SALVADOR ANTONIO ECHEAGARAY PICOS
Su nombre: Fermín Picos Velázquez.
Era el hermano mayor de mi abuelo, Miguel.
S e dedicaba a la ganadería en pequeña escala. Su ranchito se encontraba en las afueras del poblado rumbo al arroyo del Camichín, por el viejo camino que siglos atrás, distinguían como “Real”… y que abandonado por los elegantes carruajes de los hacendados, los resistentes carromatos de carga y las recuas de mulas y asnos, que transportaban metales preciosos o mercancía a los centros mineros, ha permanecido hasta nuestros días, convertido en un atajo de tierra suelta, que bordeando las orillas del rio Piaxtla, nos lleva todavía, en bestia o a pie, a la Cabecera Municipal de San Ignacio.
Sembraba maíz, frijol y calabaza, así como sorgo forrajero y en la huerta, había sementeras y distintas clases de árboles frutales. Ahí instaló la ordeña. En el trajín agropecuario cotidiano, participaban en la tarea comunal sus seis hijos, dos mujeres entre ellos, él y su esposa.
Además del esmero y perseverancia que destinaba al cultivo de la tierra, sin saberlo, era espléndido narrador.
En esa telúrica faena, el tío Fermín no tenía consciencia aún de su verdadera vocación.
Desde la primera vez que lo escuché en la acostumbrada reunión familiar, quedé impresionado por el timbre de su voz; la melodiosa entonación, con naturalidad, arraigaba a sus oyentes en los ambientes de aquellos escenarios y personajes que describía.
Además del parentesco, me propuse lograr su amistad. Era preciso conocer el secreto de la privilegiada voz…, y ahondar en el íntimo misterio de su sabiduría.
Cierto día, reunido con los primos en la huerta, a quienes ayudaba a recolectar lechugas y rábanos, buscando en realidad la oportunidad de toparme y hablar con el tío, para mi sorpresa, veo que se aproxima cargando un bule ofreciendo solícito a quienes pizcábamos, un júmate con agua fresca; bebí de prisa y aprovechando la ocasión, armado de valor pregunté “¿tío, de dónde saca los cuentos que nos platica?”… Respondió con una tenue sonrisa: “primero vamos a terminar de cosechar, luego hablamos”…
Terminada la tarea, en la que puse sobradas ganas para la hechura de méritos, ya de regreso al caserío, a pié, el primo Esteban se arrima y dice: “Padre quiere hablarte, júntate pa´ llá”.
Con rapidez me puse a su lado, admirando su alta figura y el rostro iluminado por el sol que se perdía entre el caserío del pueblo.
“Que eres nieto de mi cuate Miguel y que tu madre es la prima Tula, murmura en cuanto siente mi presencia… “Te he visto en la casa cada noche que toca cuento, al momento pregunta. ¿Acaso deseas convertirte en otro “cuentero” como me dicen a mí, o por ventura en un escritor famoso? Tu abuelo quiere que te conviertas en un “licenciadazo”…,¿No te lo ha dicho…?”
Sin respuesta a sus preguntas… Intimidado, sólo dije: “Quisiera me dijera cómo le hace para saber todo lo que nos cuenta, pues dicen que usted no fue a la escuela, ni ha salido del pueblo…. Entonces ¿Cómo es que sabe tanto?, pregunté, alzando la voz”.
El Tío, reaccionando ante mis “prematuras inquietudes”, como más adelante las calificó, contestó: “te espero mañana en la huerta, en cuanto salga el sol.”
Al día siguiente, al primer canto del gallo mañanero, brinqué del catre tramado con correas de cuero y baqueta de res, sobre el que había mal dormido por el temor de no despertarme a tiempo; a la carrera, me fui directo a la cita que tenía con el mejor cuentista del mundo…!
Mi ídolo, esperaba. Disfrutaba el cigarro liado con hoja de mazorca seca, sentado a horcajadas sobre la segunda tranca que había dejado horizontal, empotrada en los agujeros de los gruesos troncos que armaban la puerta de entrada a su cortijo.
“Me gusta que hayas llegado a tiempo sobrino y demuestres que te preocupa la puntualidad, una de las virtudes que siempre debe acompañar al hombre formal”, dijo, como “buenos días”. Una vez que cerró la “reja”, pidió lo siguiera a un altozano poblado de enormes piedras y tupido follaje, situado a poca distancia de donde nos encontrábamos.
Ahí, se acomodó sobre una de las rocas que sobresalía en el vértice de la colina, hizo señas con la mano para que me sentara a su lado. “Quiero que veas, solicitó…. que admires sin prisa, lo que quizás nunca has observado en tu corta vida… disfruta, en mi compañía, este regalo de la naturaleza que jamás olvidarás. Obedecí, anticipando una emoción desconocida… al hacerlo, se reveló ante mí un horizonte espléndido: abajo, la tierra removida, abierta por el arado, expuesta a la humedad, sol y aire, permitiéndole exhibir sus ocres a plenitud; contemplé absorto, aquel suelo amorosamente cultivado, deslindado por cercos de madera y alfombras con tonos verdes de árboles frutales y el amarillo vegetal de las amapas… y allá lejos, en las arenas y el cascajo del anchuroso río, la estrecha y larga franja de álamos y sauces, que parecían caminar sobre sus orillas…
Levantando la vista, descubrí por vez primera, en visión envolvente, los techos del caserío, pintados con rojas tejas hechas artesanalmente con adobe requemado; en la ribera del amplio rio, las tierras parceladas de labranza y a la distancia… enmarcados sobre nubes blanquísimas, los contrafuertes de la Sierra Madre Occidental.
CONTINUARÁ
* Autor / Notario