JAIME IRIZAR
Hace ya más de seis décadas, cuando Guamúchil, mi lugar de origen, tenía aún categoría de sindicatura, pertenecía al municipio de Mocorito, y a la sazón estaba igualmente en la espera ansiosa de su crecimiento, desarrollo, progreso, pero sobre todo de su emancipación, tenía unas costumbres y formas de convivencia social que, por su particularidad, brevemente describiré.
Sólo como un pasaje referente, les cuento que eran tiempos en que la vida transcurría despacio como era propio de todo pueblo chico. La diversión diaria más excitante consistía en escuchar las radionovelas de Chucho el Roto, San Martin de Porres y la de Porfirio Cadena y un programa de la radio XEW denominado risómetro, que eran encanto de mis paisanos.
Sobra decir que la televisión no había invadido aún nuestros hogares, mucho menos los adelantos tecnológicos que hoy han permeado todos los estratos sociales y han revolucionado y universalizado todas las formas de comunicarse. Estas dos condiciones antes descritas, propiciaban y fortalecían en ese entonces la costumbre de que, por las tardes, una vez concluidas labores, se saliera a los patios, portales, porches, o simplemente a las afueras de las casas a desarrollar actividades grupales de exclusivo carácter familiar.
Platicar, tender un catre de jarcia o de lona para jugar a la lotería o a la baraja; comentar con cierto morbo las noticias que aparecían en una de las revistas más sangrientas que por mis manos haya pasado, cuyo nombre quedó grabado en mi mente con letras de fuego, en virtud de lo impactante de las noticias que en ella se mostraban. Impresionado quedé muchas veces, al leer encabezados como el de “Violola, Matola y Enterrola”, mismos que además de ser los más comunes y frecuentes, sin duda reflejaban su estilo editorial propio y representaban la estrategia de ventas más efectiva que se utilizaba para promoverla.
Cabe mencionar en su favor, que tan graves noticias daban pie para que los adultos realizaran con su audiencia de menor edad, múltiples comentarios y análisis conductuales de los protagonistas de los crímenes y fechorías que en ella aparecían, todo ello con fines didácticos, formativos, pero de un franco enfoque moralista. La revista ALARMA a la que hago alusión, con tanta nota llena de sangre y malas acciones descritas en ella, estrechaba los compromisos de los padres de familia en el sentido de reforzar las enseñanzas de valores y principios que fueran útiles a la sociedad.
En contraparte, los pirulines tricolores, las melcochas, quequis con crema pastelera, miel con queso, los cubiertos de calabaza, camote y biznaga, las galletas de animalitos, así como las tortillas de harina dulces, eran entre otras cosas, la delicia y el premio mayor por los buenos comportamientos de los chiquillos de entonces. Muy lejos aún mi pueblo de la modernidad y sus comodidades inherentes.
Les comento que curiosamente el abasto del agua era resuelto mediante carretas tiradas por unos burros siempre cansados, en las que se montaban dos tambores de 200 litros, mismas que transportaban el vital líquido desde el rio, para luego vender casa por casa. Para todo uso, lo adquirían los vecinos de la comunidad. El oficio de barriquero hoy por hoy desaparecido, es un vago recuerdo sólo en los de edad avanzada, quienes dicen que pese a lo mal hablados que en ocasiones se mostraban con los reacios animales de carga, los de dicha actividad, eran estimados, respetados y obviamente considerados como muy necesarios, para el desarrollo de múltiples tareas domésticas y de la vida.
A propósito de oficios y nostalgias, esos eran los tiempos en que, para la asistencia obstétrica de las mayorías, sólo se contaba con una partera empírica que asistía casi todos los partos de la comunidad, pues aún no se socorría con tanta exageración a las cesáreas innecesarias. Se confiaba mucho en la sabia naturaleza que por miles de años nos ha permitido perpetuar la especie sin mayores complicaciones. Sólo los casos difíciles eran resueltos por los escasos dos médicos existentes, quienes tenían un gran sentido y compromiso social, además de una formación profesional y ética a toda prueba. Recuerdo también, que como todo pueblo que se precie de serlo, contaba con un rezandero y varias plañideras profesionales, quienes se alquilaban en cuanto velorio hubiera para auxiliar a los deudos a proyectar el dolor, el afecto y la nostalgia que estaba generando la partida de su ser querido. Dato curioso también, que igualmente asalta mi memoria, es el hecho de que una persona se ganara la vida inyectando a todos
los vecinos que así se lo requerían.
Su único instrumental básico consistía en una sola jeringa de vidrio de uso múltiple que portaba orgulloso en un estuche de acero inoxidable, todo lo cual hervía con un riguroso protocolo técnico enfrente de los familiares antes de cualquiera aplicación, sembrando de paso el terror de los más pequeños, al ser amenazados con la acción de tal personaje si seguían portándose mal. Así de chico era mi pueblo, así de sencilla la vida de mis paisanos.
La modernidad y los adelantos aún no se asomaban a las familias. Sin cablevisión, WhatsApp, internet, o Facebook que ilustrara sobre avances científicos o médicos, en las familias pobres de ese tiempo se echaba mano de múltiples remedios caseros contra los cólicos, dolor de oídos, y cuanto achaque que surgiera en algún miembro de la familia. Claros ejemplos eran el uso extendido del tojil, ruda, ceniza, sobadas de vientre con aceite para el empacho, quebrar las anginas, levantar la mollera, y clavo de olor para dolor de muelas y muchísimos más que sería muy largo mencionar.
En cambio, quiero destacar también, que el veganin y mejoral, eran, en esas fechas, el arsenal terapéutico más sofisticado y al alcance de todos. Estos medicamentos baratos, se convirtieron en la panacea para las madres que no podían aspirar a otros más caros. Eran los tiempos en que nuestros padres se auxiliaban de todo para normar nuestras conductas.
Ejemplo claro de ello era el repetir hasta el cansancio cuentos y creencias de terror como la del náhuatl, la mujer de blanco, la mamaura, el roba chicos y otras que ayudaban en la formación de los imberbes y traviesos plebes de esa época.
Hago un paréntesis para contarles que mis padres me decían hasta el cansancio que a la hora de dormir me tapara bien la cara con la sábana o la cobija, porque de no ser así, el náhuatl me lamería el rostro y se me moriría el padrino de bautizo. Reconozco mi inocencia franca, pues hasta ya de adulto entendí que la razón fundamental de ello era que, al ser de familia pobre, y vivir en hacinamiento relativo, los padres recurrían a esta estrategia cuando planeaban cumplir con sus compromisos conyugales y evitar de ese modo miradas incómodas. Por otro lado, menciono de paso que el lazo afectivo de los padrinos era muy fuerte y que éstos solían, cuando menos, hacer un regalo al ahijado en el cumpleaños o navidad, para reforzar con ello el lazo afectivo religioso que se tenía con la familia. De ahí el interés y la obediencia mía, pero de haber sabido que no recibiría nunca ningún regalo o atención, con mucho más tiempo hubiera dormido sin taparme la cara, sin miedos o sentimientos de culpa. Cierro el paréntesis para decirles que contar cuentos y hacer referencia a las leyendas locales, era una tradición que de boca en boca se mantenía viva, y que la avalancha de tecnología y las nuevas formas de convivir en familia, van dejando en el olvido. Era usual hablar también en esas reuniones vespertinas, de temas sólo para gente grande, y pobre del plebe que se entrometiera en la charla. Tal era el caso de la menstruación, embarazos deseados o no, infidelidades, enfermedades secretas, etc. etc. Temas tabúes para los menores de edad y celosamente protegidos por los adultos de la época.
Estos bien podrían decirse que hoy son tratados abiertamente, con libertad, sin restricciones de ninguna clase y para todas las edades. A veces me da la impresión de que son en ocasiones tratados hasta con un dejo de presunción en los comerciales, las telenovelas de moda o en cualquier otro medio masivo de comunicación. Tiempos traen tiempos.
Cuando amedrentar con tantos mitos o leyendas no era suficiente para normar conductas y enderezar rebeldes, la chancla, la cuarta, el chicote o el cinto acudían inmediatamente al quite, sin que a la fecha se sepa que alguno de los sancionados de entonces viva hoy con algún trauma psicológico grave e irreparable como actualmente creen, afirman y argumentan categóricamente muchos de los padres modernos.
En ese mismo sentido, sólo para tener un punto de comparación, menciono que en esa época eran señalados con dedo de fuego y advertidos de su riesgosa compañía a aquellos que se sospechara que hubieran fumado marihuana o cometido ciertos delitos o desmanes menores en la comunidad. La prioridad familiar era formar hombres y mujeres de bien, con principios y valores útiles a la sociedad en que vivían, además el deseo mayor de todo padre, era que ésta no rechazara por sus conductas impropias a sus vástagos. Yo sólo describo facetas de una época, pero no quiero decir con ello que todo tiempo pasado fue mejor.
Y sin ser catastrofista, señalo que es muy triste observar cómo se diluyó el respeto en las relaciones interfamiliares y sociales. Da pena el ver como el uso de las drogas ha permeado todas las esferas sin respetar edad, cultura, oficio o profesión, reemplazando en ocasiones a la fe y a las formas sanas de esparcimiento y diversión de antaño.
Es una gran verdad que cada generación tiene una tabla de valores que se considera como “normal”, pero también lo es, el hecho de que todo aquello que atenta contra la salud, lastima y limita las posibilidades de ser feliz.
* Medico y autor