TEODOSO NAVIDAD SALAZAR
Cayetano Rubiales dejó su pueblo y llegó a la ciudad. Quedó deslumbrado! Los grandes edificios, calles asfaltadas, el alumbrado público que aquella tarde ya casi para oscurecer se encendió cuando él, salía de la terminal de camiones allá por rumbo de “El Mercadito”, con un cartón en cada mano, donde traía sus pocas pertenencias. Era un jovencito vigoroso, piel blanca, pelo rizado, ojos grandes, de buena estatura y mejor estampa. Recién había salido de la secundaria comentó a sus padres sus deseo de estudiar para maestro.
Era por allá por año de 1965. Culiacán, ya era una ciudad con fuerte movimiento económico. Se habían repartido grandes extensiones de tierra en sus valles a muchos ejidos; miles de hectáreas eran irrigadas por las aguas contenidas por la presa Sanalona. Los mercados era abarrotados por personas citadinas y de rancherías tanto de la costa como de los altos de Sinaloa y los vecinos de Durango. Cayetano Rubiales más allá de su rancho, sólo conocía Mocorito, allí había estudiado la secundaria; junto con otros chamacos de su edad, caminaban a diario seis kilómetros. Salían muy oscura la mañana y regresaban ya cayendo la tarde. Después de descansar un poco, Cayetano Rubiales ayudaba a sus padres en lo que se ofreciera en casa. Por las polvosas y retorcidas calles de su rancho, solo transitaban carretas llenas de leña y madera, otras repletas de mazorcas o calabazas en tiempo de cosecha; muy de vez en cuando llegaba algún camión de redilas para comparar madera o vara blanca.
Desde la primaria Cayetano Rubiales fue precoz en cosas de amores. En sexto ya tenía novia; en la secundaria las chicas lo acosaban y él, se dejaba querer. Con los riesgos que conllevan las relaciones sexuales tuvo qué ver con dos compañeras de la secundaria, algo muy adelantado para esos tiempos cuando los enamorados apenas si se atrevían a tomarse de la mano y robarse algún beso.
A la ciudad, Cayetano Rubiales llegó a casa de un tío lejano por parte de su padre. Muy pronto olvidó sus aspiraciones de convertirse en profesor de escuela y se empleó en cuanto oficio podía. Fue muy dado a las fiestas y a cuanto baile organizaban los amigos, y era de los que no paraba hasta el final. Nunca una chica le dijo que no. Se sabía atractivo y no encontraba resistencia entre las bellas. Era de aquellos de los que comúnmente se dice “no dejaban una pa´ comadre”. Un gallo carolino cualquiera. Enamoraba jovencitas de su edad y otras no tanto que trabajaban en cantinas y otros antros de vicio. De estas últimas recibía dinero y pronto dejó de trabajar para dedicarse a atender su oficio de “padrote” de tiempo completo.
Sus padres murieron y jamás volvió a su pueblo. Se fueron “los mejores años” entre parrandas y líos de faldas. Dejó atrás su primera juventud, llegó a la madurez, se hizo viejo y su vida se hizo cada vez más difícil; ya no podía cumplir como antes lo hizo y entre las mujeres que antes lo amaron, poco a poco corrió la triste noticia. Pasaron los años, Cayetano Rubiales pintó canas, perdió un par de dientes. Sus reflejos ya no fueron los mismos. Se le arrugó la piel y sus piernas antes fuertes, se arquearon, parecía como si acabara de bajar del caballo. Como es natural los achaques aparecieron en su muy “trasteada humanidad”, sin embargo en su imaginación vivieron siempre aquellos años de gloria entre las féminas.
Cansado de aquella azarosa vida, buscó a una antigua amante ya retirada del oficio y se la llevó a vivir con él. Sin embargo no perdía la oportunidad de piropear a cuantas “falda” se cruzaba en su camino. Un día de tantos al salir de una cantina se topó con una dama de magnífica figura, guapísima, formas exuberantes, mesera de un tugurio cercano de donde él había salido; la mujer difícilmente rebasaba los veinte años; Cayetano que ya traía algunas Pacíficos entre pecho y espalda, sin más, la invitó a pasar un “rato juntos”.
Dicho esto, la jovencita se detuvo, lo miró una y otra vez de pies a cabeza. Cayetano Rubiales, no fue lejos por la respuesta:
-¡Asco el viejo! ¡No tiene vergüenza! Mira no más, Puede ser mi tata.
La chica siguió su camino riendo a carcajadas. El pobre hombre herido en su vanidad, volvió la vista a todos lados para percatarse si alguien había presenciado aquel penoso encuentro. Pero no vio a nadie. Se puso rojo como un tomate; no se supo si de vergüenza o de coraje. Esa fue la mayor ofensa recibida en su vida de don Juan Tenorio. Se había hecho viejo y nadie se lo dijo ni él lo había entendido, que de esas cosas como en muchas otras había que retirarse a tiempo y conservar el ¡prestigio” de sus glorias pasadas.
* La Promesa, Eldorado, Sinaloa.
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