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EL TRABAJADOR DE LA EDUCACIÓN Y LA CULTURA

Por martes 15 de mayo de 2018 Sin Comentarios

“La tarea de enseñar con humildad deja en vosotros una aureola,
algo como la claridad que se desprende
de una lección sencilla que eleva el alma”
José Vasconcelos , 1921

GILBERTO J. LÓPEZ ALANÍS

El trabajo en las aulas es una pasión cincelada en la intimidad del docente; es también vocación generosa que se desborda en la actitud paciente que se hace ejemplar en el transcurso de la enseñanza.
A fin de cuentas el docente trasmite valores culturales y humanos a través de la aplicación de los planes y programas de estudio que le son adjudicados. En los maestros todo es enseñanza. Todo; presencia, actitud, habla, rigor, cariño, expresión corporal, institucionalidad, y lo otro; el desaliño, la carencia económica, la desesperanza, el hastío, el enojo social y la ausencia libertaria de proyectos trascendentes. Atrapado en su circunstancia el trabajador de la educación trasmite y forma ciudadanos procurando la perfección en el arte de enseñar. Tuve maestros que dejaron honda huella en mi transcurso escolar en todos los niveles, como seguramente los habrán tenido todos en la educación pública y privada. Son muchos los trabajadores de la educación que nos impactaron, por lo que lograron al hacernos bailar, cantar, jugar, soñar, estudiar con ahínco ya fuera desvelándonos o disfrutando sus cátedras, aparte de hacernos exponer y discutir con vehemencia. Recuerdo con alegría a los maestros que nos llevaron por los senderos de la utopía revolucionaria, pensando en América Latina o los que, moderados, apagaban nuestros inquietos fuegos en el ejercicio de la razón y el enfoque a la cruda realidad. Me eduqué en la libertad de cátedra, con profesionales de diversas disciplinas económicas y administrativas que nos mostraron el mercado de trabajo; España con sus trasterrados estuvo en mi aula de la Escuela de Economía del Instituto Politécnico Nacional. Ante mi pasaron como actores del drama cultural y educativo de un tiempo mexicano, hombres y mujeres, que sabían que estaban construyendo una mentalidad en los fermentos de una juventud que estalló socialmente en los años sesentas del siglo pasado.
A partir de la centralidad Teotihuacana y del aula como laboratorio, aparte del humilde taller y oficinas de todo tipo, pasamos a las calles, para gritar el descontento de una generación que reclamaba apertura democrática. No sabíamos que en eso estábamos enseñando a una sociedad que perdió el miedo a la protesta. Formamos comités de lucha en acciones fugaces y sorpresivas; discurrimos a viva voz en los sindicatos, ágoras cívicas, mercados, escuelas, casas de cultura, cruceros citadinos, ahí enseñamos enardecidos y perseguidos por los gendarmes, hasta lograr ser acompañados en manifestaciones multitudinarias. De la protesta social aprendimos nuestras posibilidades y límites. Vimos al tigre desatado; también la nobleza del rustico soldado señalando por donde huir ante el fragor del dos de octubre de 1968. De aquello la marca está presente y la aurora de la tolerancia propuso un ajuste político de corte aperturista.
Ante tales recuentos emerge la figura del maestro, ese actor social que persiste en su intención polifacética de seguir armando mentalidades, manteniendo el ideal vasconcelista de constituir el andamiaje cultural del presente.
Nuevas tareas esperan a los docentes, porque nuevos son los retos que imponen el desarrollo acelerado de la ciencia y la tecnología, sin embargo la magia íntima de enseñar persiste. En su mirada y actitud he visto la esperanza de cumplir con ese lucido deber del amor social.

* Director del Archivo Histórico del Estado de Sinaloa

 

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