JAIME IRIZAR
La necesidad de tener ídolos, héroes, y personajes que nos den ejemplo e identidad, siempre ha distinguido a los pueblos y culturas del mundo. La permanencia de estos en el imaginario responde a una necesidad de dar color, intensidad, y ejemplo de vida a toda la sociedad. Sin olvidar, que los folclóricos le quitan monotonía a la vida, en virtud de lo cual éstos pasan a ser parte del inventario afectivo popular. Nada mejor para definir y calificar a una sociedad, que el observar el trato que se les brinda a los folclóricos; hombres y mujeres con capacidades diferentes y, a los afectados o mermados de sus facultades mentales. A diferencia de antaño, y como parte del fenómeno de transculturización que han generado los medios de comunicación, los viajes que ilustran y los ejemplos claros de países con mayor desarrollo, bienestar social y, democracia más perfeccionada. Permite que la tolerancia, se haya convertido en uno de los valores modernos que más ha impactado en la convivencia social. Ella ha ayudado a definir y aceptar a las personas en función de su talento, inteligencia, o valores mostrados, y no
en virtud de sus limitaciones físicas o mentales o de sus preferencias sexuales.
En mi pueblo hay personajes que por el simple hecho de ser de capacidades diferentes (síndrome de Down, retraso psicomotor, esquizofrenia etc etc, ) se han convertido, hablando afectivamente, en hijos de todos. Solo para ejemplarizar cito los sobrenombres o apodos con que se les conoce en la ciudad. El Chuyito, Christian, Tobalito, Coca Pan, el Cholo junta botes, el Quecas, y el Guapón, son sólo algunos de los muchos que mi pueblo ve y trata con afecto, y a los cuales casi todos les tienen consideraciones especiales. La simpatía que despiertan en su entorno, diluye o hace desaparecer, las acciones de burla o escarnio hacia ellos. Muy criticados y marginados socialmente son aquellos que adoptan actitudes hostiles. Ello habla y muy bien, por cierto, de la calidad humana de la mayoría de los oriundos y avecindados de mi pueblo. Es más, señalo, en calidad de reconocimiento, que algunos empresarios han incluido a varios de estos hijos especiales en su plantilla laboral y los que no, procuran contribuir con modestos apoyos económicos y en especie, para que no pasen hambres o sufran por otras carencias o necesidades.
En otro orden de ideas y con el fin de puntualizar y entrar al tema central de este artículo, les digo que tengo por cierto que hay muchos criterios para diferenciar, a nivel popular, la cordura de la locura o para establecer el diagnóstico más aproximado según los especialistas. Uno de los más socorridos es, sin duda alguna, el criterio estadístico. En virtud de ello, es usual que aquellos que piensan, dicen y actúan de diferente manera a las mayorías, éstas terminen por temerles, y por etiquetarlos con toda certeza como “locos”. Aunque cabe aclarar, con el fin de no herir susceptibilidades, que la historia nos ha enseñado que no siempre las mayorías tienen razón. Pero eso sí, una enseñanza valiosa en lo personal me quedó de la observación del personaje que a continuación trataré de describir, y es el hecho de que cuando las mayorías definen como loco o loca a una persona, los actos de ella terminan por no despertar preocupación ni generar coraje alguno, sino más bien, y al margen del “bulling” de algunos inadaptados, estas locuras que los definen, despiertan la simpatía y la consideración especial de la sociedad. Vale hacer mención que el límite entre cordura y locura, normalidad y anormalidad, está representado por una raya muy fina, que por lo regular no en todas las personas alcanzamos a distinguir, por lo que, en nuestros círculos familiares, de trabajo, y afectivos, podemos toparnos, sin duda alguna, con personajes de particular conducta, creyéndolos en todo “normales”, razón por lo cual nos hacen frecuentemente rabiar al esperar de ellos conductas que nunca mostraran. Es un hecho que cuando un loco o loca es ampliamente reconocido como tal, por más hirientes que sean sus palabras o acciones contra nosotros en lo particular o a la sociedad en lo general, nuestra respuesta es simplemente una sonrisa, una carcajada, o a veces un ignorar completamente su presencia. No le hagan caso, está bien loco, dicta la sentencia popular, misma que debemos siempre tener presente a la hora de interactuar con los dudosos “normales”.
La ignorancia olímpica, es lo que deberíamos de aplicar en contra de quienes se comportan fuera de los límites estadísticos normales, para que no nos contagien o enfurezcan sus comportamientos.
Todo pueblo tiene sus locos folclóricos identificados. Esos no son de temer. Los que, si requieren de toda nuestra atención y precaución extrema, son aquellos locos encubiertos que en ocasiones ocupan puestos públicos, tienen actitudes mesiánicas, portan armas o desarrollan tareas de gran importancia para la sociedad, y nosotros, inocentes, les damos trato de privilegio. A propósito de ello y entrando al tema principal, quiero decirles que en mi tierra existió un personaje folclórico que definió una época y marcó a toda una generación. Había una señora de nombre Rosario, de origen y familia desconocido, que trastornada de sus facultades mentales deambulaba día y noche por las calles a veces polvorientas otras enlodadas. De faldas largas, desaliñada, con frecuencia sucia en su atuendo y muy descuidada en su aseo personal, razón que la hacía despedir a distancia desagradables olores. Por lo regular no era agresiva, sólo se dedicaba a recoger papeles, cartones y cuanta cosa inservible encontraba a su paso, mismas que eran parte de la basura que tiraban los vecinos en las esquinas. Con ello, la Chayo hacía un bulto, que consideraba como su más valiosa pertenencia, el cual portaba con orgullo y cuidaba como su tesoro. Ahora sé que era el bulto característico o supuesto signo patognomónico de los esquizofrénicos, según refieren algunos tratados de psiquiatría. Todos en el pueblo, cuando nos referíamos a ella, soltábamos el epíteto completo de “la Chayo Loca», mujer que era temida por los infantes y objeto de burla y escarnio de los chiquillos y pubertos. Para casi todos los habitantes del pueblo, Rosario era considerada como una loca consumada. El apodo de “Chayo la loca” repetido en la boca de adultos, jóvenes y niños hasta la saciedad, terminó por definirla por completo. La chiquillada de entonces le conocía y gritaba con ese sobrenombre para llamar su atención, y a lo corto, le decían con tono burlesco: “Chayo la loca tiene una troca que no la maneja porque está bien loca”. Esta simple acción, era suficiente para despertar su ira y mostrar las facetas maniacas que caracterizan a casi todo esquizofrénico.
Como señalé, con un costal sobre su espalda lleno de papeles, cartones y restos de comida que recogía en las calles y el mercado local, deambulaba la Chayo por todo el pueblo, despertando con su peregrinar, la algarabía y la malicia de niños y pubertos, quienes además de provocarla con frases hirientes, terminaban arrojándole piedras sin llegar a golpearla hasta despertar su furia, quien colérica defendía su integridad también con insultos, pedradas, y corretizas.
Pero cuando veía que todo esto no le servía a sus propósitos de defensa, recurría a su técnica infalible que consistía en levantarse completamente la falda para amedrentar a sus acosadores, mostrándoles la entrepierna carente de ropa interior, provocando en automático el sosiego y en ocasiones el llanto de miedo de sus persecutores. Loca, loca, pero no tanto decían mis abuelos, puesto que la Chayo sabía a profundidad, el poder que tienen muchas mujeres entre los muslos para conseguir sus propósitos sociales, económicos o políticos, sobretodo estos últimos. La Chayo era una mujer alta, de tez blanca, ojos azules, buen cuerpo, de enigmática apariencia y oscuro origen, que finalmente despertó el deseo perverso de otro trastornado que venciendo sus escrupulosa, le endilgó una hija, permaneciendo como todo cobarde en el anonimato. Posterior a ello desapareció sin dejar más rastro que el recuerdo grato de una infancia llena de travesuras y marcada por leyendas y personajes folclóricos.
En otro orden de ideas, de manera muy breve les cuento que hace más de 30 años surgió en mi pueblo la leyenda urbana de la existencia de un astuto ladrón y violador, quien por su modus operandi fue nominado como el “violador de la presa”. A la sazón yo me desempeñaba como médico legista y como tal tenía acceso de privilegio a cierta información en relación a los ilícitos más comunes que ocurrían en el pueblo.
En ese entonces era comandante de la policía judicial un joven con fama de bravío, implacable y duro en sus procedimientos, con quien consolidé una relación de respeto y consideraciones especiales que terminó por construir un afecto entre ambos. Este oficial era temido por los delincuentes de la región.
Con métodos de investigación poco ortodoxos pero muy efectivos, mantenía con cierta calma y paz el área de su responsabilidad. El definió por si solo la estrategia y logró capturar al osado como “feliz” delincuente, mismo que a la postre fue liberado por la defensa férrea que los representantes de los derechos humanos hicieron, argumentando que se había conseguido la confesión de sus delitos por medio de tortura física. Pero entrando en detalles de la leyenda, resulta que éste malhechor, cual astuto cazador, y conociendo de antemano muy bien lo que hacen las hormonas en los cuerpos de hombres y mujeres ganosos, se agazapaba entre las rocas de la cortina a esperar que cayera la noche, misma que traía consigo a las parejas de enamorados, casi siempre urgidos sexualmente, solteros o casados y los dejaba inteligentemente entrar en los escarceos preliminares a sabiendas de que ello con frecuencia ciega a las personas y los hacer perder el sentido de la distancia y el tiempo.
La presa, hoy es un punto de interés y de recreación. Originalmente fue construida más que para almacenamiento con fines agrícolas, con el fin de aminorar o detener las grandes avenidas del rio Mocorito o Évora, mismo que con sus salvajes corrientes, causaba grandes estragos en la ciudad y todo el valle aguas abajo de ella. Aparte de tan noble función de la pequeña presa, ésta se fue convirtiendo en un punto de encuentro para los pescadores, tomadores, turistas curiosos y ya por la noche como lo señalé antes, para las visitas de enamorados que querían estrechar los lazos de afecto, teniendo riesgosas relaciones sexuales en esa área. Volviendo al tema, cuando el violador de la presa veía que las condiciones estaban dadas, aparecía sigiloso y de manera sorpresiva ante los amantes, a quienes amenazaba con un arma de fuego para maniatar con un mecate de nylon a la pareja, para luego despojarlos de todas sus pertenencias valiosas y posteriormente concluir su actuación con la violación primero de la dama y por último del varón.
Esta forma de proceder era en sí misma su medida de precaución más efectiva, en virtud de que, por las características sociales, familiares y personales, así como la idiosincrasia de las víctimas, impedía o limitaban la rápida y formal denuncia ante las autoridades en aras de evitar la posibilidad de que se hiciese público el evento con las consecuencias de escándalo social y morbo que esto ocasionaría. Estos ilícitos, se fueron haciendo cada día más frecuentes, pero aun así se seguían manteniendo en el anonimato casi todos los particulares “asaltos”, hasta que un buen día, uno de los muchos afectados, venciendo su vergüenza, acudió a formalizar la denuncia, con la condición de que se le mantuviera su identidad en el más absoluto de los secretos. Hoy, ya casi nadie
conoce ni repite boca a boca la leyenda urbana, muchos de esa generación tal vez ya murieron, otros se mantienen callados por temor al escarnio y la burla popular, pero lo que dicen los perversos y maliciosos de la leyenda, es que aún varias parejas siguen yendo a la presa a esperar que salga la luna, y que algunas de las que ahí acuden, suspiran y evocan en silencio, con una gran nostalgia a tan particular delincuente. Yo no juzgo, tan sólo les cuento lo que dicen algunos de la época que conocen la leyenda.
* Medico y autor