MIGUEL ÁNGEL AVILÉS
Todo lo que hacemos a diario, al final es para sentarnos a la mesa y comulgar con la familia. Coincidir en ese espacio tan pequeño, pero tan representativo de lo que somos tanto al interior como hacia afuera de la casa.
Pasa ,con frecuencia, que cada uno en esa mesa tiene su lugar y su significado. En cada silla hay identidad y dominio: un pedacito de territorio que se respeta, consciente o inconsciente, por costumbre, por tradición, por maña.
Cuando se llama a comer o, por iniciativa propia, nos sentamos a la mesa, a veces empujados como los dedos en la ouija, a sentarnos en ese lugar que nos pertenece.
De niño recuerdo, borrosamente, que en un extremo estaba mi padre y, en el otro, después de servir a todos, estaba mi madre. Las demás sillas eran para nosotros los hermanos, pero cada silla tenía al mismo desde hacía tiempo y para siempre o casi para siempre. Después él ya no estaba y una silla quedó aguardando su regreso porque nadie le dijo que ya no volvería.
Con los vecinos era similar, según las variantes que impone el ser una familia numerosa o reducida y dependiendo qué miembros dentro de la estructura familiar formaran parte de ella.
Por razones culturales o convencionales, en esa concurrencia de mediodía, puede imperar la solemnidad o puede hablar el silencio o puede mandar la gritería.
En otros casos hay jerarquías que nunca se cuestionan. Ese es el lugar del padre y de nadie más. Aquel el del abuelo, el otro de la abuela y en esas otras dos sillas le corresponden al que no vino o al que va llegando.
De igual manera, hay temas recurrentes y hasta obsesivos. Esos que se cuentan una y otra y otra vez, porque alguien lo quiere escuchar de nuevo, aunque otro ya esté harto de oír durante toda su vida esa desgastado cuento. Hay temas que nunca se tocan: porque duelen, porque incomodan, porque recuerdan, porque se ordena su silencio.
Hay familias en donde no hacen distinciones en cuanto al menú. Lo que se hizo es para todos, así sea una exquisitez, así sea la abundancia de un sultán, así sea lo más austero o lo más improvisado. En otras, en cambio, sí llegan a realizarse deferencias. Yo voto por la primera forma porque así nos enseñaron pero, nos guste o no, en algunas mesas, una cosa come el padre de familia y otra cosa el resto.
Sobre esto último, recuerdo una vez llegué a una casa, justo en mediodía, cuando en el comal chillaban –casi como mis tripas– unas costillas de res que, por grandes, más bien parecían balatas para carro. A su lado estaba un sartén con frijoles refritos. Después de saludar, me ofrecieron que me sentara a comer y ante la suculencia que había visto sobre la estufa, no dudé en decir que sí. Cuando ya me disponía a pedir unos cubiertos o lanzarme de la más primitiva forma sobre esas costillas, quien servía me acercó un plato de calabacitas con queso y arroz blanco. Enseguida, al señor de la casa, a ese sí, le tendieron primero un mantelito y, seguidamente, colocaron frente a él, un plato grande con eso al que sólo me quedó la (des) dicha de contemplarlo, con infinita envidia, antes de que fuera devorado, no sin antes pedirle a Dios que se atragantara.
Ni modo: quién me manda llegar a tiempo. Acaso yo estaba irrumpiendo en su cosmos que hicieron a su modo y conveniencia (sobre todo para quien saboreó las costillas y no las calabacitas).
Pero entiendo que, en ese momento, yo era un extraño. Puede que en mi casa y en la mesa para comer, alguien que llegara de improvisto hubiera recibido un trato diferente.
Eso sí:Lo importante es tener un lugar y un hogar a donde llegar y a quien amar. Tener todo eso es una bendición. Vivirlo es una felicidad.
En cada casa, hagan memoria, mucho tienen para contarnos cada una de esas sillas.
* Abogado y autor, Sonora/ BCS