ROGER LAFARGA
Rodajas secas de café serpentean sobre la mesa, un trozo de pan con mantequilla cicatriza la mordida más reciente, libros compilan impresiones, un lápiz recorre, practicante y a costa de su propia longitud, el maratón interminable de la caligrafía; austera, la goma censura.
Apócrifa, turgentes contornos y por eso furtivamente espiada –miradas que lamen- por machos lascivos, cabecea, somnolienta. Por el espacio frío que tiene entre las manos, con largos dedos redondeó la taza, apuró un sorbo… ¡Y saltó el recipiente!
Mientras el café hacía olas entre apuntes, reseñas, borradores, un libro apenas a medio abrir y sobre el pan hambriento de tarascadas, ella extrajo a toda prisa del morral un paliacate de manta, donde había aún moronas del pan multicitado, -ya para entonces tembloroso- y, sin tramitar la sesuda reflexión que la previsión exigiría, colocó en su nariz el pañuelo, tratando de atajar ¡Un estornudo! Pero las migajas, mezcladas con moco, saliva, ansiedad y vergüenza, fueron a dar justo en los ojos, bajo las gafas, a las orejas, parte del rostro y algunos cabellos, de su persona.
¡Un resorte angustioso la puso de pié! Heroica ante las miradas burlonas y las risitas apretadas que reventaban como palomitas de maíz entre los parroquianos, se quitó las antiparras, las puso sobre el libro, ahora cerrado y humedecido que examinaba y se dirigió al baño, – como quien presa de bochorno debe observar natural cordura-, a lavarse la cara. Accionó el grifo, hizo de sus manos un cuenco y llevó el agua hasta su frente, luego alzó la cara para mirarse en el espejo, buscando alguna parte que faltara de lavarse.
“¿Por qué miras la vida como a través de un espejo?” Se escuchó desde adentro del espejo.
“¿Cómo a través de nuestro cuerpo roto?” Dijeron a coro todos los fragmentos de un espejo más, en añicos adheridos dentro de un maltratado marco de aluminio.
“Todos los espejos somos uno y el único espejo universal, aun cuando nos veamos como espejos hechos trizas” Comentó, sabihondo, el espejo principal “¡Sí, roto, evidentemente roto!” Replicó un espejito de bolsillo que alguien habría olvidado sobre el lava-manos y preguntó a quien los visitaba:
“Tú… ¿Eres un espejo…roto? ¿O qué clase de espejo eres?
“¡Claro que no!” Gritó ella. “Yo solo quiero lavarme la cara. ¡Y ya basta, no quiero escucharlos”
“¿La cara de espejo…?” Continuaron. “¿Roto?” Insistió otro, sardónico.
“¿De modo que tienes cara de espejo roto?” Fue una vocecita chillona y delicada.
Haciendo como si nada hubiese presenciado, Apócrifa terminó de lavarse y cortó un trozo de papel seca-manos, para luego restregárselo en la cara.
Ya sin moronas por la vida, giró sus pasos hacia la puerta con la intención de regresar a la mesa que ocupaba y, apenas traspasado el umbral del baño, un gesto acre la crispó a tal grado, que se le erizaron los pelos del alma: Cintilaban gotas de agua suspendidas en los fríos tendederos; había un olor a aire limpio y estaba ahí el silencio propio de cuando, tras la lluvia, todos duermen.
Una amapa florida observaba la humedad abandonada en las sombras del patio. Escarabajos procesaban heces; sapos, ausentes por qué habrían huido quien sabe a dónde o por qué, enterrados en anhidrobiosis, hartos de pedradas, proyectos urbanísticos, programas ambientales y sobre todo hastiados de tanto marginal desprecio, pues… simplemente no estaban.
Las tapias eran ya ladrillo carcomido y las estrellas se miraban dobles; coronadas por su propia imagen, asomaban entre nubes que escapaban de la próxima tormenta.
Perros olfateaban perros, ladridos rebotaban de poste en poste, hasta perderse en los arroyos, a las afueras del suburbio.
Polillas, aún aladas, erizaban las paredes de las casas -desnudas como es propio de las casas paupérrimas- y una puerta parapetada con viejos tablones plañía, lastimera, tras el golpe del viento, del mismo viento que escardaba sus caireles contra las tronchadas varillas de metal.
A capricho lunar, la sombra del árbol se fue desplazando como un extraño reloj nocturno, ahí donde, famélico de solemnidad, el único habitante humano en aquel armatoste, parecía a la espera de algo, mientras contemplaba de reojo la mancha de hormigas, creciente marabunta rojinegra que, en un cínico abuso –casi universitaril- de democracia, parcelaba las patas de una mariposa malherida. Trascendido que hubo la habitación, la sombra del árbol dejó de ser sombra y se hizo mujer; el rostro del hombre, un puño crispado hasta entonces de arrugas verticales, pareció relajarse, tal vez intentó sonreír y en la mueca retráctil de aquella expresión, pinceló la esperanza. Un golpe de luna pegó en el cuerpo de la mujer y entonces Apócrifa supo que estaba desnuda, desnuda totalmente y esperando el momento de ¿Bañarse? Jamás había sentido su cuerpo tan contrito, tan semejante al animal desvalido cuando con la mirada suplica se le ignore, se le deje simplemente seguir siendo lo que es. Cuando la luna llegó justo al cenit, las hormigas acordaron por fin, como llevarse los restos alados de la mariposa y dispersó sus flores la amapa.
La muchacha comprendió ya para entonces que no le quedaba más remedio que bañarse; toda vez sin mugre por el mundo, salió por la puerta única del baño y en la pared, a su derecha, el teléfono público que jamás estuvo ahí, la obligó a buscar en el entorno algún punto de congruencia. Otra vez el silencio se había ido y toda la gente que minutos antes ahogaba una risilla, miraba a la hembra con la brutalidad orate que es propia de lúbricos patanes; parloteando comentarios sin sentido, rayaban servilletas y, gesticulando, arañaba cada quien su espacio contra la presencia de aquella visión inadmisible. ¡Ella sólo portaba una pulsera! ¿Y por qué estaba ahí? Escapar era apremiante; volvió desesperada al baño y pasó al apartado del retrete, la muchedumbre, avispero alborotado en vísperas de ataque, preparaba el linchamiento.
La gente empezaba a murmurar, luego a recriminar en voz alta para terminar gritando que aquella mujer estaba enferma de locura y que de ser posible matarla, se curaría; que según esto, ella tenía una larva gigantesca…” “¡No, no es larva, es gusano! Gritó el sujeto gordo que mordisqueaba un puro. “¡Mira, estúpido!” Dijo un hombre bajito, cuarentón y con un tic en el pómulo izquierdo:
“¡No se trata de gusano alguno! El gusano es un nematelminto y es ya una forma adulta, una larva es otra cosa.” Y agitaba, frenético, fórmulas, nomenclaturas y autores con que avalaba su dicho. Otra media docena de comensales presentaba libretas, bolsas de papel, hojas de programas teatrales y hasta manteletas de servicio para comer, con teorías a cual más descabelladas y garabateadas al reverso.
“¡Hay diferencias!” Apuntó aquel, el de bufanda ocre, sombrero verde botella y gafas de carey.
“Pero al caso viene siendo lo mismo, por donde se le busque.”
“¡Pues vas a perdonarme, chulito, pero no, no es lo mismo!” Exclamó una anciana con acento extranjero, ella también extranjera y por cierto indocumentada. “Porque fíjense bien y observen que se trata de un ácaro en forma de gusano, es, pues, uno de esos asquerosos animales minúsculos, con cuatro hocicos y que anidan en la raíz de las pestañas, pero… ¡Veinte veces más grande! ¡Se trata de un riesgo de salud pública! ¡Imaginen esos bichos circulando en las calles, en los parques, en mercados, aeropuertos, estadios, escuelas, templos… regando sus cochinas excrecencias viscosas, pestilentes! ¡Ay, no qué horror!
Otra voz: “¿Se trata, luego entonces, de una larva detrás de la nariz?”
“¡Basta, lo que sea, hay que matarla, es el único remedio!” Agregó el que recibía en ese momento la cuenta, dos horas antes requerida.
“¡Pero… tendríamos que matar a las dos: a la mujer y a la oruga!” Eructó un ebrio.
“Obvio, si matas a la una, matas a las dos” Le respondió su análogo, borracho también.
“¿Y eso dónde tiene lo obvio? ¡Por Dios! Sé lógico, imbécil, aprende a pensar.” –Dio en contestar por ahí, a mátalas callando, uno de esos eruditos fósiles en los cafés.
“¡En la nariz, está detrás de la nariz, hay que darle en la nariz!” Fue otro grito, carraspiento Y un culto señorito, de oficio locutor:
“¡Ajá! ¿Justo decís, tras la nariz? ¿Será en etmoides, será en esfenoides? ¡En fin…!” Suspiró.
En tanto, defensores de especímenes raros, filmaban la escena y retransmitían, en tiempo real, lo sucedido; flamearon pancartas, furibundas activistas exhibían sus pechos al desnudo y todos, al unísono, coreaban: “¡Se ve, se siente, la oruga está presente! ¡Se ve, se siente…!”
“¡Que no es oruga, es la nariz!” Replicó la señora del puesto de revistas, que en ese momento entraba, a cambiar su moneda fraccionaria, por billetes de alta denominación Y en el baño, un espejo desde el suelo: “Así que eres un espejo con nariz… ¿De oruga?” Y la angustiada mujer escalaba las paredes, buscando el tragaluz donde un colibrí revoloteaba. Pasandito la calle, un imberbe patán adiestrado para tiempos de guerra, trepado en un bulldozer, perros de rastreo y granadas de fragmentación, destrozó el frente del local y se instaló sobre mesas y sillas que aplastara
-comensales incluidos- y apuntó un laser desde el techo de la máquina hacia el baño. “¡En cuánto salga!” Dijo. Sin inmutarse y sobre los escombros que quedaron de su prolongado desayuno, una doctora en ciencias con acentuación en orugología: “Si la oruga se transforma en mariposa… volará y la gente ya nunca, óiganlo bien, jamás, podrá volver a tomar café… pero ¡Qué calamidad!”
“¿Ya no podremos volver a tomar café? Preguntaron en la mesa de los vagos -como si en los cafés hubiera de otras mesas- y alguno arengó, engolado:
“¡Vamos por ella, compañeros, esto ya es una cuestión de seguridad planetaria! Y allá van todos, seguidos del bulldozer y en tropel. Vomitando pánico, abrió la muchacha un ángulo entre dos paredes, corriendo una cremallera tras el retrete, junto al último espejo, que murmuró: “Somos todos un espejo, pero tú… ¿Qué fragmento del espejo eres? ¿Un espejo roto con alas de mariposa?” La gente, como un calamar de innúmeros tentáculos, ya la sujetaba; justo cuando abandonó el recinto y apareció en el patio de la casa, donde estaba por llegar la madrugada. Ya no durmió; se recostó en la banca junto al árbol y dejó que la llovizna jugara con su pelo. Más tarde, se presentó en el café; un enjambre de miradas la aguijoneó a su paso.
“Y ésta, qué hace aquí?” Murmuraban.
“Pues… aquí… está.” Contestó alguno, recién llegado. “Aunque finalmente ¿Cuánto puede importar si está aquí o en cualquier otra parte?” Agregó.
Apócrifa se acomodó en el asiento, puso las cansadas sienes entre sus manos temblorosas y sacudió la cabeza.
“Limpié sus lentes, señorita, estaban… empañados” Dijo la mesera en turno y añadió:
“¿Más café? Aunque… estamos casi por cerrar”. “¿Eh…? Gracias, qué amable! Pero, no… café ya no, traiga mejor un vaso de agua ¿Sí? Un vaso de agua nada más, por favor.” Recalcó, somnolienta, luego parpadeó, miró en derredor y… Nadie… ¿Nadie? Nadie, sólo ella… Entonces sobre la mesa, lloró subrepticiamente, una amarga- fría y sepia gota de café, la taza.
*Homeópata sinaloense IPN