JUAN RAMÓN MANJARREZ PEÑUELAS
Nunca se supo cómo ni cuándo exactamente llegó Diamantina a vivir a San Ignacio. Así, de la noche a la mañana apareció habitando la vetusta y abandonada casona de los tres pisos que está frente a la plazuela. Al principio hubo curiosidad entre los vecinos por saber quién era esa señora güerita, de pelo rubio y ojos color de mar, que acompañada de un niño, se había animado a hospedarse en esa finca de tan tétrica fama, pues se sabía, desde entonces, que en la época de la Revolución Mexicana vivió allí un médico muy querido por las familias potentadas de San Ignacio, cuando la casa fue tomada como fortín, por un grupo de maderistas, quienes sostuvieron un tiroteo hacia el tejado de la iglesia donde estaban apostadas las fuerzas porfiristas que resistían a golpe de bala, en defensa de la plaza.
Ya había sido advertido el doctor, que no se asomara por ningún lado, so pena de ser alcanzado por una bala, pero no hizo caso. Abrió una de las alas de la ventana del tercer piso y pertrechado sobre un muro inclinó ligeramente el cuerpo y asomó la cara para mirar hacia la iglesia, recibiendo un certero impacto de bala, de un máuser 7 milímetros, tres dedos arriba del entrecejo. Instintivamente, el doctor, puso las manos sobre su frente como queriendo tapar la herida. Luego en acto de muerte regresó a su posición inicial, quedando de pie y con la cabeza ligeramente pegada sobre el muro y las palmas de sus manos ensangrentadas sobre la pared, como sosteniéndose para no caerse.
La confrontación terminó y las fuerzas revolucionarias tomaron la población mientras que la familia del doctor recogió el cuerpo y abandonaron el pueblo sin que nadie supieran de ellos. Desde entonces los vecinos de la casona dicen que no pasa noche sin que no escuchen lamentos y llamados de auxilio que provienen precisamente del tercer piso a la altura de donde están las huellas rojas de las manos del doctor y de su cara estampada como serigrafía sobre el enjarre de la habitación. Algunas personas, acompañadas por un sacerdote intentaron borrar las huellas de sangre, pero fue inútil, después de tanto tiempo aún permanecen allí.
Por eso la llegada de Diamantina acompañada de un niño como de seis años, impecablemente bien vestido: pantalones cortos, zapatos medio botín, camisa de manga larga, tirantes para sostener los pantalones, y una boina vasca con una mínima visera al frente, causo curiosidad y extrañeza. Diamantina vivió por lo menos quince años en esa casona sin que nadie hubiese tenido noticia de su pasado y sin que ella renegara de ruidos extraños o aparecidos. Sólo se sabía que había clausurado el segundo y tercer piso de la casa y que ella habita exclusivamente la planta baja. Tuvo poco contacto con los vecinos quienes muy pronto se acostumbraron a la rutina que impecablemente cumplía: Lo sábados salía a la tienda, que estaba a unos cuantos metros de la casa, a comprar mandado. Entre semana, llevaba al niño a la escuela agarrado de la mano y en absoluto silencio. Luego regresaba a la hora del recreo y en cuanto veía al niño salir al patio de la escuela ella rápidamente se acercaba y le compraba alguna golosina y esperaba allí hasta que la media hora del recreo terminaba y Rubencito regresaba al salón de clases. A medio día lo recogía y de pasada entraban un momento a la iglesia haciendo una breve oración en silencio. Rubencito no tenía amigos ni salía nunca a jugar a la calle.
Invariablemente, el primer lunes de cada mes, ella y el niño, quien ese día no iba a la escuela, tomaban el camión rumbo a Mazatlán y regresaban en el último tranvía de la tarde. Alguien dijo que una vez los habían visto entrar a un banco y cómo el gerente los recibía con comedimiento. No había más que decir de ellos.Así pasaron los años y Rubencito fue creciendo y convirtiéndose en un mocetón un poco torpe e ingenuo, debido la sobreprotección de Diamantina, hasta que un buen día, y ya en edad de merecer, Rubén cruzó mirada con una muchacha que vendía dulces en la plazuela y pudo sentir cómo una parvada de colibríes salía volando de su corazón, cada vez que la veía.
Sonsacado por la dulcera y en un descuido de Diamantina, Rubencito metió a la muchacha a la casa e inició una relación furtiva que marcaría para siempre su destino. No fue hasta aquella tarde en que Diamantina descubrió en el fondo del patio, el enjambre de colibríes danzando como borbotones de agua caliente, muy cerca del brocal de la noria cuando comprendió que su Rubencito había crecido demasiado. Pero ya no hubo tiempo de rectificar. Esa misma tarde y hasta ya muy entrada la noche se escuchó el traqueteo constante de un martillo. La casa amaneció tapiada con fajillas de amapas y deshabitada nuevamente. Algunos años después, un gambusino que bajó del mineral, El Tambor, a vender pepitas de oro en la tienda de los Milán, contó que Diamantina era descendiente de un soldado francés que había huido hacia la sierra después de una refriega que tuvo su regimiento en la costa de Culiacán. Que Diamantina había trabajado como criada en una hacienda de Durango y que su patrón abusó sexualmente de ella, hasta que la embarazó, para luego obligarla a reconocer públicamente que ese niño era hijo legítimo de sus patrones y que, a cambio, ella mantuvo el trabajo y el privilegio de estar cerca del infante, ya que le habían asignado la responsabilidad de ser su nodriza. La historia, aseguró el gambusino, se conoció cuando Diamantina, y el niño ya grandecito, desaparecieron de la hacienda sin que su patrón pudiera encontrarlos, a pesar de los esfuerzos que este hizo por localizarlos. Se supo después que Rubén vivió en San Dimas, felizmente casado con la dulcera de San Ignacio y que Diamantina, a pesar de los años que ha transcurrido, sigue espantando con sus quejidos y reclamos de ingratitud desde el fondo de aquella noria cuando escuchó el aleteo de los colibríes danzando amorosamente muy cerca del brocal.
* Cronista oficial del municipio de San Ignacio. Miembro del Seminario de Cultura Mexicana, capitulo Culiacán y de la Asociación de Cronistas de Sinaloa