FAUSTINO LÓPEZ OSUNA
Agravio: ofensa contra el honor o la dignidad. Ignominia: mala acción perpetrada contra alguien. Infamia: cualidad de infame: la infamia de un crimen; se aplica a las acciones viles, indignas, vergonzosas. ¿Cuántos agravios ha soportado a lo largo de su historia (y soporta aún hoy en día) la nación mexicana, por la ignorancia o la buena fe de los propios mexicanos? Una infamia: en la época del porfiriato, la Casta Divina de latifundistas yucatecos llevó yaquis de Sonora a combatir a los yucatecos sublevados contra ellos, haciéndoles creer que si morían en Yucatán revivirían en Sonora. Y los pobres yaquis se lanzaban con mayor ardor al combate para pronto regresar a su tierra sagrada. Otra infamia: en la guerra de los cristeros, a los pobres fanáticos les hacían ponerse un escapulario con la leyenda bordada: “Bala detente”. Y murieron, engañados, más de cien mil cristeros. Después de los casos mencionados, la intención de estos renglones es llamar la atención sobre el agravio que se ha cometido contra un michoacano-guanajuatense, olvidado, como su nombre, llamado Antonio Gómez Rodríguez, creador del Escudo Nacional. Este gran mexicano, modesto de toda modestia, nació en Michoacán el 01 de junio de 1888 y murió en Pénjamo, Guanajuato, el 21 de junio de 1970, a la edad de 82 años. En el antiguo panteón municipal del pueblo donde vivió sus últimos años, descansan sus restos mortales, en la abandonada gaveta número 993.
Egresado de la antigua Academia de San Carlos de la ciudad de México, Antonio Gómez Rodríguez fue un espléndido dibujante. A los 50 años de edad, en 1938, llegó a vivir con sus abuelos en el pintoresco Pénjamo, en la casa marcada con el número 33 de la calle Miguel Hidalgo. 21 años atrás, en 1917, don Venustiano Carranza, presidente de México, lo había comisionado para la elaboración del modelo definitivo del escudo de armas, insignia oficial del lábaro patrio, que sintetizara la ancestral leyenda de los aztecas para la fundación de la Gran Tenochtitlan: un águila de perfil hacia la derecha, “con las alas abiertas y levantadas, la cola baja y extendida, parada con la pata izquierda sobre un nopal que nace de una peña que emerge de las aguas de la laguna y agarra con la derecha una serpiente de cascabel en actitud de despedazarla con el pico, rodeada por lo bajo de ramas de encino y laurel, entrelazados por una cinta”.
De este modo, la nación mexicana obtenía una versión oficial y única de su Bandera, que ondeó por primera vez en Palacio Nacional el 15 de septiembre de 1917, día glorioso en que se festeja el Grito de Independencia y año en que se promulgó la Constitución política que nos rige. Aunque muchos de los trabajos (dibujos y pinturas) de este mexicano ejemplar se encuentran resguardados en la Biblioteca de la Academia Nacional de Bellas Artes, en la ciudad de México, su obra inmortal sólo amerita un párrafo en la versión oficial del Escudo y Bandera nacionales, publicado en línea por la Unidad de Desarrollo Político y Fomento Cívico de la Secretaría de Gobernación y únicamente en el pueblo de su última morada lleva su nombre una escuela, una colonia y una calle. Pero hasta hoy ha sido en vano la solicitud para que los restos de Antonio Gómez Rodríguez sean exhumados y depositados en la Rotonda de los Hombres Ilustres de México, en la capital de la República, lo que constituye una ignominia para México y su Historia. Todo esto fue parte de la infinita ignorancia del panista Vicente Fox Quezada, quien, durante seis años, para vergüenza de las Instituciones, mutiló un ala del águila del Escudo Nacional en la papelería oficial del gobierno de la República, con el silencio cómplice de quienes deberían haberlo sancionado.
Ahora que el resultado de las pasadas elecciones ha despertado esperanzas de que algunas cosas malas en el país cambien para su bien, ¿se podría esperar que el gobierno del nuevo presidente Andrés Manuel López Obrador, desagravie al olvidado creador del Escudo Nacional, Antonio Gómez Rodríguez? Sería de justicia.
* Economista y compositor