SALVADOR ECHEAGARAY PICOS
Después de estudiar y hacer la tarea, nos reuníamos con Carol,en su huerto familiar, cercado con postes de madera y alambre de púas; sembrado de mangos, ciruelos, tamarindos, papayos, guayabos… y lo mejor: Su mamá y hermanas poseían “mano santa” para hornear panecillos, “tacuarines” y “pinturitas”. A pesar de que nos enviaban a las calles a ofrecer aquellas exquisiteces caseras, que “volaban” de las canastas de palma tramada, en las que las cargábamos, por lo rápido de su venta. Los” plebes” de la colonia nos peleábamos el ser elegidos como vendedores, ya que, como pago, nos permitían comer varias de las piezas recién horneadas, más un peso, constante y sonante. A estas alturas de la vida, recuerdo los sabores de esos años., aquellas delicias caseras que permanecen ¡para siempre! Juro que se me hace “agua la boca” al recordarlas…
Era viernes, nuestro turno matutino en la escuela “Seis” había terminado y tanto el cuerpo como el espíritu, lo sabían. Conforme a lo acostumbrado, debíamos recorrer las calles de la colonia para ofrecer los servicios como aseadores de calzado. La meta consistía en ganar algún dinero durante los fines de semana para comprar golosinas y sodas en la cooperativa de la escuela, ya que nuestros padres no podían ayudarnos a solventar ese gasto, debido a lo limitado del presupuesto familiar. De verdad, dolía ver a los compañeros estudiantes, de familias más o menos acomodadas, comprar en la tiendita, durante el recreo, cada día, gastando lo que nosotros no recibíamos; por eso chambeábamos en lo único que sabíamos hacer…. ¡y muy bien por cierto!
Era un día de tantos, el Alejandro (para su mamá), para la “pandilla”, el “Jando”, el mayor de todos, con su voz de misterio y tono de mitote, que apenas oíamos, platicó que la Flérida, viudita apenas unos cuantos meses atrás, se había casado con don Baltazar, el “renguito”, quien había trabajado en el ferrocarril como maquinista y que presumía de ser el dueño del reloj más bello del mundo. A propósito, nos acercamos a él y éramos sus mandaderos, sólo para tener la oportunidad de ver y sentir entre nuestras manos su pesado reloj de oro, con leontina del mismo metal; acostumbraba usarlo en el bolsillo del chaleco. Don “Balta”, era como de cincuenta años, pensionado, debido a un accidente que lo dejó en calidad de rengo permanente. Compró la casa que estaba junto a la que tenían los papás del “Jando”., lo que sería harto interesante, por lo que contaré más adelante.
Debo decirles que la viudita, aún no cumplía veinte años y poseía un cuerpo, que no le pedía nada al de la artista de cine Lilia Prado, al grado de que, si tenías hipo y tela encontrabas, se te quitaba con sólo ver sus curvas. La sexy Flérida causaba furor en nuestro barrio, así como en aquellos ubicados dentro del perímetro del “Arroyo de los Perros”: de la colonia Ejidal, la del Aeropuerto y los lejanos rumbos de Bachigualato. El casorio fue un escándalo en la cerrada sociedad que sólo contaba con el entretenimiento de la radio local, limitado, por cierto… Se corría el rumor de que el marido era un anciano, limitado físicamente debido a su renguera, no era feo decían, tampoco atractivo… En fin, después de darle muchas vueltas al asunto del casorio, por parte de las viejas “chismosas” de la colonia, se llegó a la conclusión, definitiva, que por mucho beneficiaba al flamante marido, al saberse que don “Balta”, tenía suficientes ahorros en el banco, que era propietario de varias viviendas y de tres puestos en el mercado Garmendia; de varios taxis; una flotilla de las llamadas “arañas”, usadas como medio de trasporte de personas y cargas pequeñas en la ciudad, jaladas por caballos; de un rancho ganadero en la ribera del rio Culiacán; de una elegante camioneta de modelo reciente, etcétera Pero de todas las habladurías del “Jando”, la que nos excitó de a de veras, fue saber que los recién casados, vivían en la casa recién remodelada, contigua a la vivienda de la familia de nuestro amigo.
Nos sentimos arrebatados, sobre todo, cuando bajando la voz, dijo: “si oyeran los quejidos y grititos que se escuchan después de que se acuestan, dizque para hacer la siesta, todas las tardes”, oyeron: ¡todas las tardes…!Luego añadió, don “Balta”, acondicionó una cama tramada con correas de cuero, la que cubrió completamente con baqueta de venado; este camastro lo colocó en el portal que asoma al patio interior. Y lo “re” bueno es que, desde el techo de la casa, ¡se mira la cama completamente! Tengo dos tardes, una tras otra, echándole los dos ojos a la pareja, desde que los descubrí, guiado por los gritos que pega Flérida, cada vez que se le sube el viejo condenado, que parece que ¡la quiere matar!. Aunque rápido descubrí que no quiere escabechárcela, ¡para nada! porque cuando el “rengo” se le baja y queda a su lado, respirando con un “jadeo” parecido al de un “tísico” en crisis, como si él fuera en verdad quien se moría, la pícara de la Flérida, le reclama: “¡quiero más, no le corras, Baltarcito!”
En el colmo de la exaltación colectiva, que perturbaba nuestra inocencia, en esa etapa ya lejana, una vez que el “Jando” terminó de contar, con lujo de detalles, las primeras lecciones sexuales que había recibido a “cuerpo presente” y a todo color, únicamente, quedaba fijar la tarde en la que subiríamos a la azotea, para ver y sentir, la experiencia sexual que nos habían revelado.
Desde luego, juramos, guardar silencio sobre este delicado asunto que compartíamos y debía quedar sólo entre nosotros, para evitar dañar tanto a Flérida como a don Baltazar. Al respecto, Carol, mostraba cierta desconfianza sobre el Rangel, mejor dicho, el “Güerito”, por su piel sonrosada, cabello rubio y pequeña estatura quien había sido aceptado en votación dividida, como parte del grupo.
Según cálculos del “Jando”, con su sabiduría de aprendiz de albañil, únicamente podíamos subir cinco de los integrantes del selecto club, ya que era el número máximo de plebes que podía sostener el techo de madera, levantado en el portal, donde se ubicaba la rústica cama, el tálamo nupcial. Así el “Güerito” y el “Pedrito”, por ser los menores, jugaron a la “suerte” su inclusión en el grupo que emprendería la aventura de conocer el acto sexual, en tiempo real, como dicen ahora, a cargo de un hombre y una bella mujer, el volado lo ganó el “Güerito” y, con su buena suerte, se volcó la mala sombra para nosotros, ya que ello preparó el escenario en el que todos intervendríamos en la obra teatral de lo absurdo que interpretamos involuntariamente, tanto sobre la azotea, como en la “recámara nupcial” instalada en aquel inolvidable portal. Por fin, ubicados en la azotea, mucho antes de la llegada de los esposos, el director de la obra advirtió que la estructura de madera, solo resistiría, al mismo tiempo, a cuatro mirones; así que avisó al “Guerito” que tendría que esperar a que alguno de nosotros dejara su lugar, para que él lo ocupara. Todos lo oímos. Fue enérgico y claro al decir: “aceptas, o te bajas”, ¡claro que se quedó!…La espera, encaramados en la azotea, se estaba haciendo eterna, cuando de repente, escuchamos las voces de los enamorados que se arrimaron a la cama que aguardaba, como ocurre con las cosas inanimadas: quieta, inmóvil, esperando ser usada por la acción apasionada, que, sobre su faja de piel, se amarían, hasta agotar el último aliento del deseo. A nosotros, nos estaba llevando la fregada, ante la pasmada actitud de los recién casados, que, comiendo mariscos de un platón colocado a un lado del lecho, bebían cerveza Pacífico de botella clara y se decían palabras quemantes al oído.
Continuará..
* Autor y Notario