MIGUEL ÁNGEL AVILÉS
No he visto toda la película y solicito perdón por ello. La empezamos a ver y nos ganó el sueño. Calma: no lo provocó la película (creo), y menos esa fotografía excepcional; más bien pienso que era domingo y ya nos queríamos dormir. Corrijo: yo no me quería dormir, más bien quería ver La Jugada y regocijarme del triunfo del América sobre el Cruz Azul y machacar a los cruzazulinos ese nuevo campeonato. Lo siento, eso que hicieron a principio de La final 71-72 no se nos va a olvidar nunca y, cada vez que se pueda, hay que recordarlo, preferentemente, con una victoria contundente. Ese primer gol de Héctor Pulido fue el inicio de esa humillación para nosotros, los americanistas de cepa. A los minutos vino el «Centavo» Muciño con un par, tan certeros como las balas que le dieron muerte y otro de Cesáreo Victorino. Fue una herida que tardó en cerrarse, hasta que poco a poco fuimos sanando con triunfos contundentes que cimbraron las calles la Avenida Chapultepec y la Colonia Juárez, la Avenida Cuauhtémoc y la Colonia Doctores; el Viaducto Miguel Alemán, y las colonias Narvarte y Del Valle y la Colonia Escandón, Hipódromo y Condesa; esas que hoy forman el corredor cultural denominado Roma-Condesa o el otrora pueblo de la romita.
Había sido un 4- 1 categórico y no había más que aceptar esa derrota, presenciada -lo quisiera jurar- por toda esta gente que, por participar o no, también pudieron enterarse de episodios convulsos nacidos, vividos y presenciados a principios de esa época, en especial ese 1971 de lamentaciones políticas en la calle y tristes derrotas en lo deportivo, qué más da si era un simple jueguito. Una población, clase baja y clase media, acaso que lo mismo tragaba gordo para subsistir, fuese en el campo o fuese en la ciudad, aun cuando de aquel pudieran viajar a ésta ciudad inconmensurablemente caótica ya , en busca de mejores condiciones de vida o tan siquiera de un empleo, así fuera bajo el yugo de una familia que pareciera quererte con suma bondad pero a la vez te trata “de arriba para abajo”, como estilaba decirse en esos setentas de lenguaje radical para los que solían participar en el activismo, o de palabrotas de juventud “a la moda” que noviaban en una fuente de sodas tomaditos de la mano, o se escabullían rumbo al cine en la recién estrenada línea 3 del metro o en lo que te diera la gana, para disfrutar de una película nacional, o tomarla de pretexto para arrejuntarte con tu pareja y pasar la tarde, o rematar con eso en tu día de descanso con tal de “olvidar” la chinga de ayer y de antier y de mañana y pasado mañana en esa casa de los patrones que te quieren mucho, muchísimo, que hasta te pagan por lo que haces y te saludan hasta de mano, o te dan palmaditas en la espalda, o te permiten ver la tele de reojo al tiempo que sirves un café o la cena, o te atraviesan llevando en tus brazos un bulto de ropa para lavarla al compás de una cancioncita pegajosa que interpreta el ídolo del momento, o el que de seguro triunfará más delantito y no habrá fonda, ni banqueta, ni camión de pasajeros, ni vecindad donde la estén escuchando con estridencia o allá, a lo lejos, con volumen bajo.
Esto ya es mi mundo, mi colonia, mi barrio donde pinto raya: una raya en el tiempo para evocar, para nostalgiar, para auto complacerme, para regresar al blanco y negro como en esas televisiones grandotas de bulbos y cinescopio en donde veíamos series como EL Gran Chaparral, o Mi Bella Genio, o Bonanza, o telenovelas como Rina, Ana del Aire, o programas de la barra de comedia que valían la pena como Ensalada de Locos, o Chucherías con Chucho Salinas y Leonorilda Ochoa e intercalarla con una película de Chachita y el Pichi, para escuchar esos diálogos con entonación de largo aliento, así como la voz de un papelerito propagando la partida de TinTan o la de un pregonero que recorre cuadras y cuadras por esos caminos de adoquines ofreciendo sus productos en miel como personaje de una escenografía chavafloresiana, con su voz pincelando una acuarela urbana tan propio para algunos, tan sorprendentes para muchos “etnógrafos” de ocasión, que despiertan emocionados pero tardíamente, mucho después de que éstos ya estaban ahí antes y luego también, en esa pantalla que ahora algunos ven en hermosas imágenes, como si despertaran de un letargo, de un ensueño, de un cuento de hadas leído en la comodidad de un activismo subsidiado, o desde ese cubículo que te acaba de dejar impecable la señora de intendencia para que te enfrentes con la realidad a control remoto y peles los ojos con la boca llena de palomitas cuando aparece el momento secuencial que ya has tenido frente a ti, es cuestión de voltear, a diez pasos de tu casa, o a un ladito del Mercado, o en las elegantes residencias donde habita el fingimiento o enfrente de esa boutique de moda donde fuiste a comprar ese ajuar color rosa mexicano para consolidar tus ideales y hacerte sentir que estás tan solidaria, tan igualmente vestidita como ellas, esas, las que restriegan sus ojos a las cinco de la mañana para salir a restregar los pisos y los platos que se apilan tras una noche bohemia donde cantamos a coro “Jacinto Cenobio” o “Adiós Mi chaparrita” de Tatanacho, pidiéndole que no llore por su Pancho que si se va del Rancho muy pronto volverá. ¡ay! ¡qué caray…!
Somos tan olvidadizos aunque no tanto como para no pensar en Buñuel y sus propios Olvidados, con ese tono albinegro ,en impecables imágenes , para reventar la añoranza con un dolor apacible, gracias a la psicología del color, tal cual si todo estuviera amaneciendo y el sol que se divisara fuera una memoria trasnochada que viene borrachita hasta la capital pa servirle al patrón que la mando llamar anteayer y volver a esta fotografía de antaño desde la primera fila juntito a Gabriel Figueroa y el Indio Fernández con piel de oveja quienes, como incómodos espectadores, se ponen a contar la película que ellos ya vieron los días que eran anfitriones de fiestas interminables donde se servía a lo grande barbacoa y birria con tortillas hechas a mano, y variedad de salsas y mole oaxaqueño, que despedían seductores olores como esas fritangas y gastronomía de anafre que sitian las esquinas y los apartaditos insospechados a tu paso en esa región que pudo ser transparente, por donde saben andar a prisa oriundos y foráneos, residentes o visitantes, pasados y presentes, peatones o manifestantes, fieles o aficionados, multitudes o dos locos de amor recién salidos de un hotel de paso de paredes carcomidas y miradas en penumbras a media luz, tratando de no acordarse de nada y nadie: ni de tu origen que te trajo hasta aquí, ni de los sollozos ni los muertos que dejaste allá, ni los que recientemente viste caer a punta de bastonazos de guardias nacionales en esa roja avenida de tragedias, ni de tus derrotas ni las festinadas desde ese graderío que ahora te ve, asombrado, como una epifanía majestuosa, llegada a este universo mexica para consumo de los incautos, para la seducción o la insumisión de los expertos, según la aprecien; para ablandar el corazón de los que viven sin vivir, para advertir con engañosa clarividencia lo que ya fuimos, para exhumar una atmosfera (no inédita) que aún tiene pulso, para volver acaloradas las comentas de café, o, si te da la gana, no verla, sin que tengas que pedir perdón por ello ,pues con el martillar en tu conciencia ya es bastante.
* Abogado y autor , Sonora / BCS