Nacional

LA CHINGADA Y OCTAVIO PAZ

By domingo 15 de julio de 2018 No Comments

ANDRÉS GARRIDO DEL TORAL

Después de haber disertado sobre la idea de que mi amigo Hugo Burgos García y Enrique de la Madrid Cordero -secretarios de Turismo estatal y federal respectivamente-, se pronuncien por nombrar Pueblo Mágico a la hermana república de “La Ingada”-por tener todos los elementos que hace una semana describí en esta peregrina columneja-, créanme mis cinco lectores que terminando mi texto quise salir a meditar buscando a un Querétaro que ya se fue, por lo que escudriñé en los rincones más entrañables de mi antigua ciudad, como es el caso de “El Monje”, atendido por el amigo Federico Rivera Alvarado, donde alivié mi sed. Para calmar mi hambre pasé a los tacos de “El Chino” donde David Téllez me sirvió dos enormes y riquísimos tacos tipo arriero. Ya con mis apetitos primarios colmados decidí emprender una caminata nocturna de diez kilómetros hasta llegar a San Pablo viejo, esa antiquísima congregación de indios fundada por Conín en el siglo XVI para darle tierras y aguas a los foráneos que decidieron venir a establecerse en esta región, provenientes casi todos de los actuales estados de Guanajuato y San Luis Potosí.
¿Por qué elegí San Pablo para seguir con mi meditación cuando en Santiago de Querétaro hay sitios más dignos para ello? Recordé que Cristo no vino a este mundo a andar entre los justos sino entre los pecadores y que por ello yo escogía a San Pablo por ser el sitio queretano más cerquita de La Chingada. Recordé la conversión del soldado romano Pablo de Tarso para hacerse el apóstol más intelectual de cuantos hubo, sentado en la escalinata de la añosa parroquia construida en el siglo XVIII. Alcancé a mirar a lo lejos las antenas iluminadas de El Cimatario, el Coloso del Sur, suspirando por una estrella fugaz que allí mora, al mismo tiempo que apuré un termo de chocolate Abuelita rociado con cognac VSOP. De pronto vi subir por la Calle Real una figura pesada, de traje negro, con cara gruesa de color blanco, pelo canoso y rizado como el de José Juárez López, de facciones finas y modales elegantes, misma que al llegar a este pobre peregrino me saludó con una voz paternal y agradable. “Soy un peregrino en su tierra amigo peregrino, que en vida llevó el nombre de Octavio Paz y hoy vengo a ayudarte a disertar sobre La Chingada: la idea de la maternidad más cercana para el mexicano, esa misteriosa señora de la que todos somos hijos en este sufrido país que no perdona su pasado ni entiende su presente y mucho menos vislumbra su futuro”.
Sorprendido por tan súbita y admirada presencia me dispuse a oírlo y-si era llegado el caso- a preguntarle para profundizar sobre tan interesante tema. Se me quedó viendo fijamente, me pidió un sorbo de mi calórico termo e impostando la voz me dijo: “La historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen. Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, «Pocho», cruza la historia como un cometa de jade, que de vez en cuando relampaguea. En su excéntrica carrera, ¿qué persigue? Va tras su catástrofe: quiere volver a ser sol, volver al centro de la vida de donde un día –en la Conquista o en la Independencia – fue desprendido. Nuestra soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación”.
Después de esta magistral idea sobre la mexicanidad, su origen y sus traumas y sueños, le pregunto por La Chingada desde su perspectiva, por lo que con una sonrisa y una mueca de sarcasmo me cuenta que una vez, allá por 1950, un lector le había agradecido el que Octavio Paz le hubiera mentado la madre de una manera elegantísima. Engolando la voz me suelta que “¿Qué es la chingada? La chingada es la Madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El ‘hijo de la chingada’ es el engendro de la violación, del rapto o de la burla. Si se compara esta expresión con la española ‘hijo de puta’, se advierte inmediatamente la diferencia. Para el español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer que voluntariamente se entrega, una prostituta; para el mexicano, en ser fruto de una violación”. Impresionado por tanta sabiduría en pocas palabras le ruego continuar con su idea y me dice categórico “La Virgen es el consuelo de los pobres, el escudo de los débiles, el amparo de los oprimidos. En suma, es la Madre de los huérfanos. Todos los hombres nacimos desheredados y nuestra condición verdadera es la orfandad, pero esto es particularmente cierto para los indios y los pobres de México. El culto a la Virgen no sólo refleja la condición general de los hombres sino una situación histórica concreta, tanto en lo espiritual como en lo material. Y hay más: Madre universal, la Virgen es también la intermediaria, la mensajera entre el hombre desheredado y el poder desconocido, sin rostro: el Extraño. Por contraposición a Guadalupe, que es la Madre virgen, la Chingada es la Madre violada. Se trata de figuras pasivas. Guadalupe es la receptividad pura y los beneficios que produce son del mismo orden: consuela, serena, aquieta, enjuga las lágrimas, calma las pasiones. La Chingada es aún más pasiva. Su pasividad es abyecta: no ofrece resistencia a la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y polvo. Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más arriba, en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz encar¬nación de la condición femenina en el pueblo conquistado”. Apantallado por tantas verdades juntas le invito otro chínguere para que se aclare su vocecilla sabia y patriarcal y continúe ilustrándome, agregando muy serio: “Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es la Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles: Y del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados. Cuauhtémoc y doña Marina son así dos símbolos antagónicos y complementarios. Y si no es sorprendente el culto que todos profesamos al joven
emperador –»único héroe a la altura del arte», imagen del hijo sacrificado–, tampoco es extraña la maldición que pesa contra la Malinche. De ahí el éxito del adjetivo despectivo «malinchista», recientemente puesto en circulación por los periódicos para denunciar a todos los contagiados por tendencias extranjerizantes. Los malinchistas son los partidarios de que México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la Chingada en persona. De nuevo aparece lo cerrado por oposi¬ción a lo abierto”.
Gratamente ilustrado por tan cultísimo contertulio me dije que después de oír a este señorón ya no soportaría más pláticas intrascendentes de borrachos temulentos en “El Monje” o donde sea, y acordándome de los miembros del club “Gáname Una”, le pregunto al maestro Paz sobre nuestro grito favorito como mexicanos, si es que es más famoso que el Himno Nacional y me dice: “¡Viva México, hijos de la Chingada! Verdadero grito de guerra, cargado de una electricidad particular; esta frase es un reto y una afirmación, un disparo dirigido contra un enemigo imaginario, y una explosión en el aire. El que chinga jamás lo hace con el consentimiento de la chingada. Es un verbo masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha; lo chingado es lo pasivo, lo inerte, lo abierto.

Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado. El Macho es el gran Chingón. Una palabra resume la agresividad, impasibilidad, invulnerabilidad, uso descarnado de la violencia…” Sin querer vi la hora en mi reloj y me di cuenta que casi amanecía por lo que le pedí a Octavio Paz cerrar esta peregrina entrevista, a lo que acotó: “Nuestro grito es una expresión de la voluntad mexicana de vivir cerrados al exterior, sí, pero sobre todo, cerrados frente al pasado. En ese grito condenamos nuestro origen y renegamos de nuestro hibridismo. El mexicano condena en bloque toda su tradición, no quiere ser ni indio ni español”. Aturdido con mi termo mestizo de francés con azteca, alcanzo a ver cómo se evaporó la figura del Premio Nobel hacia el cielo.
Yo me sentí solo y de la chingada.

 * Doctor en Derecho y Cronista de Querétaro

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