GILBERTO J. LÓPEZ ALANÍS
Desde el siglo XVI, cuando los mayos se apropiaron de los atrios y altares de las parroquias jesuitas, los mestizos siguen rezando y ellos danzan; algunas cosas habrán cambiado, pero permanece el concepto que se ha vuelto tradición.
A casi quinientos años de aquellas mutuas permisidades, vamos a las celebraciones llenos de curiosidad y entusiasmo por observar y sentir mínimamente, aunque sea por contagio momentáneo, esa ritualidad manifestada en los pueblos asentados en las riveras de los ríos norteños de Sinaloa y sur de Sonora.Instaladas en las enramadas las señoras encargadas del wakavaqui, nos invitan a degustar ese nutritivo platillo y en la plática picante nos hablan de sus experiencias añosas en estas celebraciones de identidad que no necesitan, para ellas, más argumento.
Al fondo se observa el grupo a la sombra de la enramada, tocando la hueja del bule, sobre una bandeja con agua o raspando la tablilla de fina madera, para armonizar con el violín y el arpa, mientras los coros en la lengua enervan al danzante.Del grupo de danzantes sale un indio viejo, canoso, enjuto, taliste, delgado, alto, dignamente, vestido fuerte y viril que comienza acariciando la tierra con los pies descalzos, el polvillo de la tierra apisonada y limpia se levanta como un sopor de vida; dos o tres brincos suaves confirman que está dispuesto a danzar. El contacto amoroso con la tierra sacude al danzante, el relámpago interno le llega al cerebro y viaja a regiones que no conocemos. El tiene la experiencia, nosotros somos simples espectadores de un acto ancestral que se adorna con las festividades previas a la Semana Mayor.Si el sacerdote católico se ilumina con la hostia al elevarla buscando la luz de la trinidad, el chamán encuentra su significado con la ritualidad de la danza; la pureza que alcanza es única; ha tardado un año, un ciclo de soles y lunas para volver a sentir lo indecible. Ha soñado con ese momento de comunicación con sus raíces que persisten en la actualidad.
Alrededor, los antropólogos; comunicadores, cineastas, documentalistas; cronistas; aficionados; curiosos; aspirantes de algo desconocido, funcionarios municipales, estatales y federales, simples fotógrafos y algunos que otro vago, observan, mientras el hermeneuta registra el significado profundo de esta originalidad novohispana.
Cada elemento del conjunto ritual se ha conectado con Viriseba, el señor del medio día, y todos le dan sentido a la presencia mestiza, esa que trasciende para hacerse única en el mundo de la cultura y de la esencia de pueblos originarios que mezclados siguen danzando, no como vencidos, sino como luchadores y forjadores de su mismidad.
Ellos no solicitan el perdón, no lo buscan ni lo mendigan, buscan el respeto y la libertad de manifestarse. Están danzando en Semana Santa; enseñan su libre e informal magistratura.
* Director del Archivo histórico del Estado de Sinaloa