A la memoria del doctor Nicolás Avilés González, fino amigo, desprendido y generoso con los demás.
FAUSTINO LÓPEZ OSUNA
¿Cómo escribir que uno regresa del viaje sin retorno, sin asustar a nadie? En todo caso, escribirlo enojando a alguien a quien no le gusta uno. O sí lo quiere, pero en el panteón. Porque de que los hay, los hay. También los hay que lo quieren tanto a uno que lo sueñan muerto. Coincidiendo con la amiga poetisa María Muñiz como jurados en el Festival o Encuentro Nacional de Arte y Cultura de la Dirección General de Educación Tecnológica Industrial celebrado recientemente en el puerto de Mazatlán (con asistencia de 900 estudiantes de Educación Media Superior de 30 Estados de la República), me dijo la distinguida María: Profesor, anoche lo soñé muerto.
Qué bueno, le dije yo, pues dicen que cuando ocurre algo así, significa que uno todavía va a vivir una larga vida. Como para contrarrestar lo del sueño inquietante de María Muñiz, en la clausura del evento nacional de la DGETI en el inmenso salón del Centro de Convenciones, el maestro de ceremonias tuvo a bien anunciar de mi presencia a los asistentes, solicitando un aplauso como reconocimiento a mi creación del Himno Oficial del Estado de Sinaloa.
Pero hoy hace cinco días, pesqué un resfriado descomunal (al que estoy habituado de toda la vida en esta temporada del otoño cálido del Trópico de Cáncer cuando colisiona con los primeros fríos polares del invierno decembrino) que, como dice la endecha (del latín, indicta, cosas proclamadas públicamente): no se lo deseo a nadie.
El cuadro bronquial es espantoso, acompañado con ojos llorosos con una punzada en cualquiera de los dos, catarro en incontenible catarata, respiración agobiada y una tos con flemas carrasposas (aspereza en la garganta que enronquece la voz) obligando a gárgaras al menos de bicarbonato de sodio y un continuo sudar que obliga a cambiar dos, tres veces al día, camiseta y camisa, aislado del mundanal ruido para evitar el contagio a terceros y las variantes bruscas de temperatura, ingiriendo de todos los tés consabidos, desde el de canela con miel, la manzanilla y el gordolobo y toda la limonada y todo el jugo de naranja posibles, sujeto a horarios prescritos cada seis y ocho horas ingiriendo paracetamol, fenilefrina, clorfenamina y ambroxol, obligando el reposo para que el organismo y sobre todo los pulmones hagan lo propio, evitando cualquier complicación. La experiencia descrita me lleva a reflexionar en una extraordinaria frase de la Masonería universal: La vida se sostiene por la muerte.
Como ésta, la vida, es, de suyo, azarosa, y depende de cada latido del corazón y de cada respiro; se contiene prodigiosamente acorde al pulso del micro y del macro universo sin principio ni final, como dijo Girolamo Savonarola, dilatando el tiempo en la eternidad de la materia, de la que el bardo coahuilense Manuel Acuña escribió en versos luminosos: “La materia, inmortal como la gloria,/ cambia de forma pero nunca muere”.
De estos secretos conocía el sabio Isaac Newton, cuando define al movimiento como el encuentro de dos fuerzas de distinta intensidad, y como el encuentro de dos fuerzas de igual intensidad, al reposo. Uno, la vida, y, otro, algo más parecido a la no vida. Así que en un cuadro gripal en el que se conjunta todo eso y más, uno permanece más en estado latente y somnoliento de tanta medicina, como encapsulado.
Cuatro días después de mantenerme atarantado de pastillas, empiezo a percibir la mejoría, para malestar de los que dije atrás, con la secuela de la tos flemática, estremecido el entorno por rachas heladas del invierno con su solsticio a cuestas, cuyo inicio oficial está a la vuelta de dieciocho días.
Asomándonos por los entresijos del misterio de misterios que es la existencia, se sabe, de cierto, que al nacer, el ser viene acompañado, como unidad de opuestos, de la muerte, a modo de embrión y, como lo dice bien el poeta, durante toda la vida la va cargando a cuestas, terminando por morir, salvo por algún accidente físico violento, de la propia muerte, impresa en el ADN o ácido desoxirribonucleico, que contiene la información genética y asegura el control de la actividad de las células.
En este orden de ideas, el mundo sabe que el mexicano, en su prodigiosa simbología, es un pueblo fiel a sus muertos, a la calaca catrina de Guadalupe Posada y Diego Rivera. En ese trasmundo se sitúa el film animado “Coco”, de reciente estreno. Y nadie como Juan Rulfo para hacernos vivir a plenitud las peripecias de la vida en el fantasmagórico Comala de Pedro Páramo.
El corrido mexicano es un verdadero panteón de panteones. Con todo y la influencia de aparecidos heredada de la cultura popular española, Joan Manuel Serrat rinde homenaje al mundo de los muertos en México, grabando el extraordinario corrido del imaginado descarrilamiento del “tren que corría entre Puebla y Apizaco”, con tan poderoso surrealismo, que ni el genio de Luis Buñuel proyectó algo así en el cine.
Llegados a este punto, detengámonos para recordar al enorme poeta José Gorostiza y su inmortal poema “Muerte sin fin”, obra maestra de la poesía universal, de quien el Diccionario Enciclopédico Larousse consigna: Poeta mexicano.
Miembro de la generación Contemporáneos y exponente de la poesía pura, es autor de Canciones para cantar en las barcas (1925) y de Muerte sin fin (1939), obra esencial en la poesía mexicana en el siglo XX.
Nadie como él (Gorostiza), para tutear a la muerte y nombrarla con propiedad con el adjetivo peyorativo de una promiscua que se mete con todos. El final de “Muerte sin fin”, es el más insólito de cuantos he leído hasta este día.
Coda: El pasado domingo 3, justo al terminar de poner el punto final al presente, recibí llamada telefónica del poeta Mario Arturo Ramos, dándome la triste noticia del fallecimiento del amigo Nicolás Avilés quien, para pesar de quienes lo conocimos y quisimos, por un último latido de su corazón tatuado en su ADN, no regresó de su muerte. Descanse en paz.
Qué bueno que ya está recuperando su salud, también 2017 fue un año de aprendizaje para mi, tuve que hacer un alto obligatorio a muchas cosas en mi vida y aprender que la vida sigue aunque la vivas de manera diferente, cada minuto es una lucha, cada día una batalla y en este andar he conocido muchos guerreros poderosos que te animan a seguir, amar la vida, amar la muerte sin dejar de sentir que en un segundo, hay un último y maravilloso aprendizaje, aprender que un camino se trunca y si se te permite surcar uno alterno es obligación seguir cabalgando. Reciba un sincero saludo, Leticia Medina Troncoso.