ANDRÉS GARRIDO DEL TORAL
Sigo de metiche en la casona de Gerardo Vega González oyendo las memorias de ultratumba del fantasma de Inés de Salm Salm, embriagado por su suave voz y su perfume de esencia de rosas, por lo que la invité a que prosiguiera con su aventurera historia: “Apenas dos años después del fusilamiento de Maximiliano, mis memorias fueron traducidas del alemán al español y publicadas en México con el título de “Apuntes del diario de la princesa Inés de Salm-Salm”. El libro en realidad no es un diario, son mis memorias desde que empecé mi aventura en tierras mexicanas hasta que me marché rumbo a Europa. Fui indomable, inmune al sueño y al cansancio. Sin que nadie me lo pidiera, mi primera imprudencia o aventura fue tratar de lograr un acuerdo entre los austriacos que defendían la hoy Ciudad de México a las órdenes de Leonardo Márquez y el general sitiador Porfirio Díaz. Después mis aventuras se trasladaron a Querétaro y a San Luis Potosí, viajando de una ciudad a otra varias veces para poder salvar la vida de Maximiliano y de mi esposo, del que me enamoré a primera vista por nuestra afición común por los caballos”. Con ojos llorosos me contó su frustrado plan para la huida de Maximiliano y me aseguró que se habría realizado de manera exitosa si los representantes extranjeros hubieran puesto a su disposición dinero líquido para sobornar a los desconfiados oficiales juaristas, algo así como doscientos mil pesos mexicanos de la época. Sobre los representantes de Bélgica y Austria dejó caer graves acusaciones que arruinaron para siempre la carrera diplomática del austriaco, el barón Lago. Sólo un ministro recibió sus elogios, el representante de Prusia, Anton von Magnus, pero Agnes siempre se cuidó de colocar sus esfuerzos por encima de todos los demás interesados en salvar a Maximiliano, con la esperanza de ser bien vista por el emperador de Austria, Francisco José I.
La belleza fantasmal me contó que ya viuda, en 1899 regresó a Estados Unidos a visitar a veteranos alemanes que ayudaron a los yanuis en la Guerra de Secesión, para entregarles tres banderas del Ejército del Norte que su marido conservó siempre. Aprovechando la curiosidad y las multitudes que provocaba su presencia y su extraordinaria historia se dio el lujo de dar una conferencia de prensa donde aclaró varias paradas: “Al cabo de una estancia de casi dos meses en Estados Unidos marcada por reencuentros con familiares y amigos, esperaba con ansias el viaje de nueve días de regreso a Alemania. Anuncié que era falso que yo y mi esposo hubiéramos sido obligados a salir de México después de la guerra; que era falso que yo hubiera sido actriz de teatro; que era falso que me había caído de una cuerda de equilibrista mientras trabajaba como circense en Chicago; y que era falso que una vez había montado a caballo —y a pelo— por la Avenida Pennsylvania, luciendo el uniforme de capitán militar de la Unión. Después de haber contestado a todas —o casi todas— las preguntas de los periodistas que se habían reunido para verla en el hotel neoyorquino, subí a mi carroza y partí con brío, dejando atrás muchas preguntas sin responder”. Con la emoción retratada en mi rostro y en el tono quebradizo de mi voz le rogué que me contara con detalle el momento más dramático de su vida y sin pensarlo mucho me dijo: “Con toda sinceridad querido Divo Peregrino, si se me pidiera que nombrara la experiencia más significativa de mi larga vida-fallecí a los setenta y dos años, en 1912-, seguramente ésta se encontraría en las últimas semanas que pasamos juntos en Querétaro, tratando de negociar un pasaje seguro para nuestro querido Emperador. Enfermo de disentería y quién sabe qué otros males, había languidecido en las manos de aquellos soldados leales a Juárez por tantos días dentro del convento de Capuchinas, entonces convertido en cárcel militar. Después de nuestro fallido intento de sobornar a los guardias con dinero y joyas y de su precipitada partida hacia el puerto de Veracruz, al percatarse que nuestro mundo se acababa, me doy cuenta de que hasta ahora ustedes han sido privados de los detalles precisos sobre los últimos momentos de Maximiliano en este mundo, que es un valle de lágrimas. En las líneas que siguen, trataré de evocar para usted la desesperada situación que vivimos en México después de su partida, donde, al parecer, todo lo que habíamos creído saber hasta ese entonces comenzó a desmoronarse a nuestro alrededor. El día previo a su ejecución llegó: el Emperador sería fusilado a la mañana siguiente. Aunque albergaba pocas esperanzas, estaba resuelta a hacer otro esfuerzo por salvar su vida y apelar una vez más al corazón de aquel hombre de cuya voluntad colgaba el destino del Emperador, cuyo rostro pálido y melancólicos ojos azules constantemente me imploraban, hasta en la noche cuando trato de conciliar el sueño. Eran las ocho de la noche cuando fui a ver al señor Juárez, quién me recibió de inmediato. Él también ostentaba un rostro desencajado y turbado. Con labios temblorosos rogué por la vida del Emperador, o al menos por el retraso de su sentencia. Pensé que lo que seguramente sería considerada como cobardía en un hombre tal vez podría ser perdonado si era una simple mujer que rogase por su vida. Sin embargo, el presidente Juárez dijo que no prolongaría más su agonía y que el Emperador debería de morir el día siguiente al alba. Cuando oí estas palabras desalmadas me trastorné de dolor. Con cada parte de mi cuerpo temblando y en medio de sollozos, caí de rodillas y rogué con palabras sinceras que salían de mi corazón, pero que no puedo recordar ahora, tal era la emoción que tomó control de mi persona en ese momento decisivo.
El presidente trató de levantarme, pero yo le abracé las rodillas compulsivamente y le dije que no lo soltaría sino hasta cuando concediera la vida al Emperador. Vi que el señor Juárez estaba conmovido; tanto él como el señor José María Iglesias, su secretario, tenían lágrimas en los ojos, pero el Presidente me respondió con voz solemne y triste:
—Me duele, señora, al verla de rodillas delante de mí, pero si todos los reyes y reinas de Europa estuvieran en su lugar, no podría perdonar esta vida. No soy yo quien se la quita, es el pueblo y la ley, y si no hago su voluntad, el pueblo tomará su vida y la mía también.
En mi dolorosa agonía exclamé que podría quitarme la vida si quería que hubiese sangre. Yo era una mujer inútil, pero él podría ahorrar la vida de un hombre que todavía podría hacer tanto bien en este mundo. Todo fue en vano. Entonces el Presidente me levantó y me repitió que la vida de mi adorado Príncipe Félix sería salvada; eso era todo lo que él podía prometer. Le di las gracias y salí de la habitación del Palacio de Gobierno que había sido convertido en un despacho improvisado. A medida que descendía lentamente la gran escalera de cantera, fui testigo del espectáculo conformado por más de doscientas de las más distinguidas damas de San Luis, que también venían a orar por la vida de los tres condenados a morir: Maximiliano, Miramón, y Mejía…”
Me quedé atónito cuando al pronunciar estas palabras la presencia principesca se desvaneció sin más y quedé solo en la habitación. Hecho un mar de dudas me dirigí a desayunar una polla en el bar de El Monje donde encontré a Miguel Fraga, prologuista de libros y comentarista de la sección de internet sobre “los libros que deben ser leídos” y me dijo tajante que “las memorias de Agnes se contradicen con las de otros personajes de la época y algunos historiadores cuestionan sus buenas intenciones.
Si bien es cierto que se arriesgó mucho para salvar al emperador, sabía claramente que por ser mujer Juárez no se iba a atrever a fusilarla y quizás ni a encerrarla ya que era norteamericana y él debía al vecino país del norte no pocos favores. Aunque en 1869, cuando se publicó en español el libro de Agnes, los editores en el prólogo aseguraron que era un documento imparcial y que merecía credibilidad, con el tiempo se ha descubierto que la advenediza princesa mintió todo lo que pudo para poder entrar como una heroína en las cortes europeas. Aun así nada le quita que era una mujer con carácter y muy decidida, que no titubeaba al momento de tomar una resolución y que hizo cosas que evidentemente pocas se hubieran atrevido a hacer.
El libro de Agnes -aun si no merece toda la credibilidad que ella hubiera querido- tiene pasajes muy interesantes sobre lo que ocurría aquellos días en México, previos al fusilamiento de Maximiliano; la princesa detalla muy bien el comportamiento de los militares, de los de menor rango y de los dos más encumbrados generales juaristas, como Porfirio Díaz y Mariano Escobedo. Murió pobre”. Les vendo un puerco principesco, seductor y mentiroso.
* Doctor en Derecho, Cronista de Querétaro