Por: Juan Diego González
Francisco Valdenegro Castro, mi abuelo materno, originario de Guaymas. Todo el tiempo usó sombrero. Así lo recuerdo, se pasaba los dedos por su cabello lacio y corto, hacia atrás, como para acomodarlo y se colocaba el sombrero de palma para el trabajo o el nuevo para salir. Me gustaba más verlo cuando se ponía el nuevo porque hacía más cosas.
Por una extraña razón, mi apá Pancho (así aprendimos a llamarlo porque era el papá grande, a veces de cariño le decíamos Tata) decidió, cuando tuvo facultad para hacerlo, de cambiarse el apellido. Valdenegro salió de mi familia y se puso Castro. Así surgió para el ordenamiento civil Francisco Castro Castro.
Una vez en la preparatoria leí que Valdenegro había sido un pirata español que asoló las costas del Golfo de California en el Siglo XVIII, cuando el oro y la plata de Álamos se embarcaban para llevarlos a España.
No creo que mi apá Pancho supiera esta historia, sin embargo, mis orígenes de corsario desaparecieron con el cambio de nombre.
En estos días muy poca gente usa sombrero. Y normalmente se asocian con personas del campo o rancheros. Lo cual es un error, porque en la costa, los pescadores también usan sombreros, como mi abuelo, de palma para protegerse del sol y para no andar despeinados. Lo recuerdo cuando venía de pescar, sentado en la proa de la panga, sujetando el sombrero con su mano izquierda para que el viento no se lo llevara. Al bajar la velocidad la panga, se ponía de pie y daba indicaciones para atracarla sin que se golpeara con alguna roca. Desde la playa, sus nietos le hacíamos señas. El abuelo se quitaba el sombrero para indicarnos que nos había visto.
Si nos regalaba una sonrisa, entonces el mar fue bueno ese día porque traía tiburón y vaqueta, por lo menos 150 kilos y a veces hasta 300: “gracias a Dios nos fue bien” decía. Cuando estaba serio, la pesca fue poca, pero mi abuelo era optimista: “Mañana Dios nos dará a nosotros, hoy les dio a otros”. Le ayudábamos con sus cosas de pesca y nos regalaba el lonche preparado por la abuela. (Por alguna razón misteriosa, este loche tenía un sabor delicioso, diferente a cualquier cosa. Dicen que es por la brisa marina… no lo sé de cierto, pero ese sabor ya nomás está en mis recuerdos).
Cuando mi apá Pancho iba a salir usaba el sombrero nuevo. Siempre estaba protegido con una bolsa de plástico del super MZ –ahora Santa Fe- y colocado arriba del ropero, lejos de nosotros y los dedos llenos de tierra, de tanto jugar a las canicas, el trompo o la raya. Después de bañarse, el abuelo se rasuraba.
Me entretenía verlo recortando su bigote para dejarlo parejito, parejito. A mí se me afiguraba al bigotito del actor Luis Aguilar.
Luego se echaba loción. Mientras mi abuela le planchaba la guayabera, recuerdo una azul clarito muy bonita, el abuelo se fumaba un Fiesta, sentado en la poltrona. Después sacaba sus zapatos de tacón ancho, unos zapatos cafés oscuro, hasta ahorita no sé porque no usaba negros.
Metía el pañuelo en la bolsa trasera del pantalón caqui y lo último del atuendo era el sombrero. Con movimientos casi religiosos, lo sacaba de su envoltorio, como un niño que abre con cuidado un mazapán para no romperlo y meterlo entero en la boca. Con ternura le pasaba un trapito húmedo y el sombrero brillaba, como sonriendo. El abuelo se pasaba la mano izquierda por el pelo hacia atrás y con la derecha colocaba el sombrero nuevo. Se miraba en la luna del ropero. Se acomodaba bien la guayabera. Sobre su pecho tostado por el sol lucía un Cristo de oro, clavado en un ancla: el Cristo de los pescadores. Lo tocaba y se persignaba.
Sus pasos resonaban con sus zapatos de tacón ancho y con el sombrero nuevo se veía más alto. La abuela le hacía unos encargos y el prometía no olvidarlos.
Los callejones del barrio viejo de La Cantera, el barrio más antiguo de pescadores en Guaymas, se tragaban la figura de aquel hombre honesto y trabajador. Lo último que perdía de vista era su sombrero. “De grande quiero usar sombrero como mi abuelo” pensaba. Pero ahora, en estos días ya casi nadie usa sombrero.
* Autor y Docente BCS