JUAN RAMÓN MANJARREZ PEÑUELAS
El cielo se fue encapotando hasta que una tormenta de truenos y centellas fue cubriendo con su manto negro la noche aquella en que don Bernardo alcanzó su última bocanada de aire. En cuanto la oscurana cedió paso a la claridad de la madrugada, un peón ensilló uno de los mejores caballos de la hacienda y salió a todo galope rumbo a San Ignacio a dar parte de la muerte de su patrón.
Lejos habían quedado aquellos años, en que don Bernardo había tenido notoriedad entre los habitantes de los pueblos mineros de la región del Piaxtla, cuando intercambiaba mercancía por material aurífero, que luego fundía y convertía en doradas barras de oro.
Al paso del tiempo pudo amasar una importante fortuna que le permitió comprar tierras de labranza y una hacienda, logrando formar una familia y hacerse de una acrecentada fama de hombre rico.
Nadie supo de donde llegó aquel rumor de que la fortuna de don Bernardo era producto, no sólo de su trabajo como comerciante ambulante, sino de su ambición desmedida de tener cada vez más, lo que lo habría llevado a pactar con el mismísimo diablo.
Y así, de boca en boca, la historia de que don Bernardo había vendido su alma al diablo, a cambio de su gran fortuna, fue creciendo como su fama de hombre codicioso.
Con el tiempo los sanignacenses aseguraban haberlo visto cómo se aparecía, de la nada, a altas horas de la noche cabalgando un brioso caballo negro y cómo desaparecía entre la bruma de los callejones, dejando en la profundidad del silencio el traqueteo de las pezuñas de aquel diabólico animal.
Por eso, la noticia de que don Bernardo había muerto, cayó como un telón negro sobre San Ignacio. Ese día, ante el asombro y miedo de todos, el cuerpo fue sepultado al filo del obscurecer en lo alto de un cerro, frente a su hacienda, tal y como él había pactado con lucifer.
Por la noche, nadie pudo conciliar el sueño, hasta que en lo más profundo de la vigilia, y casi al amanecer, una explosión que se escuchó en el cerro donde había sido sepultado don Bernardo, provocó una estampida de animales que terminó de asustar, aún más, a los habitantes del pueblo.
Por la mañana algunos hombres se reunieron en la plazuela principal acordando enviar a un propio (de los más apegados a la iglesia) para que con todo cuidado subiera al cerro y observara si había algo sospechoso en el lugar.
El hombre salió con machete en una mano y un rosario en la otra. Subió el cerro y en un santiamén regresó y, con un miedo agigantado que no le cabía en sus ojos, describió a todos los presente cómo había visto el cuerpo de don Bernardo desbarrancado a unos cuantos metros de su tumba.
Dijo haber divisado, a lo lejos, el bulto sobre las ramas de unos palos blancos florecidos. Que el cadáver estaba derechito, como poste en un cerco recién reparado. Que tenía los brazos cruzados sobre su pecho y un paliacate que detenía su quijada. Que a leguas se podía ver como el alma ya no estaba en el cuerpo.
Desde entonces, en San Ignacio, existe la creencia, que esa noche, el diablo fue a la tumba de don Bernardo y al abrir el ataúd alcanzó a ver un crucifijo de plata que le habían puesto al difunto sobre el pecho; y que saltando despavorido sobre el barranco, el diablo abandonó el cuerpo en el despeñadero del cerro.
Algunos años después la descendencia de don Bernardo construyó sobre la tumba una capilla blanca con la intención de que la gente olvidara aquel diabólico incidente.
Pero fue inútil, los habitantes de la región rápidamente bautizaron el lugar con el nombre de La Capilla del Diablo y con este mote ha llegado hasta nuestros días.
No está por demás decirles que esta historia viene rodando de boca en boca, desde finales del siglo XIX, y que por tratarse de una leyenda, los hechos aquí relatados forman parte más de la imaginación de quienes los cuentan que de la propia verdad histórica.
* Cronista oficial del municipio de San Ignacio. Miembro del Seminario de Cultura Mexicana, Capitulo Culiacán