TEODOSO NAVIDAD SALAZAR
S iempre quise ser locutor de radio. De niño subía a un gran árbol ubicado en una esquina del solar de lo que fue mi casa, allá en el ejido Mezquitillo, en la sindicatura de Costarica y de inmediato con una lata vacía, a manera de micrófono anunciaba los comerciales del momento. Sabía de memoria casi todos los anuncios y las identificaciones de las emisoras que el cuadrante registraba a inicios de aquella lejana época de los sesenta, que escuchaba en aquel radio Magestic, color verde, de varias bandas, que mi padre había comprado en Culiacán, y en el cual atento seguía los interminables y cansados discursos de Fidel Castro Ruz, líder triunfante de la Revolución Cubana en 1959; “Esta es Radio Habana Cuba, territorio libre en América”, rezaba la identificación de aquella emisora caribeña.
De manera regular mi “potente voz”, reunía a mis amigos para participar de algunas dramatizaciones a las que yo invitaba sabiéndome dueño del escenario. En el ejido Mezquitillo no había luz eléctrica, por lo que aquellos aparatos funcionaban a través de baterías, y cuando su potencia bajaba y era inaudible la transmisión radial, mi padre ponía las pilas unos minutos en el comal caliente de la hornilla hecha de lodo y pintada de blanco con cal. Las baterías recobraban un poco su potencia y permitían volver a sintonizar el programa que deseábamos escuchar.
Al medio día, al regreso de la escuela, durante la comida, se nos permitía escuchar la novela Kalimán, “El hombre increíble”; al obscurecer y después de haber participado en labores asignadas a los menores, se nos permitía sentarnos junto a los mayores para escuchar las novelas “Chucho El Roto”, protagonizado por el galán cantante Manuel López Ochoa; o Felipe Reyes, “El amigo del pueblo”, interpretado por Luis Puente; o aquellos programas denominados “El Cochinito” donde el concursante obtenía dinero si adivinaba el título de alguna melodía, y aquellos programas que aunque causaban terror, los escuchábamos, como: “En el umbral del misterio”, con la voz inigualable del primer actor Carlos López Moctezuma, o la radionovela “Apague la luz y escuche”, donde actuaba magistralmente Arturo de Córdoba una de las mejores voces de México, y qué decir de “El monje loco, narraciones terroríficas”, en la voz de Salvador Carrasco. Siendo un niño ya me gustaba la música y escuchaba el programa romántico denominado La Hora Azul, conducido por Pedro de Llile Sáenz.
Para mí era un deleite oír anuncios publicitarios que llegaban desde latitudes inimaginables, por las frecuencias de la XEW, La Voz de la América Latina desde México; La B Grande de México, o la XET, desde Monterrey, Nuevo León, donde uno de los locutores era el actor Mario Fernández, que le diera vida a Porfirio Cadena, “El ojo de vidrio”. Recuerdo también que en esta emisora norteña, se daba a la vez la hora y la temperatura ambiental, algo no muy usual.
Qué mensajes publicitarios tan bien diseñados. Recuerdo el mejoral para niños para combatir el dolor o la fiebre. O aquel que decía: “Haga de su casa un hogar, con muebles más finos de Lerdo Chiquito”. Otro anunciaba: “La Azteca, la fábrica que ha dado fama al chocolate en México”. Las compañías cigarreras tenía los siguientes: “Raleigh, la diferencia está en el tabaco”; “Los tabacos claros son privilegios de los cigarros finos; Fiesta suavecitos, tabacos claros”.
“Del Prado; el que sabe, sabe. Sólo pague 1.40 y fume Del Prado”.
En ese entonces muchos actores, músicos, cantantes y compositores, daban sus primeros pasos, pero otros estaban ya consolidados como Gonzalo Curiel, Manuel Esperón, María Luisa Landín, Tito Guízar, Pedro Vargas, Antonio Aguilar, Carmelita González, Toña La Negra, Pedro Infante, Luis Aguilar, y qué decir de Juan Arvizu, Los Cuates Castilla, Los Panchos, Emilio Tuero, Lalo González “El Piporro”, Francisco Gabilondo Soler “ cricrí el grillito cantor”; Javier Solís, María Victoria, Luis Alcaraz, Lucha Reyes, Alfonso Ortiz Tirado; Chela Campos y otros tantos difíciles de enumerar.
Por fin locutor de radio y TV.
Jamás desistí de la idea de convertir mi sueño infantil. Siendo profesor de educación primaria, en 1984 tuve noticias de que en el puerto de Mazatlán se realizaría examen para quienes desearan obtener licencia de locutor o aquellos locutores en servicio que no la tuvieran pudieran regularizar su situación haciendo dicho examen. Por ese tiempo yo trabajaba en el municipio de Guasave como profesor de primaria y por las tardes acudía a realizar mis prácticas de radio a la XEGS y en ocasiones a la XEORO, donde hacía una que otra suplencia.
En Mazatlán aprobé los exámenes de cultura general, prueba de cabina e improvisación, excepto la prueba de idiomas, que consistía en conocer un poco la pronunciación de alemán, italiano, francés e inglés. La maestra Gómez Maqueo una destacada políglota encarda de este examen, me dijo: no lo puedo ayudar.- Estudie y nos veremos en otra ocasión. La cosa estaba difícil. Sin embargo a fines de ese mismo año, hubo oportunidad para quienes habíamos quedado debiendo alguna asignatura. La cita fue en Hermosillo, Sonora; durante meses me preparé y fui por lo que iba; me traje mi certificado de locutor categoría “B”. Mi licencia para conducir programas de radio y TV, fue la número 5608, me la expidió la SEP, a través del Departamento de Radio y Televisión.
Con la seguridad que me daba el documento que certificaba mi aptitud en ese ámbito, al conseguir cambio de adscripción de mi plaza como maestro de primaria a Navolato, municipio cercano a Culiacán, empecé haciendo suplencias en distintas emisoras de la capital del estado; algunas eran muy breves unas más prolongadas, pero al final estaba seguro de que obtendría una plaza base.
La anécdota
Cierto día en que hubo oportunidad de cubrir algunos turnos extras, me vi en la necesidad de dormir en la estación pues otro día debía entrar a las seis de la mañana y consideré que si me iba a casa, no me levantaría pues había trabajado casi doce horas. Así lo hice. Allí dormí. A la una treinta de la madrugada en que se cerraba la transmisión, me acomodé lo mejor que pude en un escritorio y me dispuse a dormir unas tres horas.
Al día siguiente fui al baño me lavé la cara me mojé mi entonces abundante cabellera y me alisé el pelo pero como no traía peine, pensé que alguno de los compañeros que entraban a las ocho, ya fuera mi relevo o el de la otra emisora me prestaría su peine para arreglarme un poco, pues yo que he sido tan meticuloso en mi aseo personal me daría mucha pena subirme al autobús de regreso a casa despeinado y con la ropa desaliñada, arrugada por haber dormido en un escritorio. El compañero de la otra estación que entró a las seis de la mañana se disculpó por no traer peine y me dijo que no lo usaba. Esperanzado, encendí la consola de la estación y abrí la programación justo la hora. Por fin mi relevo llegó. Era el Lic. Francisco Pérez Vega, buen amigo y compañero al que saludé y entre apenado y sonriente (pues el peine es un objeto personal), sin reflexionar en mi solicitud, pregunté; -oiga licenciado puede prestarme su peine para darme una penadita explicándole que me había quedado a dormir en la emisora. El buen amigo Pérez Vega me dirigió una mirada que no supe interpretar. Él era y sigue siendo un hombre correcto en su actuar y poco dado a la broma. Me sostuvo la mirada y muy serio me dijo- más respeto profesor.
Sentí que la cara me hormigueaba de vergüenza. Me puse más negro de lo que estoy, sudé frío. Traté de articular palabra para disculparme pero no pude. Finalmente atiné a decir disculpe licenciado, le aseguro que no quise reírme de usted
Hasta entonces caí en cuenta y lo digo en verdad, que, si el compañero de la XENZ, no usaba peine pues él, se peinaba en su casa (y ya volvía a hacerlo en todo el día), menos el Lic. Francisco Pérez Vega, pues era un hombre calvo. Juro que jamás pasó por mi mente jugarle una broma de esa naturaleza al buen amigo Pérez Vega a quien sigo apreciando como lo que es: un buen amigo. Yo sólo quería solucionar mi problema y no pensé jamás en hacer escarnio de su calvicie.
Pasaron muchos días desde aquel bochornoso momento. Lleno de vergüenza traté de evadirlo, tantas veces como pude, hasta que el encuentro fue inevitable: coincidimos el día de pago en la empresa. Me coloqué en la fila, justo detrás de él. Contó su dinero en la ventanilla de pagos, y lo guardó en el bolsillo de su pantalón. Me miró por encima de sus lentes cuadrados y me preguntó – ¿cómo está profesor? – muy bien mi querido maestro- le contesté al instante. Me abrazó y en ese momento supe que el penoso incidente había sido superado.
* Enero de 201. La Promesa, Eldorado, Sinaloa.
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