TEODOSO NAVIDAD SALAZAR
El ruido de los motores de doscientos caballos de fuerza se confundió con el de otras pangas que llegaban al muelle después concluir la jornada. Había subido la marea y la nave pudo avanzar suavemente por el canal del estero donde Juvencio, Renato y Celedonio dormitaron durante el día cuidando el cargamento. Minutos antes el sol había desaparecido en el horizonte del manglar. El aire frío de noviembre los obligó a ajustarse las chaquetas. Sin acelerar siguieron hasta salir del canal y ya en las mansas aguas de la bahía empezaron a correr moderadamente. En el trayecto se cruzaron con otras embarcaciones que regresaban de altamar.
La poderosa embarcación de 45 pies siguió su avance ahora con más velocidad rumbo a la Boca La Tonina, por donde saldrían a mar abierto. El mayor temor de los tripulantes no era encontrar a otros pescadores, ellos (los pescadores), ya sabían a qué se dedicaban quienes utilizaban aquellos lanchones: el riesgo era la Marina, que generalmente se apostaba en la Boca. Para cuando llegaron a la salida natural al Golfo de California la noche había empezado a caer; detuvieron la embarcación, observaron hasta donde lo permitió la penumbra. No percibieron nada anormal. Entonces pusieron la proa con dirección al centro de la amplia boca de casi dos kilómetros de ancho. Renato y Celedonio aceleraron los motores y con dificultad, por el peso de la carga, entraron al fuerte oleaje del Golfo de California, enfilando rumbo al norte. Juvencio echó un vistazo cerciorándose de que todo iba seguro. A lo lejos apareció resplandor de las luces del Puerto, luego Nuevo Altata. Al poco rato todo quedó atrás. Los motores rugieron a su máxima potencia, la marejada empezó a golpear con mayor fuerza el casco de la pesada nave que fue internándose cada vez más hacia mar abierto envuelta en la mayor oscuridad; los resplandores de luces costeras desaparecieron por completo y los jóvenes emprendieron aquella loca carrera rumbo al puerto de San Felipe, Baja California donde harían la entrega. Brújula y posición de las estrellas en adelante serían la guía para los intrépidos muchachos. Con buen tiempo y navegando con motores al máximo, en cuatro noches estarían descargando y cobrando en el puerto norteño. Después todo algún festejo rápido en alguna cantina, cerveza, mujeres, y el regreso a casa en camioneta comprada en Tijuana o Mexicali.
Ese tipo de trabajo se hacía sólo de noche, para evitar el contacto o visualización con otras naves, en particular la Marina Armada de México, pero sobre todo para no perder el cargamento a manos de bandas de “bajadores”, que abundaban por el Golfo.
Llevaban lo necesario. Suficiente gasolina, mínimo de herramientas para alguna falla mecánica, lámparas de mano y teléfonos celulares; para comer llevaban tacos de harina para la primera noche, después sería comida enlatada, jugos, galletas, pan y agua para beber.
Todo era tensión. Los tripulantes sabían que en esa empresa les iba la vida. El cargamento valía varios millones y debía entregarse a tiempo, sin margen de error; si fallaban, sabían que no volverían a ver a sus familias. Continuaron aquella marcha, cada cual metido en sus pensamientos; Celedonio y Renato iban atentos a los motores: Juvencio acomodado en la proa observaba en aquella oscuridad, apoyado con binoculares y cuidaba que todo al interior de la embarcación estuviera en su lugar. Se hablaba poco. Lo más indispensable. Diálogos breves, casi a señas. La brisa chorreaba por los faldones de sus impermeables. De vez en cuando miraban a lo alto de la bóveda celeste. Oscuridad por todos lados acompañada del fuerte impacto del casco de la embarcación abriéndose paso entre las aguas del Mar de Cortés.
Qué pasaba por la mente de aquellos jóvenes que no rebasaban los treinta años? Los tres eran, de complexión atlética, tez morena, buena estatura y rostros curtidos por el sol, acostumbrados a las duras faenas de la pesca. Habían abandonado la escuela al concluir la primaria. El mundo se les cerró y siguieron el camino de sus padres: pescar hasta hacerse viejos, si es que llegaban. Largas noches de insomnio pasaron hasta decidirse y aceptar el trato para llevar y entregar el cargamento a San Felipe. Qué planes habrían hecho con el dinero prometido por la entrega? Sin duda, mejorar. Tal vez hacerse de una casa de material, muebles, un buen carro, otra vida para sus familias. Eran jóvenes y sucumbieron ante aquella oportunidad de dinero rápido o “fácil”, para resolver el problema de la miseria en la que vivían casi la mayoría de los habitantes de los campos pesqueros.
Como se acordó, se turnaron en las acciones a realizar durante el trayecto. Esa noche nadie durmió. La navegación fue intensa. Casi amaneciendo se refugiaron en una discreta entrada que ofrecía el cerro El Farallón, una mole de roca frente a las costas de Topolobambo, refugio natural de focas y miles de aves marinas.
Adoloridos, los ojos enrojecidos por la falta de dormir, el contacto con la marejada y la brisa, sólo pensaban en estirar el cuerpo y pasar el día lo mejor posible; sin embargo alguien tenía que permanecer despierto. La situación era de vida o muerte. Llevaban dos armas largas para hacer frente a cualquier “emergencia”. La primera guardia tocó a Juvencio. Antes de medio día lo relevó Renato y este
a su vez a media tarde, por Celedonio. Si la noche había sido difícil, también lo fue el día. Durante sus guardias permanecieron expectantes, con el alma en un hilo y el corazón latiendo más allá de lo normal. Atisbando hasta donde la mirada permitía, alerta por lo que se ofreciera, con la atarraya lista y las cañas de pescar para despistar a cualquiera que se acercara demasiado a la embarcación ya que muchos pescadores pasaban cerca de donde ellos estaban, sin contar algunos grupos de turistas que visitaban aquella impresionante isla. Desde aquel refugio natural en el cerro, Juvencio observó a la distancia el paso del ferris que salía de Topolobampo rumbo a La Paz. Renato disfrutó el festín de las aves marinas al encontrarse con los bancos de peces mientras se despachaba un churro de mota.
En cuanto se ocultó el sol, Celedonio despertó a sus compañeros que permanecían metidos en sus bolsas de lona. Recargaron gasolina, después abrieron un par de latas de sardinas y las comieron acompañadas con rebanadas de pan Bimbo, bebieron Coca-cola y reposaron un poco. Antes que la oscuridad llegara salieron del “refugio. Durante algunos minutos observaron el horizonte, de nuevo rugieron los motores y emprendieron la segunda etapa del viaje a toda marcha. Aparecieron las primeras estrellas, pronto dejaron de ver el resplandor de pueblos costeros. Distantes aparecieron las luces de un par de camaroneros que llevaban los tangones desplegados. De nuevo el impacto brutal del agua contra el casco de la nave, marejada y oscuridad completa. Sólo algunas paradas para recargar gasolina, destruir bidones para no dejar rastro y de nuevo correr, sobre la marcha comían lo que podían y hacían sus necesidades.
Antes de amanecer dejaron atrás los cerros frente al Puerto de Guaymas y acordaron arriesgarse con idea de avanzar hasta la isla de Tiburón a donde llegaron cerca de las 11 de esa fría mañana. De nuevo entraron a un refugio que la isla ofrecía. Durante su estancia en El Farallón sólo habían dormitado. El ruido ensordecedor de las aves marinas y la preocupación por el cargamento no logró sosegarlos. La segunda noche de aquella travesía fue más agotadora, por lo que descuidaron las guardias, estaban rendidos, durmieron olvidando por momentos las armas y el peligro permanente que acechaba, sin embargo corrieron con suerte. Casi al oscurecer se sintieron más relajados, cargaron gasolina, destruyeron los bidones, abrieron latas de atún que comieron acompañadas con galletas saladas y Coca-Colas; al final cada quien forjó un churro de mota y se lo despachó.
Salieron de su refugio natural y enfilaron de nuevo hacia su objetivo. Los motores rugieron al máximo, aquello era una carrera contra el tiempo. Más tarde, a la distancia, a su izquierda, quedó la isla Ángel de la Guarda, pero pasadas las diez de la noche se enfrentaron a un mar picado. Hubo problemas con fuerte marejada, el aire soplaba y por momentos la nave quedaba casi suspendida. Algunos objetos no asegurados salían disparados. Hubo confusión, los impactos contra la nave se sucedían unos a otros, el agua inundaba el interior. El casco crujió. Uno de los muchachos utilizó el achicador pero fue insuficiente. Los otros dos trataban de mantener a flote la nave. Con dificultad Celedonio tomó una lámpara y observó la gran cantidad de agua en el interior de la nave, se dio cuenta de que algo grave había ocurrido. El oleaje siguió golpeando la nave brutalmente. Los dos tripulantes abandonaron el mando de los motores y se sujetaron para no ser expulsados de la embarcación que quedó al garete. El daño ya estaba hecho. Todo se inundó muy rápido. No hubo tiempo de ponerse chalecos salvavidas y sin pensarlo dos veces se arrojaron al mar. Confundidos, lucharon por flotar. Sus gritos se apagaban con el estruendo de las olas que poco a poco los fue separando unos de otros. Apareció una gigantesca ola, otra y otras más que partió por completo la nave a la deriva, y en pocos segundos se la tragó el mar. Los muchachos eran buenos nadadores y se mantuvieron a flote. Por momentos daba la impresión de que no volverían a emerger, las imponentes olas los llevaban de un lado a otro. Con dificultad se quitaron los impermeables quedando más ligeros y se perdieron en las frías aguas y la oscuridad de aquella noche de noviembre de…
Pescadores de la comunidad costera El Desemboque, localizaron flotando residuos del naufragio y un gran número de paquetes. Días después frente a Cabo de Lobos, otros pescadores localizaron un cuerpo…
* La Promesa, ElDorado, Sinaloa. Comentarios y
sugerencias a teodosonavidad@hotmail.com