ROGER LAFARGA
¡Ras, ras, ras! ¡St! ¡Ras, ras! ¡St!
Una viejecita sorda y su escoba sobre la banqueta en religiosa danza con la hojarasca, también marchita; tremolando el aire, en árboles que desperezan: trinos… Alguien acelerando a fondo para calentar motor y en el piso de arriba el taconeo apresurado de la muchacha que fustiga al tiempo. Olores, de rigor: loción barata para luego de afeitarse; sopitas de tortilla con tortilla, aceite rancio, tomate de rezaga y sal; humo de basura; hedor a detritus de arrabal, a melancolía, miseria y mugre. Amanecidos curándose la “cruda” y discutiendo sobre el precio del primer carrujo del día. Primera llamada en la iglesia local, mujeres tronándose los dedos en fin de quincena. Una lenta, destartalada unidad vehicular que anuncia en altoparlantes: “¡Cuas, cuas, cuas! ¡Y ándale! ¡Sujeto de aspecto político y atípicos comportamientos sentimentales, suicídese por ahorcamiento con su propia lengua! ¡Líneas de investigación apuntan a un claro ajuste de cuentas!¡Lea en la página policíaca, lea el…!” Y grita con fuerza el nombre de un diario local. El sol recoge en silencio las sombras que dejó abandonadas la noche anterior. Así amanece en esta parte del mundo. Y allá voy, entre multitudes, con mis pantalones de bolsas con parches de orejitas, a treparme en el transporte urbano y pagar 3.40 de pasaje, incrementado nada más de sopetón y sin mayores plebiscitos. Ya sobre el autobús pagué con cinco pesos; amable, como es costumbre entre ellos, el chofer me devolvió un peso de cambio. Tal vez notó la incertidumbre en mi rostro, porque su enojo fue evidente; en evasiva, cambié la mirada y en el parabrisas: normal 3.40 estudiantes 1.70 peni… siguen ilegibles. Me había trepado en un Aguaruto-Peni-Centro y apabullado, pero tratando de parecer un hombre firme: voy al Conalep, le dije, y esto me valió el regreso de 45 centavos. Osadía de mi parte, me atreví a preguntar: “¿Qué ya subió el pasaje otra vez?”Y engrosé la voz un poco, sin afán de molestar “¿Cuánto te falta, un diez? ”Me preguntó en contra ofensiva y repliqué: “No, me faltan quince… centavos.” “¡Ten, veinte centavos!” Me contestó y en su faz, de odio amoratada, se enmarcó una mezcla de lástima, asco y extrañeza contra mi circunstanciada persona. Regresé a la rejilla monedera los cinco centavos que ya no eran míos y crucé el torniquete de contención pasajera, como quien cruza el umbral hacia al refugio para estar entre gente como yo: pasajero en crisis urbana. Creí ver ahí al hombre de la loción para después de afeitarse, a la doñita de la escoba madrugadora, a la muchacha del taconeo en el piso de arriba. Pero no, no era cierto. La gente, fruncido el entrecejo, abiertas las narinas, comprimidos los puños y contracturadas las mandíbulas hasta casi la luxación temporo maxilar, me miraba con odio purísimo. ¿Odio justificado en mi torpeza de poner en entredicho la conducta del chofer, su chofer de cada día?¿Hasta qué nivel profundo lastimé la idiosincrasia de los pasajeros? Culpable de traición a la raza, busqué donde esconder mis insolencias y me senté junto a alguien que dijo:“¿Están creyendo que nos van a hacer tontos, verdad?” Y volví el rostro, iluminado de sorpresa. ¿Alguien me apoyaba?“Pues oiga”, respondí, “No es el diez que me quitan, es ¡Un peso! Uso diez camiones al día, aparte lo que le quitan a los demás… miles de pesos al año…¿Y no dijo pues el gobierno que subía el pasaje para mejorar el servicio? ” No amigo, ¿Qué anda usted creyendo eso? Contestó el de junto. Y pareció que me daban cuerda: “Tenemos que soportar abusos, ruido, suciedad, inseguridad, excesos de velocidad… ¿Usted cómo ve?” Pregunté. “Pues mire mi amigo, según yo, cada quien su lucha, ya que le suban a 3.50 y nos quitamos de problemas, la gente se acostumbra pronto y total, ¿Cuánto es un mugre diez?”
Volví a sumirme en el caos, un sudor frío lastimaba mi frente, creí reconocer en aquel hombre a alguien sospechoso, pero ya tenía que apearme y dejé mis conclusiones para después. Otra vez en equilibrio, a riesgo de perder la vida, avancé a la puerta trasera y antes de alcanzarla, una hermosa “plebona” apuntó hacia mí aquel su hermoso par de ojazos y me aloqué… Quise hacer de cuenta que ahí lo único real era ella, pero el “sorbido” que la morra le pegó, con un popote rosa mexicano, al hielo frappé endulzado que contenía su vaso de plástico, me ubicó y grité: “¡Bajan! ¡Bajan!”dije pero… extraño, el camión sólo aminoró la marcha justo junto a un charco de lodo donde caí, al saltar, al tiempo que la bellísima pasajera arrojaba por la ventana, -situación insólita-, el medio vaso de raspado de ciruela que ya no quiso y que yo recibí de lleno de lleno en mi cara, tenía un sabor a lápiz labial de venta a domicilio, en abonos. Fui subiendo el puente peatonal; aturdido… -aturdido yo, no el puente- y a medio cruzar me detuve para mirar hacia donde más lejos pudiera. Recordé entonces al pasajero en el asiento… ¡Era chofer de otra ruta urbana! Era claro, clarísimo, que quien estaba mal ahí era yo.
El rumor, vuelto estruendo de un avión recorriendo la pista del aeródromo local, me sacudió. ¡Hey, compa…! ¡Vaya a matarse a otro lado, va a encochinar la calle! Me gritó un vato que iba de raite en una trocona del año y me fui, cavilando, sumergido en sesudísimas reflexiones… En adelante, me dije, pagaré 3.30, en moneditas… Pa’ de aquí que termine de contarlas el chófer, total… ¿Qué tanto es un mugre diez?
* Homeópata IPN- Sinaloa