MIGUEL ÁNGEL AVILÉS
La primera bicicleta que yo tuve, la vi por primera vez un 24 de diciembre, desde una ventana de la casa, con la complicidad de mi hermano El Chema, porque los grandes la traían escondida en la camionetota de Don Leonardo que dejaron en la banqueta (a la camioneta, no a Don Leonardo) para que me amaneciera al día siguiente y me pusiera bien contento.
Era de color guinda y traía llantitas para que su inminente dueño de seis años no se fuera de boca y se pegara un chingazo antes de aprender a manejar. Pero pronto se las quité porque El Kiko, mi vecino, fue muy buen maestro y, gracias a él, rápido aprendí a conducir sin ellas. ¡¡Faltaba más!
Entonces me sumé al resto de la palomilla del barrio que ya conducía la suya y le daba el uso que, en aquellos años, solíamos darle a nuestros rústicos vehículos: jugar durante largas horas en el barrio, rampear sobre una tabla que instalábamos en la calle e ir a los mandados de la casa, que al fin y al cabo, esto último, era la principal condición que nos habían puesto para comprárnosla. ¿Qué no?
De sus lujos, ya se encargaría de instalárselos cada dueño a su agrado y conveniencia: ponerle una parrilla para cargar a otro amigo, colgarle barbitas de colores en los cuernos, o ponerle un pedazo de plástico o un globo en la llanta trasera para que sonara como moto. ¡Me cae que sí!
Rara vez nos íbamos a más de dos-tres- cuatro cuadras de la colonia, a no ser que hasta allá estuviera la tienda a la que nos habían mandado o porque desafiábamos a las restricciones que cada padre y madre nos ponían, so pena de recibir, al regresar, un cintarazo donde cayera por andar con esas malcriadeces. ¡Faltaba más!
En ese entonces, creo, las baicas todavía significaban una utilidad familiar y lúdica, nada más. El ejercicio venia por añadidura, sin darnos cuenta, porque éramos incansables y no nos daba por posar muy deportistas con traje de licra bien entallado como las mallas que usaba Kalimán ni nada de eso pa´ ninguna foto con tal de que medio mundo nos mirara con equipo deportivo nuevo y, de preferencia, caro. ¡Pues no!
En aquellos años, las bicicletas, entre más destartaladas estuvieran, mejor, porque los mecánicos éramos los propios dueños (excepto yo, porque desde entonces ya era muy pendejo para eso de las actividades manuales o propias de los hombres y me auxiliaba otro), salvo aquella bien perrona que llegó a traer el Óscar, hermano del Dengue y de la gorda robacuentos, luego de canjearla por no sé cuántos paquetitos del Café Combate como exigía la promoción.
Quiero decir, más bien, que estas, las bicicletas, tenían ante todo, un atesorado valor de uso y no de cambio y, amén de la diversión, llegaban a ser indispensables, no una simple inversión por cuestión de moda. Era apetencia y no competencia (salvo en las carreritas y en las rampas). Porque en eso del disfrute barrial y callejero, si no disfrutábamos todos, no disfrutaba nadie y ganaba hasta el que perdía, qué caray. Cómo de que sí y cómo de que no: ¡faltaba más!
* Abogado y autor Sonora / BCS