SYLVIA TERESA MANRÍQUEZ
«Yo de aquí me voy, y con mucho gusto señores; pero en compañía de Mateo” y apuntó con su arma al joven ordenándole caminar con él.
-Tendrá que llevarme a mí- se interpuso la mamá de Mateo
– Y a mí también- dijo una vecina -Y a mí también, señoragregó otra -Y a mí- añadió otro vecino.
En este punto el mafioso empezó a sentir temor.
-Vas a tener que llevarnos a todos- dijo el sacerdote del centro comunitario. Las y los vecinos, amigos, amigas, jóvenes, hicieron un cerco a su alrededor, hombro con hombro. Él hombre los observó.
-¿No le parece que ya fue suficiente? – preguntó la mamá de Mateo, que seguía interfiriendo entre éste y el hombre armado.
– Déjenos tranquilos – dijo la mujer sacando fuerza del miedo – déjenos en paz… déjenos volver a empezar – El mafioso bajó el arma, sin decir una palabra, se retiró, cruzando el cerco que la gente de la comunidad había formado con sus cuerpos. Esta escena pertenece al final de la película colombiana Mateo que se puede catalogar en el género cine socialdrama. Se estrenó en 2015 en Barrancabermeja, un municipio colombiano ubicado a orillas del Río Magdalena, en el departamento de Santander. La dirigió María Gamboa, quién se basó en una larga investigación, iniciada en el 2007 en esa parte del Magdalena, sobre la prevención de la entrada de los adolescentes al conflicto armado. Mateo es un adolescente de 16 años, que trabaja con su tío: un jefe criminal, cobrando cuotas extorsionistas a los comerciantes de la localidad. El joven se infiltra en el grupo de teatro para informar al tío sobre las actividades de las y los jóvenes. Al irse integrando al grupo, Mateo debe tomar decisiones difíciles; por eso deja de trabajar para su tío, con el desenlace que leímos al inicio de esta entrega. Aunque la historia de Mateo no es algo nuevo, me atrae la propuesta de la cineasta María Gamboa: unirse para crear desde la familia, el barrio, la comunidad, un tejido sólido que resguarde la vida y el futuro de nuestros jóvenes, evitar que caigan en la oferta de trabajo ilícita, que les ofrece entradas de dinero fácil y rápido. Sé también que llevar esta idea a la práctica tampoco es fácil, porque surge la reflexión inevitable de cuánto puede resistir unida una familia que se enfrenta diariamente a los interminables tentáculos de la corrupción. Cómo, si a veces no podemos distinguir a los buenos de los malos. ¿Será posible fortalecer la confianza en la unidad y desterrar el miedo de sentirnos solos, abandonados, desprotegidos? Suena difícil, más cuando recordamos cifras del INEGI señalando que más del 70% de las personas mayores de 18 años en este país nos sentimos inseguros en el transporte público y el 68% en las calles que habitualmente usamos. Dicen estas cifras que la percepción de inseguridad es mayor en las mujeres (80%) que en los hombres (70%). Recuerdo a la mamá de Mateo que sin pensarlo se interpuso entre el arma del delincuente y su hijo, el miedo nos hace valientes.
Por eso, aunque me estrujó Mateo, me agrada su propuesta final. Me ofreció esperanza en la solidaridad, en el reconocimiento de nuestras fortalezas cuando nos unimos.
De hacerlo, venceremos el miedo y lograremos proteger a nuestros Mateos, que también los tenemos, cualquiera que sea el lugar donde vivamos, con conflictos armados o sin ellos, que al final de cuentas no sólo éstos nos hacen sentir indefensos.
* Doctora en educación