morralla de limosna y algunos milagritos de oro que luego, luego, convirtió en unas cuantas monedas que gastó en un santiamén.
Pero haberse quedado dormido en el ropero no fue su desgracia sino sus extraños ronquidos y la escatológica costumbre de Victoriano Torrijos de salir en la madrugada a orinar al patio central de su casa.
Esa noche, todo salió mal para EL SOMBRAS, pues sus ronquidos empezaron a variar de tono y hacer un oguillo alargado y arrítmico justo cuando Victoriano estaba plácidamente disfrutando del chapaleo que producía el chorro de orines al caer sobre la tierra, mientras miraba adormilado pasar la vía láctea por la bóveda celeste de cielo estrellado de San Ignacio.
Salido del trance de vaciar la vejiga, Victoriano estiró los brazos al aire y se retorció como un gato viejo y luego se dio media vuelta para regresar a su habitación, fue entonces que alcanzó a escuchar desde el otro lado del portal un extraño sonido que llamó instintivamente su atención. Un escalofrío recorrió su cuerpo robusto y cubierto solamente por unos calzoncillos de rayas azules que recientemente había mandado comprar al parían de Mazatlán.
Entonces recordó lo que contaron unos campeadores, en el expendio de cerveza, hacía apenas dos días sobre una onza hambrienta que rondaba peligrosamente por unos potreros muy cercanos a las casas.
De dos zancadas alcanzó la puerta y ya adentro del cuarto se convenció de que ese oguillo, a veces entre cortado que escuchaba, era el que hacían las onzas antes de atacar a su presa. Como pudo y a tientas agarró una carabina Winchester 30.30 que unos campanilleros le habían empeñado por doce cartones de cerveza y encañonado la oscurana esperó así, con los ojos bien abiertos que parecían tostones, el resto de la madrugada para pedir ayuda.
La noticia corrió como centella embalada por todas las calles de San Ignacio, EL SOMBRAS había sido detenido por un piquete de gendarmes al mando del nada más ni nada menos, mejor hombre que tenía el heroico cuerpo de la policía municipal de San Ignacio: Nachón Zúñiga y que en suerte, para los Torrijos, y desgracias para EL SOMBRAS, estaba esa noche de guardia en la comandancia.
Dos meses después, EL SOMBRAS salió libre tras haber cumplido con creces la sentencia de barrer las calles principales del pueblo durante todo el tiempo que duró su cautiverio, bajo la vigilancia y chicotazos de Faustino Vega, gendarme éste reconocido por su estricto e inmisericorde actuar y por las miradas burlescas de los habitantes de prosapia de San Ignacio.
Pero a la distancia de EL SOMBRAS, ni sus sombras.
Sólo puedo decirles una cosa más: fue un hombre congruente pues murió ahogado en el río Piaxtla, en el sacrosanto cumplimiento de su deber, al querer cruzar el río con un pesado rollo de alambre de púas atado a su cintura y el cual había robado de una bodega de Ferreira, en El Cantón.
Pero siendo justos, EL SOMBRAS, fue víctima de la marginación y la pobreza endémica del pueblo mexicano, pues robaba para medianamente alimentarse, eso es lo único cierto en este relato. Lo demás es cosa de los gnomos de la imaginación, dijera el vizconde Medardo.
* Lic. en Legua y literatura Hispánicas por la UAS. Cronista oficial del municipio de San Ignacio, Sinaloa. Miembro del Seminario de Cultura Mexicana, capitulo Culiacán e integrante de la Asociación de Cronistas de Sinaloa